Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

— Si te escapas de ser bandido o policía, serás actor de cine y las mujeres te adorarán–le prometía Olga para consolarlo cuando lo veía sufrir en el cilicio de su propia piel.

Fue ella quien lo rescató finalmente de los incandescentes suplicios de la castidad. Desde que Martínez lo acorraló en el cuarto de las escobas en la escuela primaria, lo asediaban dudas inconfesables respecto a su virilidad. No había vuelto a explorar a Ernestina Pereda ni a ninguna otra chica con el pretexto de jugar al médico y sus conocimientos sobre ese lado misterioso de la existencia eran vagos y contradictorios. Las migajas de información obtenidas a hurtadillas en la biblioteca sólo contribuían a desconcertarlo más, porque se estrellaban contra la experiencia de la calle, las chiligotas de los hermanos Morales y otros amigos, las prédicas del Padre, las revelaciones del cine y los sobresaltos de sus fantasías. Se encerró en la soledad, negando con terca determinación las perturbaciones de su corazón y el desasosiego de su cuerpo, tratando de imitar a los castos caballeros de la Tabla Redonda o a los héroes del Lejano Oeste, pero a cada instante el ímpetu de su naturaleza lo traicionaba. Ese dolor sordo y esa confusión sin nombre lo doblegaron por un tiempo eterno, hasta que ya no pudo seguir soportando aquel martirio y si Olga no acude en su socorro habría terminado medio loco. La mujer lo vio nacer, había estado presente en todos los momentos importantes de su infancia, lo conocía como a un hijo, nada referente al muchacho escapaba a sus ojos y lo que no deducía por simple sentido común, lo adivinaba mediante su talento de nigromante, que en buenas cuentas consistía en el conocimiento del alma ajena, buen ojo para observar y el estado de desfachatez para improvisar consejos y profecías. En todo caso, no se requerían dotes de clarividencia para ver de desamparo de Gregory. En aquella época Olga estaba en la cuarentena de su vida, las redondeces de la juventud se habían convertido en grasa y los trastrueques de su vocación gitana le habían marchitado la piel, pero mantenía su gracia y su estilo, el follaje de crines rojizos, el rumor de sus faldas y la risa vehemente. Todavía vivía en el mismo lugar, pero ya no ocupaba sólo una habitación, había comprado la propiedad para convertirla en su templo particular, donde disponía de un cuarto para las medicinas, el agua magnetizada y toda clase de hierbas, otro para masajes terapéuticos y abortos y una sala de buen tamaño para sesiones de espiritismo, magia y adivinación. A Gregory lo recibía siempre en la pieza encima del garaje. Ese día lo encontró demacrado y volvió a conmoverla esa ruda compasión que en los últimos tiempos era su sentimiento primordial hacia él.

— ¿De quién estás enamorado ahora? — se rió.

— Quiero irme de este lugar de mierda–masculló Gregory con la cabeza entre las manos, derrotado por ese enemigo en el bajo vientre.

— ¿Adónde piensas irte?

— A cualquier parte; al carajo; no me importa.

— Aquí no pasa nada, no se puede respirar, siento que me estoy ahogando.

— No es el barrio, eres tú. Te estás ahogando en tu propio pellejo. La adivina sacó del armario una botella de whisky, le escanció un buen chorro en el vaso y otro para ella, esperó que lo bebiera y le sirvió más. El muchacho no estaba acostumbrado al licor fuerte, hacía calor, las ventanas estaban cerradas y el aroma de incienso, hierbas medicinales y patchulí espesaba el aire. Aspiró el olor de Olga con un estremecimiento. En un instante de inspiración caritativa, la mujerona se le aproximó por detrás y lo envolvió en sus brazos, sus senos ya tristes se aplastaron contra su espalda, sus dedos cubiertos de baratijas desabotonaron a ciegas su camisa, mientras él se convertía en piedra, paralizado por la sorpresa y el miedo, pero entonces ella comenzó a besarlo en el cuello, a meterle la lengua en las orejas, a susurrarle palabras en ruso, a explorarlo con sus manos expertas, a tocarlo allí donde nadie lo había tocado nunca, hasta que él se abandonó con un sollozo, precipitándose por un acantilado sin fondo, sacudido de pavor y de anticipada dicha, y sin saber lo que hacía ni por qué lo hacía se volvió hacia ella, desesperado, rompiéndole la ropa en la urgencia, asaltándola como un animal en celo, rodando con ella por el suelo, pateando para quitarse los pantalones, abriéndose camino entre las enaguas, penetrándola en un impulso de desolación y desplomándose enseguida con un grito, a tiempo que se vaciaba a borbotones, como si una arteria se le hubiera reventado en las entrañas. Olga lo dejó descansar un rato sobre su pecho, rascándole la espalda, como muchas veces lo había hecho cuando era niño, y apenas calculó que le empezaban los remordimientos se levantó y fue a cerrar las cortinas. Enseguida procedió a quitarse reposadamente la blusa rota y la falda arrugada.

