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—Por eso lo mejor sería que nunca nadie contase nada, es eso, ¿no, Peter? —le dije citándolo. Era lo que me había dicho justo antes del almuerzo, aquel domingo de aquel ya antiguo fin de semana, mientras la señora Berry nos hacía señas desde la ventana.

No lo recordaba o no se dio cuenta de que lo citaba, o bien hizo caso omiso. Se acarició la cicatriz que tenía en el lado izquierdo de la barbilla, larga y hundida, nunca le había visto aquel gesto, nunca se la tocaba ni la mencionaba, y por tanto tampoco yo le había preguntado por ella. Si para él no existía, había que respetárselo. Yo asumía que era de guerra.

—Oh no, aprendí a mentir yo también, más adelante. Tampoco contar la verdad es mejor, no te creas. Las consecuencias son a veces idénticas. —Pero no se demoró en aquella observación, sino que siguió relatando de manera algo esquemática, como si se hubiera trazado un plan narrativo para aquel día, es decir, para el siguiente día en que yo fuera a verlo—. Estuvimos brevemente en Madrid, en Valencia y en Barcelona, y luego regresé a Inglaterra. Mi segunda visita fue un año más tarde, en el verano del 38. Esta vez mi guía allí, o más bien mi impulsor, fue Alan Hillgarth, el jefe de nuestra Inteligencia Naval en España. Aunque él estaba casi siempre en Mallorca (donde nació su hijo Jocelyn, el historiador, lo conoces, ¿no?), me encomendó la tarea de vigilar y controlar los movimientos de los barcos de guerra franquistas en los puertos del Golfo de Vizcaya, ya que se suponía que había adquirido algún conocimiento de la zona. La mayoría, claro está, eran barcos alemanes e italianos, que desde el 36 habían hostigado y atacado a la flota mercante británica tanto en el Cantábrico como en el Mediterráneo, así que el Almirantazgo estaba interesado en contar con la mayor información posible sobre sus características y paraderos. Viajé en calidad de investigador de la Universidad, con el pretexto de bucear y revolver en los viejos y desorganizados archivos españoles, y ya lo creo que lo hice, de esa época datan algunos de mis hallazgos como hispanista y lusitanista: en Portugal, adonde me deportaron, empecé a preparar mi tesis sobre las fuentes de Fernao Lopes, el cronista del siglo XIV, ya sabes. —La verdad era que no tenía ni idea—. Pero bueno, eso es aparte. En las islas Cíes, cuando estaba tomando fotografías del crucero Canarias, uno de los pocos barcos de la Armada española que al inicio de las hostilidades se habían pasado al bando faccioso, como se lo llamaba, la Guardia Civil me detuvo. Me registraron, claro, y me encontraron material comprometedor, fotográfico sobre todo. Lo normal era que me ejecutaran, ya puedes imaginarte. Estábamos en plena Guerra. —Wheeler hizo una pausa. Aunque contaba de aquel modo algo mecánico, casi como si no le hubieran ocurrido a él los hechos, sabía cuándo convenía prolongar mínimamente la incertidumbre.

—¿Y cómo salió usted de eso? —le pregunté para complacerlo.

