Se vivían tiempos de grandes alteraciones y de sorpresas continuas. La novedad del amor libre, después de tantos siglos de mantenerlo en cautiverio, se regó con rapidez y lo que comenzó como otra fantasía de los hippies se convirtió en el juego predilecto de los burgueses. Asombrado, Gregory vio cómo las mismas personas que poco antes defendían las ideas más puritanas ahora practicaban el libertinaje en pequeñas orgías de índole doméstica. Cuando estaba soltero resultaba casi imposible conseguir una muchacha dispuesta a hacer el amor sin una promesa matrimonial, el placer sin culpa y sin miedo era impensable antes de las píldoras anticonceptivas. Tenía la impresión de haber pasado los primeros diez años de su juventud dedicado a conseguir mujeres, todo el empeño y la imaginación se le iban en esa agobiante cacería, por lo general en vano. De pronto las cosas se dieron vuelta y en cuestión de un par de años la castidad dejó de ser una virtud para convertirse en un defecto del cual había que curarse antes de que los vecinos se enteraran. Fue un viraje tan brusco que Gregory, enfrascado en sus problemas, no tuvo tiempo de adaptarse a los dramáticos cambios, la revolución le llegó tarde. A pesar de su fracaso con Samantha, no se le pasó por la mente la idea de aprovechar las insinuaciones de algunas audaces compañeras de estudios o madres de los niños que cuidaba.
Un sábado de primavera los Reeves fueron invitados a cenar en casa de unos amigos. Ya no era costumbre sentarse a la mesa, la comida esperaba en la cocina y cada comensal se servía en platos de cartón y se acomodaba como mejor pudiera equilibrando un vaso lleno, un plato chorreado de salsa, un pan, una servilleta y a veces hasta un cigarrillo. Se bebía demasiado y se fumaba marihuana. Gregory había tenido un día pesado, se sentía cansado y se preguntaba si no estaría mejor en su casa que ocupado en despedazar un pollo sobre sus rodillas sin echárselo encima. Después de los postres se inició una maniobra colectiva, la gente se quitó la ropa y se metió en una gran bañera de agua caliente instalada en el jardín a la luz de la luna. La moda de los partos acuáticos pasó sin grandes consecuencias, pero a muchas familias les quedó de recuerdo una tina monumental. Los Reeves aun tenían la suya en la sala y servía de corral para Margaret y depósito donde iba a parar lo que recogían del suelo y se destinaba al olvido. Otros más audaces convirtieron los artefactos en centro de atracción, inspirados en la idea de los baños comunitarios del Japón, hasta que la industria nacional puso en el mercado gran des tinajas especiales para tal fin. Gregory no se sintió tentado de salir recién comido a enfriarse al patio, pero le pareció de mal gusto quedarse vestido cuando los demás estaban en cueros, no fueran a pensar que tenía algo de qué avergonzarse. Se quitó la ropa, observando de reojo a Samantha y extrañado de la naturalidad de su mujer para exhibirse. No tenía pudores, se sentía orgulloso de su cuerpo y a menudo circulaba desnudo en su casa, pero esa exposición pública lo puso un poco nervioso, en cambio los otros participantes de la reunión parecían tan a gusto como cualquier aborigen del Amazonas. Las mujeres procuraban mantenerse dentro del agua, pero los hombres aprovechaban cualquier pretexto para lucirse, los más arrogantes ofrecían el espectáculo de su desnudez mientras servían tragos, encendían pitos o cambiaban los discos, algunos incluso se ponían en cuclillas al borde de la bañera a pocos centímetros de la cara de una esposa ajena. Gregory comprendió que no era la primera vez que sus amigos se encontraban en esa situación y se sintió traicionado, como si todos compartieran un secreto del cual había sido excluido a propósito. Sospechó que Samantha había estado antes en fiestas parecidas y no había considerado necesario contárselo. Procuró no mirar a las mujeres, pero los ojos se le iban