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Ese año vino la moda de los alumbramientos naturales acuáticos, una original combinación de ejercicios respiratorios, bálsamos, meditación oriental y agua común y corriente. Era necesario entrenarse con tiempo para dar a luz dentro de una bañera, sostenida por el padre de la criatura y acompañada por los amigos y quien quisiera participar, para que el recién nacido entrara al mundo sin el trauma de abandonar el ambiente líquido, tibio y silencioso del vientre materno para aterrizar de súbito en el terror de un pabellón de obstetricia, bajo inexorables focos y rodeado de instrumentos quirúrgicos. La idea no era mala, pero en la práctica resultaba algo complicada. Samantha se había negado a tocar el tema del parto, fiel a su teoría de que si algo no lo deseaba jamás ocurriría, pero hacia el séptimo mes no tuvo más remedio que enfrentarse con la realidad, porque dentro de un plazo fijo el bebé iba a nacer y ella tendría una intervención inevitable en el evento. Parir en una bañera de agua tibia, a media luz con un par de comadronas beatíficas, le pareció menos temible que hacerlo sobre una mesa de hospital en manos de un hombre con delantal y la cara embozada para que nadie lo reconociera; sin embargo, no estaba de acuerdo en convertir aquello en una reunión social a pesar de la promesa de las comadronas naturalistas de que no debería ocuparse de nada; el costo del alumbramiento incluía las bebidas, la marihuana, la música y las fotos. — Si nos casamos en privado, no pienso parir en público y tampoco quiero que me retraten con las piernas abiertas, — decidió Samantha, poniendo fin al dilema. Se levantó finalmente de la cama y comenzó a ir con su marido a las clases, donde vio a otras mujeres en su mismo estado y descubrió que la maternidad no es necesariamente una desgracia. Sorprendida, notó que las demás lucían sus barrigas con orgullo y hasta parecían contentas. Eso tuvo un efecto terapéutico; recuperó en parte el respeto por su cuerpo y decidió cuidarse; no renunció a los callos a la madrileña, pero agregó también verduras y frutas a su dieta, y daba largas caminatas y se frotaba la piel con aceite de almendras y loción de salvia y yerbabuena, comprobó ropa para la criatura, y por unas semanas reapareció su antigua personalidad. Los extensos preparativos para el alumbramiento incluyeron la instalación de una enorme tinaja de madera en la sala, que en principio podían alquilar, pero los convencieron de los beneficios de comprarla. Después del alumbramiento podían ocuparla para otros fines, les dijeron, ya que también empezaban a ponerse de moda los baños comunitarios entre amigos, todos desnudos remojándose en agua caliente. El artefacto resultó inútil, porque cinco semanas antes de la fecha prevista Samantha dio a luz una hija a quien llamaron Margaret, como la abuela materna muerta en espuma rosada. Gregory llegó a la casa por la tarde y encontró a su mujer sentada en el charco de sus aguas anmióticas, tan desconcertada que no se le había ocurrido pedir ayuda y ni siquiera recordaba la respiración de foca aprendida en los cursos del parto acuático. La montó en el bus que usaba para su trabajo y disparó al hospital, donde debieron practicar una cesárea para salvar a la recién nacida. Margaret no entró al mundo en una tina de madera arrullada por cánticos sedantes y nubes de incienso, como estaba previsto, se inició en la vida dentro de una incubadora, como un patético pez solitario en un acuario. Dos días más tarde, cuando la madre daba sus primeros pasos tentativos por el pasillo del hospital, el padre se acordó de llamar a las comadronas espirituales, a los parientes y a los amigos para contarles la noticia. Lamentó no tener a su lado a Carmen, la única persona con quien habría deseado compartir los apuros de esos momentos.

