Carmen despertó primero y se incorporó para observar a ese hombre con quien había crecido y sin embargo ahora le parecía un extraño. Había soñado infinitas veces con él y ahora lo tenía desnudo al alcance de su boca. La guerra lo había tallado a martillazos, estaba más delgado y musculoso, los tendones resaltaban como cuerdas bajo la piel y en una pierna tenía las venas marcadas y azules, resabios del accidente de sus tiempos de peón. Aun dormido estaba tenso. Lo besó con melancolía, había imaginado un encuentro muy diferente, no esa especie de mutua violación, esa batalla descarnada, no habían hecho el amor, sino algo que la dejó con sabor a pecado. Le pareció que él no estaba enteramente allí, su espíritu andaba ausente, no la había abrazado a ella sino a quien sabe cuál fantasma de su pasado o de sus pesadillas, faltó ternura, complicidad, buen humor, no lo oyó murmurar su nombre ni la miró a los ojos. Tampoco ella había estado en su mejor día, pero no supo en qué había fallado, Gregory marcó el ritmo y todo sucedió tan desesperadamente que ella se perdió en una oscura jungla y ahora emergía caliente, húmeda, un poco adolorida y triste.
Los fracasos en el amor no habían destruido su capacidad de ternura. Abierta para recibirlo, se estrelló contra la insospechada resistencia de este amigo a quien había esperado desde la niñez, pero lo atribuyó a las privaciones de la guerra y no perdió la esperanza de encontrar una rendija por donde metérsele en el alma. Se inclinó para besarlo otra vez y él despertó sobresaltado, a la defensiva, pero al reconocerla sonrió y por primera vez pareció relajado. La tomó por los hombros y la atrajo.
— Eres solitario y peleador, como vaquero de película, Greg. — No he montado un caballo en mi vida, Carmen.
No sabía cuán acertado era el diagnóstico de su amiga ni cuán profé–tico. La soledad y la lucha determinaron su destino. Le volvieron en tropel los recuerdos que procuraba mantener a raya, y sintió una profunda amargura, imposible de compartir con nadie, ni siquiera con ella en ese instante de intimidad. Había crecido como la maleza del patio de su casa, sin agua ni jardinero, entre los desvaríos meta–físicos de su padre, los silencios inconmovibles de su madre, el rencor tenaz de su hermana y la violencia del barrio, soportando agresiones por el color de su piel y por las rarezas de su familia, dividido siempre entre los llamados de un corazón sentimental y esa fiebre combativa, esa energía salvaje que le hacía arder la sangre y perder la cabeza. Una parte lo doblegaba ante la compasión y otra lo impulsaba al desenfreno. Vivía atrapado en la perenne indecisión de esas fuerzas opuestas que lo partían en dos mitades irreconciliables, una zarpa desgarrándolo por dentro, separándolo de los demás. Se sentía condenado a la soledad. Acéptalo de una vez y deja de pensar en eso, Gregory, nacemos, vivimos y morimos solos, le había asegurado Cyrus, la vida es confusión y sufrimiento, pero sobre todo es soledad. Hay explicaciones filosóficas. pero si prefieres el cuento del Jardín del Edén, considera que ése es el castigo de la raza humana por haber mordido el fruto del conocimiento. Esa idea le provocaba a Reeves un fogonazo de rebeldía, no había renunciado a la ilusión de su infancia, cuando esperaba que la angustia de estar vivo desapareciera por encanto. En esos años, cuando se escondía en la bodega de su casa preso de un miedo irracional, imaginaba que un día despertaría liberado para siempre de ese dolor sordo al centro de su cuerpo, todo era cuestión de ajustarse a los principios y reglamentos de la decencia. Sin embargo no había sido así. Pasó por los ritos de iniciación y las sucesivas etapas de la ruta hacia la virilidad, se formó solo, con callado aguante, a golpes y porrazos, fiel al mito nacional del individuo independiente, orgulloso y libre. Se consideraba un buen. ciudadano dispuesto a pagar sus impuestos y defender a su patria, pero en alguna parte había una trampa insidiosa y en vez de la supuesta recompensa seguía