a los senos perfectos de la madre de la dueña de casa, una matrona de casi sesenta años, en quien no se había fijado hasta que aparecieron flotando en el agua esos atributos inesperados en una persona de su edad. En su inquieto destino Reeves habría de pasearse por tantas geografías femeninas que le sería imposible recordarlas todas, pero nunca olvidaría los senos de esa abuela. Entretanto Samantha, con los párpados cerrados y la cabeza echada hacia atrás, más relajada y contenta de lo que su marido nunca la había visto, canturreaba a sus anchas, con un vaso de vino blanco en una mano y la otra perdida bajo el agua, a su parecer demasiado cerca de las piernas de Timothy Duane. En el camino de regreso a casa él trató de hablar del tema, pero ella se durmió en el automóvil. Al día siguiente, ante una taza de café humeante en la cocina iluminada por el sol, la fiesta nudista parecía un sueño lejano y ninguno de los dos la mencionó. A partir de esa noche Samantha aprovechaba toda oportunidad de experimentar nuevas sensaciones en grupo, en cambio en la privacidad de la cama matrimonial seguía siendo tan fría como antes. ¿Por qué privarse? No hay que restar sino sumar experiencias a la vida, de cada encuentro uno sale enriquecido y tiene, por lo tanto, más para ofrecer a su pareja, el amor alcanza para muchos, el placer es un pozo inagotable del que se puede beber hasta la saciedad. aseguraban los profetas del matrimonio abierto. Gregory sospechaba que había alguna tram pa en esos razonamientos, pero no se atrevía a manifestar sus dudas por temor a parecer un troglodita. Se sentía como un forastero en ese medio, la promiscuidad no acababa de convencerlo y al ver la aceptación entusiasta de todos sus amigos imaginó que le pesaba su pasado del barrio y por eso no lograba adaptarse. No quería admitir cuánto le molestaba que otros hombres manosearan a Samantha con el pretexto de hacerle masajes desintoxicantes, activar sus puntos holísticos o estimular el crecimiento espiritual mediante la comunión de los cuerpos. Ella lo confundía, creía que le ocultaba aspectos de su personalidad y mantenía una existencia secreta, nunca mostraba su verdadero rostro sino una sucesión de máscaras. Le parecía perverso acariciar a otra mujer delante de la suya. pero tampoco deseaba quedarse atrás. Cada semana los sexólogos de moda descubrían nuevas zonas erógenas y por lo visto había que explorarlas todas para no pasar por ignorante; en su mesa de noche se acumulaban manuales esperando turno para ser estudiados. En una oportunidad se atrevió a objetar un método de encuentro con el Yo y despertar de la Conciencia mediante la masturbación colectiva y Samantha lo acusó de ser un bárbaro, un alma incipiente y primitiva. — ¡No sé qué tiene que ver la calidad de mi alma con el hecho perfectamente natural de que no me guste ver los dedos de otros hombres entre tus piernas! — Típico de una cultura subdesarrollada y foránea — anotó ella sorbiendo impasible su jugo de apio. — ¿Cómo? — preguntó desconcertado.
— Eres como esos latinos entre los cuales te criaste. Nunca debiste salir de ese barrio.
Gregory pensó en Pedro e Inmaculada Morales y trató de imaginarlos en pelotas en una bañera de agua caliente con sus vecinos escarbándose mutuamente el Yo y la Conciencia. La sola idea le desinfló la rabia y se echó a reír a carcajadas. El lunes siguiente se lo comentó por teléfono a Carmen y a través de miles de kilómetros de distancia oyó la risa incontrolable de su amiga; ninguno de esos modernismos había llegado al ghetto de Los Ángeles y mucho menos a México, donde ella vivía.
— Locos, todos locos–Opinó Carmen-. Ni muerta me muestro en cueros delante de maridos ajenos. No sabría dónde poner los ojos, Greg. Por otra parte, si algunos hombres me dan manotazos vestida, imagínate cómo sería si me desnudo. — ¡Qué india eres, mujer! Aquí nadie te miraría. — ¿Y entonces para qué lo hacen?
