Una mirada agradecida le parecía recompensa suficiente, pero a menudo se llevaba chascos graves. No tenía buen ojo para detectar a tiempo a los sinvergüenzas y cuando deseaba librarse de ellos era tarde, porque se volvían como escorpiones, acusándolo de toda suerte de vicios. Cuidado con que nos metan un juicio por mal uso de la profesión, advertía Mike Tong al ver que su jefe confiaba demasiado en los clientes, entre los cuales había maleantes que sobrevivían abusando del sistema legal y tenían una historia de pleitos a la espalda, trabajaban unos meses, lograban hacerse despedir y luego entablaban demanda por haber perdido el empleo, otros se provocaban heridas para cobrar el seguro.
Reeves también se equivocaba al contratar a sus empleados, la mayoría tenía problemas con alcohol, otro era jugador y apostaba no sólo lo suyo, sino todo lo que podía sustraer de la oficina, y había uno que padecía depresión crónica y lo encontró un par de veces con las venas abiertas en el baño.
Tardó muchos años en darse cuenta de que su actitud atraía a los neuróticos. Las secretarias no daban abasto con tanto sobresalto, y pocas duraban más de un par de meses. Mike Tong y Tina Faibich eran las únicas personas normales en ese circo de alucinados. A los ojos de Carmen el hecho de que su amigo todavía no se hundiera era una prueba irrefutable de su fortaleza, pero Timothy Duane llamaba a ese milagro pura y simple buena suerte.
Entró a su oficina por la puerta de servicio, como hacía a menudo para evitar a los clientes de la sala de espera. Su escritorio era una montaña de papeles y en el suelo se apilaban también documentos y libros de consulta, sobre el sofá había un chaleco y varias cajas con campanitas y ciervos de cristal. El desorden crecía a su alrededor amenazando con devorarlo. Mientras se quitaba el impermeable pasó revista a las plantas, preocupado por el aspecto fúnebre de los helechos. No alcanzó a tocar el timbre, Tina lo esperaba con la agenda del día.
— Debemos hacer algo con esta calefacción; me está matando las plantas.
— Hoy tiene una declaración a las once y acuérdese que en la tarde debe ir a los tribunales. ¿Puedo acomodar un poco aquí? Esto parece un basural, si no le importa que se lo diga, Sr. Reeves. — Bien, pero no me toque el archivo de Benedict; estoy trabajando en eso. Escriba otra vez al club de Navidad para que no me manden más chirimbolos. ¿Me puede traer una aspirina, por favor? — Creo que le harán falta dos. Su hermana Judy ha llamado varias veces, es urgente–anunció Tina y salió.
Reeves tomó el teléfono y llamó a su hermana, quien le comunicó en pocas palabras que Shanon había pasado temprano a dejar a David en su casa antes de emprender viaje con rumbo desconocido. — Ven a buscar a tu hijo cuanto antes porque no pienso hacerme cargo de este monstruo; bastante tengo con mis hijos y mi madre. ¿Sabes que ahora usa pañales?
— ¿David?
— Mi mamá. Veo que tampoco sabes nada de tu propio hijo. — Hay que internarla en una residencia geriátrica, Judy. — Claro, ésa es la solución más fácil, abandonarla como si fuera un zapato gastado, es lo que tú harías, sin duda, pero yo no. Ella me cuidó cuando era chica, me ayudó a criar a mis niños y ha estado a mi lado en todas las necesidades. ¡Cómo se te ocurre que voy a ponerla en un asilo! Para ti no es más que una vieja inútil, pero yo la quiero y espero que se muera en mis brazos y no botada como un perro. Tienes una hora para recoger a tu hijo–No puedo, Judy, tengo tres clientes esperando. — Entonces se lo entregaré a la policía. En el corto rato que lleva en mi casa metió el gato a la secadora de ropa y le cortó el pelo a su abuela–dijo Judy procurando dominar el timbre histérico de su voz. — ¿Shanon no dijo cuando regresaba?
— No. Dijo que tiene derecho a hacer su vida, o algo por el estilo. Olía a alcohol y estaba muy nerviosa, casi desesperada, no la culpo, esa pobre mujer no tiene ningún control sobre su vida, cómo podría tenerlo sobre su hijo. — ¿Y qué vamos a hacer ahora?
