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Poco más tarde, mientras la familia Morales celebraba con una fiesta la llegada de Da¡ a América, Leo Galupi acompañaba los restos de Thui Nguyen en un sencillo rito funerario. Esas once semanas habían cambiado los destinos de varias personas, incluyendo el de aquel buscavidas de Chicago que desde hacía días sentía un dolor sordo en el centro del pecho, allí donde antes albergaba un espíritu inconsecuente y fanfarrón.

Daí fue un vendaval de renovación en la vida de Carmen Morales, que olvidó los desaires amorosos del pasado, las penurias económicas, las soledades y las incertidumbres. El futuro apareció ante sus ojos claro y limpio, como si estuviera viéndolo en una pantalla; se dedicaría a ese niño, ayudándolo a crecer tomado de la mano para evitarle tropezones, protegido de todos los sufrimientos posibles, incluso de la nostalgia y la tristeza.

— Supongo que lo primero será bautizar a este chinito para que sea uno de los nuestros y no se quede moro–opinó el anciano Padre La–rraguibel en la fiesta de bienvenida-, abrazando al niño con la ternura que siempre estuvo escondida en su corpachón de campesino vasco, pero que en la juventud no se atrevía a expresar. Carmen, sin embargo, se las arregló para postergar el asunto; no deseaba atormentar a Da¡ con tantos cambios y, por otra parte, el budismo le parecía una disciplina respetable y tal vez más llevadera que la fe cristiana.

La nueva madre cumplió las ceremonias familiares indispensables, presentó a su hijo uno por uno a los parientes y amigos del barrio y trató de enseñarle con paciencia los nombres impronunciables de sus nuevos abuelos y de la multitud de primos, pero Daí parecía espantado y no pronunciaba palabra, limitándose a observar con sus ojos negros, sin soltar la mano de Carmen.

También lo llevó a la cárcel a ver a Olga, acusada de practicar magia negra, a ver si a ella se le ocurría la manera de hacerlo comer, porque desde que salió de su país se alimentaba sólo de jugos de fruta; había adelgazado y estaba a punto de desvanecerse como un suspiro. Carmen e Inmaculada estaban en ascuas, habían consultado con un médico, quien después de minuciosos exámenes lo declaró en buena salud y le recetó vitaminas. La abuela adoptiva se esmeró en preparar platos mexicanos con sabor asiático e insistió en hacerle tragar el mismo tónico de aceite de hígado de bacalao con el cual torturó a sus seis hijos en la infancia, pero nada de eso dio resultado.

— Echa de menos a la madre–dijo Olga apenas lo vio a través de la rejilla de la sala de visitas.

— Ayer me avisaron que su madre murió.

— Explícale al niño que ella está a su lado, aunque no pueda verla. — Es muy chico, no entendería eso, a esta edad no captan ideas abstractas. Además no quiero meterle supersticiones en la mente. — Ay, niña, no sabes nada de nada–suspiró la curandera-. Los muertos andan de la mano con los vivos.

Olga se acomodó en la cárcel con la misma flexibilidad con que antes se instalaba en cada parada del camión transhumante, como si fuera a quedarse allí para siempre. La reclusión no afectó en nada su buen ánimo, era apenas un inconveniente menor, lo único que le dio rabia fue que los cargos eran falsos, jamás le había interesado la magia negra porque no representaba un buen negocio, ganaba mucho más ayudando a sus clientes que maldiciendo a sus enemigos. No temía por su reputación, al contrario, con seguridad esa injusticia aumentaría su fama, pero estaba preocupada por sus gatos que había confiado a una vecina. Gregory Reeves le aseguró que ningún jurado creería en los efectos maléficos de unos supuestos ritos de brujería, pero debía evitar a toda costa que saliera a luz la verdadera naturaleza de su comercio, si eso ocurría la ley seria implacable. Se resignó a cumplir discretamente su sentencia sin armar mucho alboroto, pero la mesura no era su principal virtud y en menos de una semana había convertido su celda en una extensión de su estrafalario consultorio casero. No le faltaban clientes. Las otras reclusas le pagaban por consejos de esperanza, masajes terapéuticos, hipnotismos tranquilizantes, poderosos talismanes y sus artes de adivina ción, y muy pronto los guardias la consultaban también. Se las arregló para hacerse llevar poco a poco sus hierbas medicinales, sus frascos de agua magnetizada, las cartas del Tarot y el Buda de yeso dorado. Desde su celda, convertida en bazar, practicaba sus eficaces encantamientos y extendía los sutiles tentáculos de su poder. No sólo se convirtió en la persona más respetada de la cárcel, también era quien más visitas recibía, todo el barrio mexicano desfilaba a verla.

