Reeves perdió el deslumbramiento inicial por la universidad en la misma medida en que perdió el acento chicano. Al graduarse concluyó, como tantos otros, que había obtenido más conocimientos en la calle que en las aulas. La educación universitaria intentaba adaptar a los estudiantes a una existencia productiva y dócil, proyecto que se estrellaba contra la creciente rebelión de los jóvenes. Los profesores no se daban por aludidos de ese terremoto; enfrascados en sus pequeñas rivalidades y su burocracia no percibían la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Durante ese tiempo Gregory no tuvo maestros dignos de ser recordados, ninguno como Cyrus que lo obligara a revisar sus ideas y aventurarse en la exploración intelectual a pesar de que muchos eran celebridades científicas o humanistas. Las horas se le iban en investigaciones inútiles, memorizando datos y escribiendo disertaciones que nadie revisaba. Sus románticas ideas sobre la vida de estudiante fueron barridas por una rutina sin sentido. No quería abandonar esa ciudad extravagante, a pesar de que por razones prácticas habría sido preferible vivir en San Francisco. La República Popular de Berkeley se le había metido bajo la piel, le gustaba perderse en esas calles donde pululaban swamis en túnicas de algodón, mujeres con aires de espíritus renacentistas, sabios sin asidero en la tierra, revolucionarios sin revolución, músicos callejeros, predicadores, locos, vendedores de chucherías, artesanos, policías y criminales. El estilo de la India predominaba entre los jóvenes, que deseaban alejarse lo más posible de sus padres burgueses. Se comerciaba de cuánto hay por calles y plazas: drogas, camisetas, discos, libros usados, adornos de pacotilla. El tráfico era un bochinche de autobuses cubiertos de graffiti, bicicletas, antiguos Cadillacs verde limón y rosa sandía y coches decrépitos de una empresa de taxis baratos para la gente normal y gratuitos para la gente especial, como vagabundos y manifestantes de alguna protesta. Para ganarse la vida, Gregory cuidaba niños después de las horas de clases, que recogía en la escuela y entretenía durante unas horas por la tarde, hasta que los padres regresaban a sus hogares. Al comienzo sólo contaba con cinco criaturas, pero pronto aumentó el número y pudo dejar su empleo de mozo en el pabellón de muchachas y de jardinero con Balcescu, compró un pequeño bus y contrató un par de ayudantes. Ganaba más dinero que cualquiera de sus compañeros y vista desde afuera la tarea era simpática, pero en la práctica resultaba agotadora. Los niños eran como de arena, todos iguales a la distancia, escurridizos cuando intentaba ponerles límites y pegajosos cuando quería sacudírselos de encima, pero les tomó cariño y en los fines de semana los echaba de menos. Uno de los chiquillos tenía talento para desaparecer; hacía tantos esfuerzos por pasar desapercibido que por lo mismo sería el único inolvidable en los años venideros. Una tarde se perdió. Antes de partir, Gregory siempre contaba a los chicos, pero en esa ocasión iba atrasado y no lo hizo. Su recorrido habitual lo condujo a la casa del chiquillo y al llegar se dio cuenta aterrado de que no estaba en el bus. Dio vuelta y enfiló como un celaje de regreso al parque, donde llegó cuando ya oscurecía. Corrió llamándolo a todo pulmón, mientras dentro del vehículo los demás lloriqueaban cansados, y por último voló a un teléfono a pedir socorro. Quince minutos más tarde había un destacamento de policías con linternas y perros, varios voluntarios, una ambulancia que esperaba por si acaso, dos periodistas, un fotógrafo y medio centenar de vecinos y curiosos observando detrás de los cordones. — Debe avisar a los padres–decidió el oficial. — ¡Dios mío! ¿Cómo se los voy a decir?
— Vamos, lo acompaño. Estas cosas pasan, a mí me ha tocado ver de todo. Después aparecen los cadáveres, mejor no describirlos, algunos violados… torturados… Nunca faltan pervertidos. Yo los mandaría a todos a la silla eléctrica.
