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— No me interesa entrar a la iglesia vestida de blanco, Greg. Yo soy diferente.

— Dilo de una vez, ya te acostaste con él…

— No. todavía no–y después de una pausa llena de suspiros-. ¿Qué se siente? Cuéntame qué se siente…

— Como un corrientazo de electricidad, nada más. La verdad es que el sexo está sobrevalorizado, muchas ilusiones y al final siempre se queda uno medio frustrado.

— Mentiroso. Si fuera así no andarías jadeando detrás de todas las mujeres.

— Justamente ahí está la trampa, Carmen. Uno siempre cree que con otra será mejor.

Gregory se fue en septiembre y en enero del año siguiente Tom Clayton partió a Washington con la intención de incorporarse al equipo de prensa del presidente más carismático del siglo, cuya política de ideas ampulosas le fascinaba. Deseaba palpar el poder y participar en los sobresaltos de la historia, sentía que en el oeste no había futuro para un periodista ambicioso, estaba demasiado lejos del corazón del imperio, como le dijo a Carmen. La dejó en lágrimas, porque para entonces estaba enamorada por primera vez; comparados con el sentimiento que ahora la sacudía, todos los demás habían sido amoríos insignificantes. Por teléfono y en breves notas salpicadas de horrores gramaticales, contó a Gregory día a día los pormenores de su romántico suplicio, reprochándole no sólo que la hubiera dejado sola en semejante momento, sino que le hubiera mentido respecto al corrientazo eléctrico, porque de haber sabido cómo era el asunto en realidad, no se habría demorado tanto en incorporarlo a su vida. — Lástima que estés tan lejos, Greg. No tengo con quién desahogarme.

— Aquí la gente es más moderna, todos se acuestan con todos y después lo comentan.

— Si se enteran mis padres me matan.

Los Morales lo supieron tres meses más tarde, cuando llegó la policía a interrogarlos. Tom Clayton no contestó las cartas de Carmen ni dio señales de vida hasta que varias semanas más tarde ella logró atraparlo por teléfono a una hora intempestiva de la madrugada, para anunciarle, con la voz quebrada de terror, que estaba embarazada. El hombre fue amable, pero terminante: ése no era su problema, intentaba dedicarse al periodismo político y debía pensar en su carrera; no era cosa de regresar en ese momento y por otra parte nunca había mencionado la palabra matrimonio, era partidario de las relaciones espontáneas y suponía que ella compartía sus ideas ¿no lo habían discutido así muchas veces? En todo caso no intentaba perjudicarla, asumía su responsabilidad y al día siguiente pondría un cheque en el correo para resolver de la manera habitual ese pequeño in conveniente. Carmen abandonó la central de teléfonos y caminó como una sonámbula hasta una cafetería, donde se desmoronó en una silla, totalmente descompuesta. Allí estuvo con la vista clavada en su taza hasta que le anunciaron la hora de cerrar el local. Más tarde, tendida sobre su cama con un dolor sordo en las sienes, decidió que lo más importante era guardar el secreto o arruinaría su vida irremisiblemente. En los días siguientes estuvo varias veces a punto de marcar el número de Gregory, pero tampoco a él deseaba confiarle su desgracia. Ésa era su hora de la verdad y quiso enfrentarla sola; una cosa era desafiar al mundo con vagas fanfarronerías feministas y otra muy distinta ser madre soltera en ese medio. Sacó las cuentas de que su familia no volvería a dirigirle la palabra, la expulsarían de la casa, de su clan y hasta del barrio, sus padres y hermanos morirían de bochorno, le tocaría hacerse cargo sin ayuda de una criatura, mantenerla y criarla, trabajar en cualquier oficio para sobrevivir, las mujeres la repudiarían y los hombres la tratarían como a una prostituta. Pensó que el niño cargaría también con el peso insoportable del anatema. No tenía valor para tan larga batalla, pero tampoco lo tenía para tomar una resolución. En esa incertidumbre se debatió un tiempo interminable, disimulando las náuseas que la agobiaban por las mañanas y la somnolencia que la volteaba en las tardes, eludiendo a su familia y comunicándose el mínimo con Gregory, hasta que un día no pudo abotonarse la falda y comprendió la urgencia de actuar pronto. Llamó otra vez a Tom Clayton, pero le indicaron que estaba de viaje y no sabían cuándo regresaría. Entonces se fue a la Iglesia de Lourdes, rogando que el párroco vasco no apareciera, se arrodilló ante el altar, como tantas veces había hecho en su vida, y por primera vez se dirigió a la Virgen para hablarle de mujer a mujer. Desde hacía años cultivaba calladas dudas sobre la religión, la misa del domingo se había convertido sólo en un rito social para ella, pero en ese instante de temor tuvo necesidad de reencontrarse con los consuelos de su fe. La estatua de la Madona con sus ropajes de seda y su aureola de perlas no le ofreció ayuda, el rostro de yeso miraba el vacío con sus ojos de vidrio pintado. Carmen le explicó sus razones para cometer el pecado que estaba planeando, le pidió benevolencia y bendición y de allí se fue directamente a la casa de Olga.