—Tuve suerte. Como tu padre. Como cualquier superviviente de cualquier guerra. Me condujeron en una lancha hasta el Hotel Adámico, en el puerto de Vigo, y allí me interrogaron dos oficiales de las SS. —'Siempre los hoteles convertidos en comisarías o cárceles', pensé, 'como aquel de Alcalá de Henares en el que torturaron a Nin, y quizá lo desollaron vivo'—. En 1935 yo había pasado parte del verano en Baviera, en un campamento de las Juventudes Hitlerianas, por razones... digamos biográficas que no vienen al caso. Al enterarse de ello, y comprobar que era verdad y que sabía de lo que hablaba, me invitaron a cenar con ellos. Eso me salvó la vida. Se hicieron consultas al Gobierno de Burgos, y, según tengo entendido, fue Franco en persona quien dio la orden de que se me perdonara la vida y solamente se me expulsara. Tras algunas triquiñuelas para obtener los permisos de salida, me llevaron al puente internacional de Tuy para cruzar a Portugal. Ese fue el trayecto más lento, quiero decir el más largo de mi vida, a pie con mi maleta llena de libros. Dos ametralladoras alemanas me apuntaban por la espalda para que no me desviara del camino, y enfrente tenía guardias portugueses armados. Y el río Miño a mis pies. Me pareció tan ancho, quizá lo era. Así que ya ves, pese a lo nefasto que fue para la historia de tu país y de tantísima gente, para la mía personal Franco resultó decisivo. Una paradoja, ¿no? Una paradoja un poco fea para mí, lo reconozco. Poco halagüeño en un sentido, deberle la vida a la clemencia de quien no la tuvo con casi nadie. Como hombre provinciano e ignorante que era, supongo que le impresionaban los extranjeros cultos. —Rió brevemente su propia y pequeña malicia, yo también se la reí por cortesía. Luego añadió—: Pasépor vuestra Guerra, no más, como te dije: aún utilizo con precisión las palabras. Ninguna de mis dos estancias duró mucho tiempo, y ninguno de mis nombres tendría por qué figurar en el índice onomástico de los libros sobre la contienda. No son cosas demasiado dignas de contarse, las que hice allí, y aun así su relato resulta ridículo ahora. También lo resultaría el de mis actividades posteriores, ya durante nuestra Guerra, aunque algunas fueran más vistosas o más dañinas y de mayor importancia objetiva. Tenía razón Toby en lo que te dijo hace años: los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, se asemejan irremisiblemente a la mentira, a la presunción, a la fábula. Creo habértelo ya dicho: a mí mismo me parecen ficticios, o casi fantasiosos, episodios que yo he vivido. Me cuesta creer, por ejemplo, mi función de custodio, acompañante, escolta y hasta espada de Damocles de los Duques de Windsor en el verano de 1940. Ese fue uno de mis primeros 'encargos especiales', según el término del Who's Wbo, ¿recuerdas? Hoy lo veo como un sueño. Y que fuera en el extranjero contribuye sin duda a ello.

Lo recordaba perfectamente, como cada palabra de las que allí había leído a instancias suyas. Y también entendía su sensación: 'But that was in another country...'.

—¿Los Duques de Windsor? —le pregunté—. ¿Se refiere al ex-Rey Eduardo VIII y a su mujer divorciada por la que abdicó, aquella americana fea, Wallis Simpson? —Como casi todo el mundo, había leído sobre la pareja supuestamente apasionada y visto fotos de ambos en revistas y libros. Ella, si no recordaba mal, tenía una figura enjuta, un peinado como el del ama de llaves de Rebecade Hitchcock y unos labios muy finos de tipo sangriento. Un estilo de mujer opuesto, cómo decir, al de Jayne Mansfield—. ¿Espada de Damocles? ¿Cómo espada?

—No era tan fea —me contestó Wheeler—. O bueno, sí, pero tenía algo inquietante en persona. —Dudó un instante—. Supongo que esto puedo contártelo, al fin y al cabo fue una misión inocua, —La palabra que empleó en inglés fue 'harmless', literalmente 'sin perjuicio' o 'sin daño'—. Aunque suene también como embuste. Me encargaron que los escoltara desde Madrid hasta Lisboa, y que allí me asegurara de que embarcaban como estaba dispuesto rumbo a las Bahamas. Quizá recuerdes que él pasó allí la Guerra, como Gobernador de esas islas, fue una manera de tenerlo lejos del conflicto, lo más posible con decoro. Ambos habían atravesado una etapa embarazosa, digamos germanófila, de hecho habían visitado a Hitler de incógnito, se rumoreaba, antes del 39, claro. El rumor carecía de fundamento, pero en todo caso se temía como a la peste que pudieran caer en manos nazis. Que los secuestrara la Gestapo y se los llevara a Alemania, desde luego, pero también que ellos desertaran. Que se pasaran, vaya. Churchill era muy desconfiado, y no descartaba que, si un día nos invadían como al resto de Europa, los alemanes repusieran en el trono al antiguo Eduardo VIII como monarca títere. Así que a mí y a un oficial naval de la NID (poca escolta en realidad, cuando lo pienso: hoy sería inimaginable) —conocía aquellas siglas: Naval Intelligence División— nos entregaron sendas pistolas y nos insinuaron que hiciéramos uso de ellas al menor riesgo de ir a perder a los Duques de mala manera, fuera por su voluntad o sin ella.

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