A Reeves le flaquearon las rodillas, sentía náuseas. Al llegar se abrió la puerta y apareció en el umbral el mocoso perdido con la cara embadurnada de mantequilla de maní. Se había aburrido y prefirió irse a la casa a ver televisión, dijo. Su madre aún no había regresado del trabajo y no sospechaba que a su hijo lo daban por desaparecido. Desde ese día Gregory le amarró a su huidizo cliente una cuerda en la cintura, tal como hacía Inmaculada Morales con su madre loca; eso evitó nuevos problemas y desanimó cualquier idea de indepen dencia en los otros niños. Excelente idea, ¿qué importa si después tienen que pagar un psiquiatra para que les quite el complejo de perro faldero?, comentó Carmen cuando se lo contó por teléfono. Joan y Susan se mudaron a una antigua mansión bastante deteriorada, pero aún firme en sus pilares, donde inauguraron un restaurante vegetariano y macrobiótico que con los años sería el mejor de la ciudad. En su lugar se instaló en la casa una colonia de hippies que comenzó a crecer y multiplicarse a un ritmo veloz. Primero fueron dos parejas con sus niños, pero pronto la tribu aumentó, las puertas permanecían abiertas para quienes desearan llegar a ese oasis de drogas, modestas artesanías, yoga, música oriental, amor libre y olla común. Timothy Duane no soportó el revoltijo, la confusión y la mugre y alquiló un departamento en San Francisco, donde estudiaba medicina. Ofreció compartirlo, pero Reeves no se decidía a dejar el ático, a pesar de que también estudiaba en la ciudad y estaba harto con los hippies. Le molestaba encontrar extraños en su pieza, detestaba la música monótona de tamboriles, pitos y flautas, y montaba en cólera cuando desaparecían sus objetos personales. Paz y amor, hermano, le sonreían con, mansedumbre los llamados Hijos de las Flores cuando bajaba convertido en una fiera a reclamar sus camisas. Casi siempre regresaba con la cola entre las piernas al último rincón privado de su cuarto, sin el botín y sintiéndose como un podrido capitalista. Berkeley se había convertido en un centro de drogas y de rebelión, cada día aparecían nuevos nómades en busca del paraíso, llegaban en motos ruidosas, cacharros desvencijados y bu–ses adaptados como viviendas provisorias, acampaban en los parques públicos, copulaban dulcemente en las calles, se alimentaban de aire, música y yerba. El olor de la marihuana anulaba los demás aromas. Eran dos las revoluciones en marcha, una de los hippies que intentaban cambiar las leyes del universo con oraciones en sánscrito, flores y besos, y otra de los iconoclastas que pretendían cambiar las leyes del país con protestas, gritos y piedras. La segunda se avenía más al carácter de Gregory, pero no le quedaba tiempo para esas actividades y se le agotó el entusiasmo por las revueltas callejeras cuando comprendió que se habían convertido en un modo de vida, una especie de sufrido pasatiempo. Dejó de sentirse culpable cuando se quedaba estudiando en vez de provocar a la policía; consideraba más útil su silencioso trabajo casa por casa entre los negros del Sur durante los veranos. Cuando no había manifestaciones en apoyo a los derechos civiles, las había contra la guerra de Vietnam, rara vez pasaba un día sin algún altercado público. La policía usaba tácticas y equipos de combate para mantener un simulacro de orden. Se orga nizó una contraofensiva destinada a preservar los valores de los Padres de la Patria entre aquellos horrorizados con la promiscuidad, la revoltura y el desprecio por la propiedad privada. Se elevó un coro de voces en defensa del sagrado American Way Of Life. ¡Están demoliendo los fundamentos de la civilización cristiana occidental. ¡Este país acabará convertido en una Sodoma comunista y psicodélica, es lo que quieren estos desgraciados! ¡Los negros y los hippies mandarán el sistema al carajo!, parodiaba Timothy Duane a su padre y a otros señorones del Club. No eran los únicos en colocar a todos los disidentes en el mismo paquete; en esa simplificación solía caer también la prensa, a pesar de que bastaba una mirada superficial para ver las enormes diferencias. Los derechos civiles se fortalecían en la misma medida en que los hippies se desintegraban. La revolución contra el racismo avanzaba rotunda e inevitable, pero la de las flores era un sueño. Los hippies, embarcados en un viaje prodigioso con callampas alucinógenas, yerba, sexo y rock, poca cuenta se daban de sus propias debilidades y de la fuerza de sus enemigos, creían que la humanidad había entrado en una etapa superior y nada volvería a ser como antes. — No debemos subestimar la estupidez humana, unos cuantos chiflados se dan besos y se tatúan el pecho con palomas, pero te aseguro que de ellos no quedará ni rastro, se los devorará la historia, — aseguraba Duane. En las prolongadas conversaciones nocturnas de los dos amigos, él ponía siempre la nota escéptica, convencido de que la mediocridad derrotaría finalmente a los grandes ideales y por lo tanto no valía la pena entusiasmarse con la Era de Acuario ni con ninguna otra. Sostenía que era una pérdida de tiempo perder los veranos inscribiendo negros en los registros electorales, porque no se darían la molestia de votar o lo harían por los republicanos, sin embargo cada vez que se trataba de juntar fondos para las campañas de los derechos civiles, se las arreglaba para sacar un cheque de tres ceros a su madre. Defendía el feminismo como un magnífico invento porque lo liberaba de pagar la parte de la dama en una cita y de paso podía llevarla gratis a la cama, pero en la vida real no aprovechaba esas ventajas. Tenía una actitud cínica que chocaba y divertía a Gregory.