empantanado. No fue suficiente cumplir y cumplir, la vida era una novia insaciable, exigía siempre más esfuerzo y más coraje. En Vietnam aprendió que para sobrevivir era necesario violar muchas reglas, el mundo no era de los tímidos sino de los audaces, en la vida real le iba mejor al villano que al héroe. No había una resolución moral en la guerra, tampoco había vencedores, todos formaban parte de la misma descomunal derrota. y ahora en la vida civil le parecía que también era así, pero estaba determinado a escapar a esa maldición. Treparé a los Palos superiores de este gallinero, aunque tenga que pasar por encima de mi propia madre, se decía a menudo cuando se afeitaba frente al espejo del baño, a ver si de tanto repetírselo lograba superar la sensación de abatimiento con que se despertaba cada mañana. No estaba dispuesto a hablar de esas cosas con nadie, ni siquiera con Carmen. Sintió en la boca el roce del pelo de ella, aspiró su olor de sirena brava y se abandonó de nuevo a los reclamos del deseo. Vio su cuerpo cimbreante en la penumbra de las cortinas, oyó su risa y sus quejidos, sintió el temblor de sus pezones en las palmas de sus manos y por un instante demasiado breve se creyó redimido de su anatema de solitario, pero enseguida los latidos acelerados de su vientre y el tambor caótico de su corazón terminaron con esa quime ra y se sumergió más y más en el abismo absoluto del placer, el último y más profundo aislamiento.
Se vistieron mucho después, cuando la necesidad de respirar aire fresco y comer algo más que pizza fría y cervezas tibias, único servicio del hotel, les devolvió el sentido de la realidad. Tuvieron tiempo de acariciarse con más calma y ponerse al día del pasado, de terminar las conversaciones iniciadas por teléfono durante años, de rememorar a Juan José, de contarse las ilusiones rotas, los amores fracasados, los proyectos inconclusos, las aventuras y los dolores acumulados. En esas horas Carmen comprobó que a Gregory no sólo le había cambiado el cuerpo, sino también el alma, pero supuso que con el tiempo se le irían borrando los malos recuerdos y volvería a ser el de antes, el buen amigo sentimental y divertido con quien ganaba concursos de rock n' roll, el confidente, el hermano. No, hermano ya nunca más, se dijo con pesar. Cuando se les agotó la curiosidad de explorarse, se pusieron la ropa y salieron a la calle, dejando el carrito con la bisutería en el cuarto. Sentados ante humeantes jarros de café y tostadas crujientes, se miraron en la luz rojiza de la tarde y se sintieron incómodos. No sabían qué era esa sombra instalada entre los dos, pero ninguno pudo ignorar su pernicioso efecto. Habían satisfecho los apremios del deseo, pero no hubo verdadero encuentro, no se fundieron en un solo espíritu ni se les reveló un amor capaz de transformarles las vidas, como habían imaginado. Una vez vestidos y apaciguados comprendieron cuán divergentes eran sus caminos, estaban de acuerdo en muy poco, sus intereses eran diferentes, no compartían planes ni valores. Cuando Gregory expuso sus ambiciones de convertirse en abogado con éxito y hacer dinero, ella pensó que bromeaba, esa voracidad no calzaba para nada con él, dónde habían quedado los ideales, los libros inspirados y los discursos de Cyrus con que tantas veces la aburriera en la adolescencia y de los cuales ella se burlaba para molestarlo, pero a la larga había hecho suyos. Por años se había juzgado a sí misma como más frívola y lo había considerado como su guía, ahora se sentía traicionada. Por su parte a Gregory no le daba la paciencia para escuchar las opiniones de Carmen sobre ningún tema importante, desde la guerra hasta los hippies, le parecían disparates de una muchacha consentida y bohemia que nunca había pasado verdadera necesidad. El hecho de que se sintiera plenamente realizada vendiendo prendas en la calle y pensara pasar el resto de su existencia como una vagabunda empujando su carrito y viviendo del aire, codo a codo con dementes y fracasados, era prueba suficiente de su inmadurez.