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— No eres inmortal, Bel. ¿Qué pasará con tu hijo cuando ya no estés? — le había dicho Timothy.

— King no será el primer chico de catorce años que se las arregle solo. — No tiene catorce, sino cincuenta y tres. — Para los efectos prácticos tiene catorce.

— Bueno, a eso justamente me refiero. Será siempre un adolescente. — Tal vez no, puede ser que madure…

— Con algo de dinero todo será más fácil para ustedes, no seas testaruda, mujer.

— Ya te dije, Tim. No hay nada que hacer. El abogado de la compañía de seguros fue muy claro con nosotros, no tenemos ningún derecho. Por bondad nos darán diez mil dólares, pero no será todavía, hay muchos trámites que cumplir.

— No entiendo de estas cosas, pero tengo un amigo que nos puede aconsejar.

Gregory Reeves los recibió en la jungla de maceteros de su oficina. Bel hizo una entrada triunfal vestida de reina, se sentó en el sufrido sofá de cuero y procedió a contar el extraño caso de su hijo, King Benedict. Reeves la escuchaba con atención mientras escarbaba en su memoria inexorable buscando el origen de ese nombre, que resonaba como un eco lejano del pasado. Imposible olvidar un nombre tan sonoro, se preguntaba dónde lo había escuchado antes. King era un buen cristiano, dijo la mujer, pero Dios no le había dado una vida fácil. Fueron siempre pobres y durante los primeros tiempos iban de un sitio para otro buscando trabajo, despidiéndose de los nuevos amigos y cambiando de escuela.

King se crió con la duda de que su madre podía desaparecer a la siga de un pretendiente, dejándolo solo en un cuarto de paso de un pueblo sin nombre. Fue un muchacho melancólico y tímido, a quien dos años de guerra en el Pacífico Sur no le sacudieron la inseguridad. Al regreso se casó, tuvo dos hijos y se ganaba el sustento como obrero de construcción. En los últimos años su matrimonio daba tumbos, su mujer amenazaba con dejarlo, sus hijos lo consideraban un pobre diablo. Bel lo notaba muy tenso y triste y temía que empezara a beber de nuevo, como había ocurrido en otras crisis, las cosas iban mal y terminaron de echarse a perder con el accidente. King Benedict se encontraba a la altura de un segundo piso, cuando cedió el andamio y se fue abajo, estrellándose contra el suelo. El golpe lo aturdió por algunos segundos, pero logró ponerse de pie, aparentemente sólo tenía contusiones leves, pero de todos modos lo llevaron al hospital, donde después de un examen de rutina lo dejaron ir. Apenas se le pasó el dolor de cabeza y empezó a hablar, se vio que no recordaba dónde estaba ni reconocía a los suyos, se creía de vuelta en la adolescencia. Su madre descubrió pronto que la memoria le alcanzaba sólo hasta los catorce años, de allí en adelante había un abismo de fondo de mar.

Lo revisaron por dentro y por fuera, le metieron sondas por todos los orificios, le pusieron electricidad en el cerebro, lo interrogaron durante semanas, lo hipnotizaron y le fotografiaron el alma, sin descubrir una razón lógica para tan dramático olvido. Los recursos de los médicos no detectaron daño orgánico. Empezó a comportarse como un muchacho manipulador, inventando mentiras torpes para engatusar a sus hijos, a quienes trataba corno compañeros de juegos, y evadir la vigilancia de su esposa, a quien confundía con su madre. No lograba reconocer a Bel Benedict, la recordaba como una mujer joven y muy bella, pero de todos modos en los meses siguientes se apegó a esa anciana desconocida como a un salvavidas, ella era lo único seguro en un mundo pleno de confusiones. Parientes y amigos negaron su amnesia, tal vez se trataba de una broma histérica, — dijeron, y pronto se cansaron de indagar en los resquicios de su mente en busca de un signo de reconocimiento. Tampoco le creyó la compañía de seguros; fue acusado de inventar esa patraña para cobrar una pensión y pasar el resto de su vida mantenido como un inválido, cuando en verdad se había dado un golpe de nada, era un estafador.