— No debiste esperar tanto–dijo la maga después de palparla con sus manos expertas-. En las primeras semanas no hay problema, pero ahora…

— Ah oriaj yaarntoesgafloen es que hacerlo.

— No importa. Por favor, ayúdame… — y se echó a llorar desesperada en los brazos de la adivina.

Olga había visto crecer a Carmen, los Morales eran como su, propia familia, y había vivido en ese barrio lo suficiente para saber lo que esperaba a la muchacha apenas empezara a notársele la barriga. La citó para la noche siguiente, preparó sus instrumentos y sus hierbas medicinales y le sacó brillo a su Buda, porque en esta ocasión las dos iban a necesitar de mucha suerte. Carmen anunció en su casa que se iría con una amiga a la playa por un par de días y se trasladó donde Olga. Nada quedaba del alegre desenfado de la joven, el miedo al dolor inmediato anulaba los demás temores, no podía pensar en los riesgos ni en las consecuencias posibles, lo único que deseaba era dormir profundamente y despertar libre de esa pesadilla. Pero a pesar de las pócimas de Olga y la media botella de whisky que se bebió al seco no perdió el sentido del presente y ningún sueño piadoso la ayudó en ese trance; tuvo que soportarlo atada por las muñecas y los tobillos a la mesa de la cocina, con un trapo metido en la boca para que sus quejidos no se oyeran en la calle, hasta que no pudo más y le hizo señas que prefería cualquier cosa antes que ese martirio, pero la curandera le contestó que ya era tarde para arrepentirse, debían llegar hasta el final de aquella tarea brutal. Después Carmen se quedó acurrucada como una criatura, con una bolsa de hielo en el vientre, llorando a mares, hasta que el cansancio la venció; le hicieron efecto los calmantes y el alcohol y pudo dormir. Treinta horas después, cuando aún no despertaba y parecía perdida en delirios de otro mundo, mientras un hilo de sangre, tenue pero constante manchaba las sábanas, Olga supo que por una vez le había fallado su estrella de la buena fortuna. Intentó bajarle la fiebre y detener la hemorragia con todos los recursos de su ingenioso repertorio, pero la chica empeoraba por momentos, era evidente que se le estaba escapando la vida. Olga se vio atrapada, podía morir bajo su techo y en ese caso ella estaba perdida: por otra parte no podía ponerla en la calle ni avisar a su familia. Mientras le sostenía la cabeza para obligarla a beber agua, le pareció que murmuraba el nombre de Gregory y enseguida comprendió que era el único a quien podía pedir ayuda. Cuando lo llamó, él dormía. Ven ahora mismo, le dijo, y por el tono de su voz Gregory adivinó la urgencia del mensaje y no hizo preguntas, tomó el primer avión de la mañana y pocas horas después tenía a su amiga en los brazos y la llevaba en un taxi al hospital más cercano, maldiciendo porque en esas horribles semanas no había confiado en él, por qué me excluiste, yo debí acompañarte, te lo dije, Carmen, Tom Clayton es un desalmado hijo de puta, pero no todos son iguales, no todos se acuestan y se van, como dice tu padre, te juro que hay mejores que Clayton, por qué no me dejaste ayudarte antes, tal vez el bebé habría vivido, no debiste hacer esto sola, para qué somos amigos, para qué somos hermanos si no es para ayudarnos, qué chingada vida, Carmen, no te vayas a morir, por favor no te mueras.

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