No me sentía cómodo en ninguna parte; el barrio donde crecí pertenecía al pasado y no había logrado plantar raíces en otro lado. De mi familia quedaba poco, mi mujer y mi hija estaban tan distantes de mí como antes lo estuvieron mi madre y Judy. También los amigos me hacían falta. Carmen se encontraba en otro planeta, no contaba mucho con Timothy porque se aburría con Samantha y creo que nos evitaba; hasta el mismo Balcescu, tan parecido a una caricatura que era casi impermeable al cambio, había dado un vuelco para convertirse en la imagen de un santón. Vivía rodeado de acólitas que veneraban el aire que exhalaba, y de tanto mirarse reflejado en el espejo de esos ojos adoradores, el estrafalario rumano acabó tomándose en serio. Junto con perder el sentido del humor, desapareció también su interés por inventar platillos exóticos o cultivar rosas, de modo que no nos quedó mucho en común. Joan y Susan conservaban su encanto y el delicioso olor de hierbas y especias que les impregnaba la piel, pero se habían puesto inaccesibles, vivían dedicadas a sus luchas feministas y a la química culinaria de sus recetas vegetarianas, eran expertas en disfrazar el tofu para que supiera a pastel de riñones. En la Escuela de Leyes no hice nuevas amistades, los estudiantes competíamos en un medio feroz, cada uno absorto en sus proyectos y ambiciones, estudiábamos sin descanso. No me quedaba ánimo para mítines y hasta las inquietudes políticas e intelectuales habían pasado a último plano. Habría sido difícil explicarle a Cyrus que por allí el único problema con la izquierda es que nadie quería ser de derecha. Al regresar a mi casa por la tarde sentía un cansancio vísceral, por el camino imaginaba la posibilidad de tomar un desvío y perderme en el horizonte, como hacía mi padre cuando recorríamos el país sin rumbo ni meta. El caos de la casa me ponía nervioso, y no es que yo sea fanático del orden, ni mucho menos. Supongo que estaba agotado por los estudios y el trabajo, seguramente no me comportaba como un buen marido y por eso Samantha ponía tan poco de su parte. A ratos parecíamos contrincantes más que aliados. En esas circunstancias uno se ciega y no vislumbra salida al callejón donde se encuentra metido, parece que uno estará siempre en la misma moledora de carne, que no hay escapatoria. Cuando tengas tu diploma todo será diferente, me consolaba Carmen a la distancia, pero yo sabía que ésa no era la única causa de mi malestar. Veía fielmente una serie de televisión sobre un astuto abogado quien se jugaba la reputación y a veces la vida por salvar de la cárcel a un inocente o castigar a un culpable. No me perdía capítulo con la esperanza de que el personaje me devolviera el entusiasmo por las leyes y me redimiera del inmenso fastidio que me provocaba esa profesión. Aún no comenzaba a ejercerla y ya estaba desilusionado. El futuro se presentaba muy diferente a la aventura imaginada en mi juventud, el último esfuerzo por terminar la carrera me aburría tanto que empecé a hablar de abandonar los estudios y dedicarme a otra cosa. El aburrimiento es rabia sin entusiasmo, me aseguró Timothy Duane. Según él, yo estaba enojado con el mundo y conmigo mismo y no era para menos, mi destino nunca fue un lecho de rosas. Me aconsejaba desprenderme de complicaciones. empezando por mi matrimonio con Samantha, que le parecía un error evidente. Me negaba a admitirlo, sin embargo llegó un momento en que al menos en ese aspecto tuve que darle razón. Fue en una fiesta como tantas otras a las cuales íbamos en esa época, en una casa como todas, muebles desvencijados, tapices indígenas cubriendo las manchas del sofá, afiches de Ho Chi Min y del Che Guevara junto a los mantras bordados de la India, las mismas parejas de amigos. los hombres sin calcetines y las mujeres sin sostén, la comida fría y pedazos de queso más y más rancios a medida que transcurrían las horas, demasiados tragos, cigarrillos y marihuana de tan mala calidad que el humo espantaba a los mosquitos. También las mismas conversaciones interminables sobre los últimos seminarios del grito primario, donde cada cual aullaba hasta desgañitarse para liberar la agresión, o del regreso al útero, donde los participantes sin ropa se colocaban en posición fetal y se chupaban el dedo. Nunca entendí esas terapias ni me presté para experimentarlas, me reventaba hablar del tema, estaba cansado de oír los múltiples cambios trascendentales en las vidas de cada uno de mis conocidos. Me instalé en la terraza a beber solo. Admito que cada día tomaba más. Había desistido de los licores fuertes porque me alborotaban las alergias y empezaba a ahogarme con las mucosas inflamadas y una terrible opresión en el pecho. Pronto descubrí que el vino me producía los mismos síntomas, pero podía consumir más cantidad antes de sentirme realmente enfermo. Horas antes había tenido una discusión a gritos con Samantha y empezaba a sospechar que nuestro matrimonio rodaba hacia un abismo.