Cada vez que su mujer salía, King se sentía abandonado y cuando ella empezó a traer a su amante a dormir a la casa, Bel Benedict consideró que había llegado el momento de intervenir y se llevó a su hijo a vivir con ella.

En esos meses lo había observado cuidadosamente sin detectar ningún recuerdo posterior a los catorce años. King se había tranquilizado poco a poco, era un buen compañero, la madre estaba contenta de tenerlo consigo, lo único raro en su comportamiento eran voces y visiones que decía tener, pero los dos se acostumbraron a la presencia de esos impalpables fantasmas de la imaginación, a los cuales los médicos no daban la menor importancia.

Timothy Duane tenía los informes del hospital y las cartas de los abogados de la compañía de seguros. Reeves los examinó de una mirada superficial, sintiendo en todo el cuerpo el ardor de la pelea que tan bien conocía, esa anticipación frenética del guerrero, lo mejor de su profesión; le gustaban los casos complicados, los desafíos difíciles, las escaramuzas.

— Si decide ir a juicio debe hacerlo pronto, porque sólo tiene un año de plazo desde el accidente.

— ¡Pero entonces no me darán los diez mil dólares!

— Este caso puede valer mucho más, señora Benedict. Posiblemente le han ofrecido eso para ganar tiempo y que usted pierda su derecho a demandarlos.

La mujer aceptó aterrada, diez mil dólares era más de lo que había ahorrado en toda una vida de esfuerzo, pero ese hombre le inspiró confianza y Timothy Duane tenía razón, debía proteger a su hijo de un futuro muy incierto.

Esa tarde Reeves llevó el caso a su jefe, tan entusiasmado que se le atropellaban las palabras para contarle de esa negra hermosa y su hijo de edad madura vuelto de un porrazo a la adolescencia, imagínese si ganamos, les cambiaremos las vidas a estas pobres gentes; pero se encontró con las cejas diabólicas levantadas hasta el nacimiento del pelo y una mirada irónica.

No pierda tiempo en tonterías, Gregory, le dijo; no vale la pena meterse en este berenjenal. Le explicó que las posibilidades de ganar eran remotas, se requerirían años de investigación, decenas de expertos, muchas horas de trabajo y el resultado podía ser nulo; sin una lesión cerebral que justificara la pérdida de la memoria ningún jurado creería en esa amnesia.

Reeves sintió una oleada de frustración; estaba harto de obedecer decisiones de otros, cada día se sentía más inquieto y defraudado con su trabajo, no veía las horas de independizarse. Se aferró a esa negativa para zampar al anciano de las orquídeas el discurso de despedida tantas veces ensayado a solas. Al regresar a su casa esa noche encontró a Shanon echada en el suelo de la sala mirando televisión, la besó con una mezcla de orgullo y de ansiedad. — Renuncié a la firma. De ahora en adelante volaré solo. — Esto hay que celebrarlo–exclamó ella-. Y ya que estamos en eso, Greg, hagamos un brindis por el bebé. — ¿Cuál bebé?

— El que estamos esperando–sonrió Shanon sirviéndole una copa de la botella que tenía a su lado.

Al divorciarse de su segundo marido Judy Reeves se quedó con los hijos, incluso los que el hombre había tenido con su primera mujer. Con el tiempo el matrimonio se convirtió en una pesadilla de rencores y peleas, donde el marido llevaba todas las de perder. Cuando llegó el momento de separarse definitivamente, ni siquiera se planteó la posibilidad de que el padre se llevara a los niños, el afecto entre Judy y esas dos criaturas morenas era tan sólido y efusivo que nadie recordaba que no fueran suyas.

La mujer apenas alcanzó a permanecer soltera unos meses. Un sábado caluroso llevó a su familia a la playa y allí conoció a un fornido veterinario del norte de California, que hacia turismo en un carromato acompañado por sus tres hijos y una perra. La bestia había sido atropellada y tenía los cuartos traseros paralizados, pero en vez de despacharla a mejor vida, como indicaba la experiencia profesional, su amo improvisó un arnés para movilizarla con ayuda de los niños, que se turnaban para sostenerla por detrás mientras ella corría con las patas delanteras.

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