Para Samantha Emst el viento del desastre comenzó a soplar el mismo día de su nacimiento, cuando su aristocrática madre la puso en manos de una enfermera y se desentendió de ella para siempre, y se convirtió en un huracán que la lanzó fuera de la realidad al momento de dar a luz a su hija. Mucho más tarde confesaría a su analista con la mayor sinceridad que esa criatura diminuta respirando con dificultad dentro de una caja de vidrio, sólo le inspiraba rechazo. Secretamente agradeció no tener leche para amamantarla y tal vez en lo más profundo de su corazón deseó que desapareciera para no verse obligada a cargarla en brazos. Lo aprendido en los cursos no le sirvió de nada, le resultaba imposible considerar a Margaret una niña más entre las miles nacidas en el planeta el mismo día y a la misma hora, nunca pudo aceptarla. Tampoco se resignó a la idea de que estaba unida a ese gusano por ineludibles responsabilidades. Se miró en el espejo y vio un largo costurón atravesado en su vientre, antes liso y bronceado, ahora un pellejo flojo lleno de estrías, y lloró sin consuelo por la belleza perdida. Su marido intentó acercarse para ayudarla, pero cada vez lo apartó con virulencia demencial. «Ya se acostumbrará, es muy reciente, está desconcertada», — pensaba Gregory-, pero al cabo de tres semanas, cuando dieron de alta a la niña en el hospital y la madre todavía no dejaba de examinarse en el espejo y lamentarse, tuvo que pedir auxilio a su hermana. Tal vez su madre hubiera sido la persona más indicada en aquel trance, pero Samantha no soportaba a su suegra, nunca pudo apreciar ninguna de sus virtudes, la consideraba una viejuca estrafalaria capaz de sacar de sus casillas a una tortuga. También pensó en Olga, que tanto disfrutaba de los alumbramientos y los bebés, pero comprendió que si su mujer no toleraba a Nora, menos podría sufrir a Olga. — Te necesito, Judy, Samantha está deprimida y enferma y yo no sé nada de niños, por favor ven–clamó Gregory en el teléfono. — Pediré permiso en el trabajo el viernes y pasaré el fin de semana con ustedes, no puedo hacer más–replicó ella.

Harta de las parrandas de Jim Morgan, el gigante pelirrojo con quien tuvo dos hijos, Judy se divorció y regresó a vivir con su madre en la misma cabaña de siempre. Nora cuidaba a los dos nietos, uno de los cuales todavía andaba en brazos, mientras Judy mantenía a la familia. Jim Morgan amaba a su mujer y la amaría hasta el fin de sus días, a pesar de que ella se había convertido en una arpía que lo perseguía por la casa a gritos, se apostaba en la puerta de la fábrica a insultarlo delante de sus obreros y recorría los bares buscándolo para armarle escándalo. Cuando lo echó definitivamente de la casa y entabló demanda de divorcio, el hombre sintió que se le terminaba la vida y se abandonó en una borrachera sin memoria de la cual despertó entre rejas. No podía explicar cómo ocurrió la desgracia, ni siquiera recordaba al hombre que mató. Algunos testigos dijeron que fue un accidente y Morgan nunca tuvo intención de liquidarlo, le dio un golpe insignificante y el infeliz se fue para el otro mundo, pero las circunstancias no beneficiaban al acusado. La víctima estaba a todas luces sobrio y era un alfeñique peso pluma que cuando empezó el altercado se encontraba en una esquina con una campanita en la mano pidiendo limosna para el Ejército de Salvación. Desde su celda Jim. Morgan no pudo ayudar con los gastos de los hijos y Judy se alegró de que así fuera, convencida de que mientras menos contacto tuvieran los niños con un padre criminal mejor sería para ellos, pero como no le alcanzaba para mantener la casa sola, volvió con su madre. Gregory fue a buscar a su hermana al aeropuerto y se espantó al ver cuánto había engordado. No pudo disimular la mala impresión y ella lo notó.

— No me digas nada, ya sé lo que estás pensando. — ¡Ponte a dieta, Judy!

— Decirlo es de lo más fácil, la prueba es que lo he hecho tantas veces. Ya he bajado como dos mil libras en total.

La mujer se trepó con dificultad al bus de Gregory y partieron en busca de Margaret al hospital. Les entregaron un pequeño bulto cubierto por un chal. tan liviano que lo abrieron para verificar su contenido. Entre la lana descubrieron una minúscula criatura durmiendo plácida. Judy acercó la cara a su sobrina y empezó a besarla y olisquearla como una perra con su cachorro, transfigurada por una ternura que Gregory no le había visto en décadas, pero no había olvidado. Todo el camino se fue hablándole y acariciándola, mientras su hermano la observaba de reojo, sorprendido al ver que Judy se transformaba, las capas de grasa que la deformaban desaparecieron revelando la radiante belleza oculta en su interior. Al llegar a la casa encontró a los gatos metidos en la cuna y a Samantha parada de cabeza en su cuarto, buscando alivio a la zozobra emocional con acrobacias de fakir. Gregory procedió a sacudir los pelos de los animales para instalar al bebé, mientras Judy, cansada por el viaje y las horas de pie, sacó de un empujón a su cuñada del nirvana y la devolvió a la posición cabeza arriba y a los groseros afanes de la realidad. — Ven que te explico cómo se prepara un biberón y cómo se cambian los pañales–le ordenó.

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