Temiendo que Daí se consumiera de inanición, Carmen decidió probar el consejo de Olga y se las arregló para decir al niño, en una mezcla de inglés, vietnamita y mímica, que su madre había subido a otro plano donde su cuerpo ya no le era útil, ahora tenía la forma de una pequeña hada translúcida que siempre volaba sobre su cabeza para cuidarlo. Copió la idea del Padre Larraguibel quien así describía a los ángeles. Según él, cada persona llevaba un demonio a la izquierda y un ángel a la derecha, y el segundo medía exactamente treinta y tres centímetros, el número de años de la vida terrestre de Cristo, andaba desnudo y era de falsedad absoluta que tuviera alas; volaba a propulsión a chorro, sistema de navegación divina menos elegante pero mucho más lógico que las alas de pájaro descritas en los textos sagrados. El buen hombre se había puesto algo excéntrico con la edad, pero también se le había agudizado la visión de su famoso tercer ojo; existían pruebas irrefutables de que era capaz de ver en la oscuridad. igual como percibía lo que pasaba a su espalda, por lo mismo nadie cuchicheaba en su misa. Con incuestionable autoridad moral describía a los demonios y a los ángeles dando detalles precisos y nadie, ni siquiera Inmaculada Morales que era muy conservadora en materia religiosa, se atrevía a poner en duda sus palabras.

Para suplir las limitaciones del lenguaje Carmen hizo un dibujo donde Da¡ aparecía en primer plano y rondándolo volaba una figura pequeña con una hélice en la cabeza y una humareda por la cola, que tenía los inconfundibles ojos de almendras negras de Thui Nguyen. El chico lo observó por largo rato, luego lo dobló cuidadosamente y lo guardó en el álbum de fotografías falsificadas por Leo Galupi, junto a retratos de sus padres del brazo en lugares donde nunca estuvieron. Acto seguido se comió su primera hamburguesa americana Al cabo de una intensa semana familiar, Carmen regresó con su hijo a Berkeley, donde había organizado su nueva existencia. Antes de ir en busca de Da¡ había alquilado un apartamento y preparado una habitación con muebles blancos y profusión de juguetes. El lugar sólo contaba con dos cuartos, uno para su hijo y otro que servía de taller y dormitorio. Ya no se instalaba a vender sus joyas en cualquier esquina, ahora las colocaba en varias tiendas, pero la tentación de las ventas callejeras era inevitable. Los fines de semana partía en su automóvil a otros pueblos donde montaba su puesto en las ferias de artesanías. Lo había hecho por años sin pensar en la incomodidad de los viajes, de trabajar dieciocho horas sin descanso, alimentarse de maní y chocolate, dormir en el vehículo y no disponer de baño, pero la presencia del niño la obligó a hacer algunos ajustes. Vendió el desportillado Cadillac amarillo y se compró un furgón firme y amplio, donde podía tender un par de sacos de dormir en la noche cuando no había una habitación disponible.

Iban los dos lado a lado, como un par de socios, Daí la ayudaba a llevar parte de las cosas y a ordenar la mesa, luego se sentaba a atender a los clientes o a jugar solo, cuando se fastidiaba partía a recorrer la feria y si estaba cansado se echaba a dormir en el suelo a los pies de su madre.

Como siempre eran los mismos artesanos que se encontraban en diversas localidades, ya todos conocían al hijo de Tamar, en ninguna parte estaba tan seguro como en aquellos carnavales donde pululaban ladrones, ebrios y drogadictos. El resto de la semana Carmen trabajaba en su casa, siempre acompañada por el pequeño. Se daba tiempo para enseñarle inglés, mostrarle el mundo en libros prestados de la biblioteca, pasearlo por la ciudad, llevarlo a piscinas y parques públicos. Cuando se sintiera más seguro en su nueva patria pensaba mandarlo a una guardería para que conviviera con otras criaturas de su edad, pero por ahora la idea de separarse de él, aunque fuera por algunas horas, la atormentaba, volcó en Da¡ la ternura contenida en muchos años de lamentar en secreto su esterilidad. No sospechaba cómo criar a un niño y no tenía paciencia para estudiarlo en manuales, pero eso no la preocupaba. Ambos establecieron un vínculo indestructible basado en la total aceptación mutua y en el buen humor. El chico se acostumbró a compartir su espacio en tan espléndidos términos que podía armar un castillo con cubos de plástico en la misma mesa en que ella montaba unos delicados aretes de oro con minúsculas cuentas de cerámica precolombina. A medianoche Da¡ se pasaba a la cama de Carmen y amanecían abrazados. Después del primer año comenzó a sonreír tímidamente, pero en las raras oportunidades en que se separaban volvía a su antigua expresión ausente. Ella le hablaba todo el tiempo sin angustiarse porque él no articulara palabra, cómo quieres que hable el pobrecito, si todavía no sabe inglés y se le olvidó su idioma, está en el limbo de los sordomudos, pero cuando tenga algo que decir lo dirá, le explicaba los lunes por teléfono a Gregory. Tenía razón. A los cuatro años, cuando pocas esperanzas quedaban de que se expresara, Carmen cedió a las presiones de todo el mundo y lo llevó a regañadientes donde un especialista, quien después de examinarlo con detención por largo rato sin obtener ni el menor sonido articulado, corroboró lo que ella ya, sabía, que su hijo no era sordo.

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