— Ahora te enseñaré lo que nos gusta a ¡as mujeres–le dijo con una sonrisa nueva-. Lo primero es no apurarse, hijo…

— Necesito saber algo Olga, júrame que me vas a decir la verdad.

— ¿Qué quieres saber?

— Mi padre y tú… quiero decir, ustedes…

— Eso no te incumbe, no tiene nada que ver contigo.

— Tengo que saberlo… ustedes eran amantes ¿verdad?

— No, Gregory. Te lo diré una sola vez: no, no éramos amantes. No me vuelvas a tocar el tema, porque si lo haces no te veré nunca más, ¿me has entendido?

Gregory tenía tanta necesidad de creerle que no hizo más preguntas. A partir de esa tarde el mundo cambió de color para él, visitaba a Olga casi todos los días y, como un alumno esforzado, aprendió lo que ella tuvo a bien revelarle, hurgó en sus escondrijos, se atrevió a decir en murmullos todas las obscenidades posibles y descubrió maravillado que no estaba completamente solo en el universo y que ya no tenía ningunas ganas de morirse. Tal como se le esponjó el alma, se le desarrolló el cuerpo y en pocas semanas dejó de parecer un chiquillo y se fijó en su rostro una expresión de hombre contento. Cuando Olga se dio cuenta que de puro agradecido se estaba enamorando, lo zarandeó furiosa y lo obligó a mirarla desnuda y hacer un inventario meticuloso de su gordura, sus canas y arrugas, su fatiga de tantos años de andar a palos con el destino, y lo amenazó solemnemente con echarlo de su lado si persistía en ideas torcidas. Le hizo ver con claridad los límites de su relación y agregó que se diera con una piedra en el pecho, porque tenía una suerte brutal, no encontraría otra mujer que le ofreciera sexo gratis y seguro, le planchara las camisas, le metiera plata en los bolsillos y no le exigiera nada a cambio, que todavía era un mocoso y cuando dejara de serlo ella estaría convertida en una anciana, que se concentrara en estudiar, a ver si lograba salir del hoyo donde había crecido y convertirse en alguien, que vivía en la tierra de las oportunidades y si no las aprovechaba era un imbécil sin remedio.

Sus notas mejoraron, hizo nuevos amigos, empezó a colaborar en el periódico de la escuela y pronto se encontró escribiendo artículos encendidos y encabezando mítines de alumnos por diversas causas, algunas burocráticas, como el horario de deportes, y otras de principios, como la discriminación contra negros y latinos. Lo heredaste de tu padre, suspiraba Nora algo preocupada, porque no quería verlo convertido en predicador. Apaciguado por Olga pudo tomar el gusto a la lectura, aprovechaba todo momento libre para ir a la biblioteca municipal, donde hizo amistad con Cyrus, un viejo ascensorista. El hombre movía los controles con una mano y con la otra sostenía un libro, tan absorto que el ascensor funcionaba a su antojo, como una máquina desquiciada. Sólo levantaba los ojos cuando llegaba Gregory, entonces por unos segundos se iluminaba su anémica cara de profeta y una sonrisa leve cambiaba el rictus huraño de su boca, pero dominaba el gesto de inmediato y lo saludaba con un gruñido para dejar muy en claro que sólo los unía una cierta afinidad intelectual. El muchacho aparecía por lo general a media tarde, después de la escuela, y se quedaba sólo una media hora, porque debía trabajar. El anciano lo aguardaba desde temprano y a medida que se acercaba la hora se sorprendía mirando el reloj, siempre en guardia para dominar afectos innecesarios, pero si fallaba era como si no hubiera salido el sol.

20
{"b":"267963","o":1}