— No sé lo que harás tú. Debiste pensarlo mucho antes, no sé para qué echas hijos al mundo si no tienes intención de criarlos. Ya tienes una hija drogada ¿no es suficiente? ¿O quieres que David siga el ejemplo de su hermana? Si no puedes estar aquí exactamente en una hora, anda a la policía, allí encontrarás a tu chiquillo–y colgó el teléfono.
Reeves llamó a Tina para pedirle que cancelara las citas del día. Ella lo alcanzó en la puerta poniéndose el chaquetón, con su paraguas en la mano, segura de que en semejante trance su jefe la necesitaba. — ¿Qué opina de una mujer que abandona a su hijo de cuatro años, Tina? — preguntó Reeves a su secretaria a medio camino. — Lo mismo que opino de un padre que lo abandona a los tres — replicó ella en un tono que jamás usaba y así concluyó la conversación; el resto del viaje fueron callados, escuchando un concierto en la radio y procurando mantener a raya las turbulencias de la imaginación. Cualquier cosa podían esperar de David.
Judy aguardaba con los bártulos de su sobrino en la puerta, mientras el niño, vestido de soldado, correteaba por el jardín lanzando piedras a la perra inválida.
Tina abrió su gigantesco paraguas y lo hizo girar como una rueda de carrusel, eso tuvo el poder de detener en seco a David. El padre avanzó con la intención de cogerlo de la mano, pero el chico le tiró un piedrazo y salió disparado en dirección a la calle. No alcanzó a llegar. En una maniobra de ilusionista Tina cerró el paraguas, le enganchó una pierna con el mango, lo lanzó de boca al suelo y enseguida lo atrapó por la ropa, lo levantó en vilo y lo introdujo de viva fuerza en el automóvil, todo eso sin perder su habitual sonrisa. Se las arregló para mantenerlo inmovilizado todo el camino de vuelta a la ciudad. Esa tarde Gregory Reeves se presentó en los tribunales con más ganas de pelea de lo habitual, mientras su invencible secretaria lo aguardaba afuera controlando a David con cuentos, papas fritas y uno que otro pellizco.
Así comenzó la convivencia de Gregory con su hijo. No estaba preparado para esa emergencia y no había espacio en sus rutinas para una criatura, menos para una tan fregada como la suya. Era tanta la inseguridad de David que no podía estar solo ni un momento; por la noche se introducía en la cama de su padre para dormir aferrado a su mano.
Los primeros días Gregory tuvo que llevarlo consigo a todos lados, porque no tenía edad para quedarse solo y no consiguió a nadie dispuesto a hacerse cargo, ni siquiera Judy, a pesar de su inclinación natural por los niños y la bonita suma que le ofreció. Si en pocos minutos le peló la cabeza a mi madre, en una hora se la corta, fue la respuesta de Judy a su petición.
La casa y el coche de Reeves se llenaron de juguetes, comida rancia, chicles mascados, pilas de ropa sucia. A falta de otra solución lo llevó a la oficina, donde al principio sus empleados trataron de congraciarse con el niño, pero pronto se dieron por vencidos, reconociendo honestamente que lo odiaban. David corría por encima de los escritorios, se tragaba los clips y enseguida los escupía sobre los documentos, desenchufaba las computadoras, inundaba los baños de agua, arrancaba los cables de teléfono y tanto viajó en el ascensor que la máquina se trancó. Por sugerencia de su secretaria, Gregory contrató a una inmigrante ¡legal salvadoreña para cuidarlo. pero la mujer sólo duró cuatro días. Fue la primera de una larga lista de niñeras que desfilaron por la casa sin dejar recuerdos.
Al diablo con los traumas, yo le daría una buena zurra, recomendó Carmen por teléfono, aunque ella no había tenido ocasión de hacerlo con Daí. El padre prefirió consultar a un psiquiatra infantil, quien aconsejó una escuela especial para niños con problemas de conduc ta, recetó pastillas para calmarlo y tratamiento inmediato porque, según explicó, las heridas emocionales de los primeros años de vida dejan cicatrices imborrables.