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Al salir de la biblioteca encontró Robledo á varias personas sentadas en el recibimiento y aguardando pacientemente. El ayuda de cámara, con una confianza extemporánea y molesta para él, murmuró:

– Esperan á la señora marquesa… Les he dicho que el señor había salido.

No añadió más el criado; pero la expresión maliciosa de sus pupilas le hizo adivinar que los que esperaban eran acreedores.

El suicidio del banquero había dado fin al escaso crédito que aún gozaban los Torrebianca. Todas aquellas gentes debían saber que Fontenoy era el amante de la marquesa. Por otra parte, la quiebra de su Banco privaba al marido de los empleos que servían aparentemente para el sostenimiento de una vida lujosa.

Comprendió ahora que su amigo tuviese miedo y vergüenza de ver á los que le rodeaban en su propia casa y permaneciese aislado en su biblioteca.

A media tarde habló por teléfono con él. Elena acababa de regresar de su correría por París, mostrándose satisfecha de sus numerosas visitas.

– Me asegura que por el momento ha parado el golpe, y todo se irá arreglando después – dijo Torrebianca, no queriendo mostrarse más expansivo en una conversación telefónica.

Cerrada la noche, volvió Robledo á la avenida Henri Martin. Había leído en un café los diarios vespertinos, no encontrando en ellos nada que justificase la relativa tranquilidad de su amigo. Continuaban las noticias pesimistas y las alusiones á una probable prisión de las personas comprometidas en la escandalosa quiebra.

Vió otra vez sobre una mesa de la biblioteca los mismos periódicos que él acababa de leer, y se explicó el desaliento de su amigo, quebrantado por el vaivén de los sucesos, saltando en el curso de unas pocas horas de la confianza á la desesperación. Era rudo el contraste entre su voz fría y reposada y el crispamiento doloroso de su rostro. Indudablemente, había adoptado una resolución, y persistía en ella, sin más esperanza que un suceso inesperado y milagroso, único que podía salvarle. Y si no llegaba este prodigio… entonces…

Miró Robledo á todos lados, fijándose en la mesa y otros muebles de la biblioteca. ¡No poder adivinar dónde estaba guardado el revólver que era para su amigo el último remedio! …

– ¿Hay gente ahí fuera? – preguntó Torrebianca.

Como parecía conocer las visitas molestas que durante el día habían desfilado por el recibimiento, Robledo no pidió una aclaración á esta pregunta, limitándose á contestarla con un movimiento negativo. Entonces él habló de aquella invasión de acreedores que llegaba de todos los extremos de París.

– Huelen la muerte – dijo-, y vienen sobre esta casa como bandas de cuervos… Cuando entró Elena á media tarde, el recibimiento estaba repleto… Pero ella posee una magia á la que no escapan hombres ni mujeres, y le bastó hablar para convencerlos á todos. Creo que hasta le habrían hecho nuevos préstamos de pedírselos ella…

Ensalzaba con orgullo el poder seductor de su esposa; pero la realidad se sobrepuso muy pronto á esta admiración.

– Volverán – dijo con tristeza. – Se han ido, pero volverán mañana… También Elena ha visto á ciertos amigos poderosos que inspiran á los periódicos ó tienen influencia sobre los jueces. Todos le han prometido servirla; pero ¡ay! cuando ella está lejos, cuando no la ven, su poder ya no es el mismo… Le han dicho que arreglarán las cosas, y no dudo que así será por el momento; pero ¿qué puede una mujer contra tantos enemigos?… Además, no debo consentir que mi esposa vaya de un lado á otro defendiéndome, mientras yo permanezco aquí encerrado. Sé á lo que se expone una mujer cuando va á solicitar el apoyo de los hombres. No… Eso sería peor que la cárcel.

Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba á veces un temor pueril y á continuación una gran energía, pasó cierto resplandor agresivo al pensar en los peligros á que podía verse expuesta la fidelidad de Elena durante las gestiones hechas para salvarle.

– La he prohibido que continúe las visitas, aunque sean á viejos amigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertas gestiones cuando se trata de su mujer… Confié-monos á la suerte, y ocurra lo que Dios quiera. Sólo el cobarde carece de solución cuando llega el momento decisivo.

Robledo, que le había escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijo con voz grave:

– Yo tengo una solución mejor que la tuya, pues te permitirá vivir… Vente conmigo.

Y lentamente, con una frialdad metódica, como si estuviera exponiendo un negocio ó un proyecto de ingeniería, le explicó su plan.

Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntos embrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguir viviendo en París.

– Te advierto que adivino lo que piensas hacer mañana ó tal vez esta misma noche, si consideras tu situación sin remedio. Sacarás tu revólver de su escondrijo, tomarás una pluma y escribirás dos cartas, poniendo en el sobre de una de ellas: «Para mi esposa»; y en el sobre de la otra: «Para mi madre». ¡Tu pobre madre que tanto te quiere, que se ha sacrificado siempre por ti, y á cuyos sacrificios corresponderás yéndote del mundo antes de que ella se marche!…

El tono de acusación con que fueron dichas estas palabras conmovió á Torrebianca. Se humedecieron sus ojos y bajó la frente, como avergonzado de una acción innoble. Sus labios temblaron, y Robledo creyó adivinar que murmuraban levemente: «¡Pobre mamá!… ¡Mamá mía!»

Sobreponiéndose á la emoción, volvió á levantar Federico su cabeza.

– ¿Crees tú – dijo – que mi madre se considerará más feliz viéndome en la cárcel?

El español se encogió de hombros.

– No es preciso que vayas á la cárcel para seguir viviendo. Lo que pido es que te dejes conducir por mí y me obedezcas, sin hacerme perder tiempo.

Después de mirar los periódicos que estaban sobre la mesa, añadió:

– Como creo dificilísima tu salvación, mañana mismo salimos para la América del Sur. Tú eres ingeniero, y allá en la Patagonia podrás trabajar á mi lado… ¿Aceptas?

Torrebianca permaneció impasible, como si no comprendiese esta proposición ó la considerase tan absurda que no merecía respuesta. Robledo pareció irritarse por su silencio.

– Piensa en los documentos que firmaste para servir á Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no habías estudiado.

– No pienso en otra cosa – contestó Federico – , y por eso considero necesaria mi muerte.

Ya no contuvo su indignación el español al oir las últimas palabras, y abandonando su asiento, empezó á hablar con voz fuerte.

– Pero yo no quiero que mueras, grandísimo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme… Imagínate que soy tu padre… Tu padre no, porque murió siendo tú niño… Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mamá, á la que tanto quieres, y que te dice: «Obedece á tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses á mí.»

La vehemencia con que dijo esto volvió á conmover á Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos á los ojos. Robledo aprovechó su emoción para decir lo que consideraba más importante y difícil.

– Yo te sacaré de aquí. Te llevaré á América, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajarás rudamente, pero con más nobleza y más provecho que en el viejo mundo; sufrirás muchas penalidades, y tal vez llegues á ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo… solo.

Se incorporó el marqués, apartando las manos de su rostro. Luego miró á su amigo con una extrañeza dolorosa. ¿Solo?… ¿Cómo se atrevía á proponerle que abandonase á Elena?… Prefería morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar á todas horas en la suerte de ella.

Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se oponía á sus deseos, era de un carácter impetuoso, exclamó irónicamente:

– ¡Tu Elena!… Tu Elena es…

Pero se arrepintió al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.

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