—Oiga, si lo que quiere es pasta, se habla y se llega a un acuerdo. No hace falta que subamos ni que me clave el cañón todo el rato. Ni que me exagere el tono.
Ahora ya no sonó tan altivo, pero tampoco amedrentado. Me daba el 'usted', pero aquí no era una forma de respeto, sino de mantener las distancias. Yo lo tuteaba, él a mí no, era una tentativa de manifestar superioridad en medio de su inferioridad evidente, yo tenía la pistola, yo tenía el reloj, como la Muerte del cuadro. No tiraba de él, como el semiesqueleto del Caballero que agarraba del brazo a la anciana, pero estaba a su espalda y lo empujaba, venía a ser lo mismo, yo era el dueño del tiempo y lo encaminaba hacia arriba, él trataba de detener la arena hablando, o el agua, es así como tantos han intentado el aplazamiento y salvarse, en vez de estarse callados. La altivez no lo había abandonado del todo, así me lo indicaba su última frase antes de que lo interrumpiera, 'Ni que me exagere el tono'. Era como si me hubiera dicho 'A mí no me levante usted el tono', sólo que eso no habría cabido, porque le hablaba en susurros.
Entonces saqué el arma del bolsillo un momento y le di un fuerte golpe en el costado derecho con el cañón de la Llama, el gesto fue como de bofetada, sólo que contra las costillas y con la pistola, no en la cara ni con la mano, hizo mucho menos ruido, y además la gabardina encima. Se tambaleó un poco pero no cayó. Tampoco soltó el sombrero pero sí las llaves.
—Que te calles, cómo tengo que decírtelo. Recoge las llaves y andando. —También fue un susurro calmado, que asusta más que un grito, eso creía. Me sorprendió que no me costara propinarle ese golpe, y que no me diera aprensión hacerlo con el arma cargada, quien no está acostumbrado a usar una siempre teme que se le dispare, por mucha precaución que esté tomando. Prevaleció en mí la idea de que tenía que meterle miedo, supongo, o me molestó su última frase, o la palabra 'gilipollez' de antes, o me acordé del ojo de Luisa con sus mil lentos colores, atraía hacia mí aquella imagen cada poco rato, me convenía, me cargaba de razón y de furia fría, me fortalecía. No estaba de más que Custardoy probara el daño, algo de daño, ahora se llevó la mano al costado instintivamente y se lo frotó, pero yo le dije en seguida—: Las manos en el sombrero. —Y a quién no le complace dar órdenes que por fuerza van a ser obedecidas, también me di cuenta de eso. A una parte de mi conciencia no le gustó que me gustara, pero no estaba para hacerle caso entonces, el resto estaba ya muy ocupada, tenía algo de lo que ocuparme, no era posible dejarlo a medias, ya había empezado.
Echamos a andar, un escalón tras otro a buen paso, yo pegado a él y agarrándole de la coleta en los giros para que no pudiera aprovechar el segundo en que dejara de encañonarlo de frente, subir el tramo corriendo y encerrarse en su casa si lograba ser muy veloz con la llave (no lo conseguiría en ningún caso, pero prefería que ni lo intentase), debía de sentir como una humillación que le tocara el pelo, me abstuve de darle tirones, bien podía haberlo hecho. Tuvimos suerte, quiero decir que yo la tuve y él no, porque subimos hasta el tercer piso sin cruzarnos con nadie, era uno de los que tenían balcones.
—Aquí estamos —dijo ante su puerta—. Ahora qué.
—Ahora abre. —Así lo hizo, dos llaves, una larga del cerrojo y otra corta de la cerradura—. Vamos al salón, tú guías. Pero ni un solo movimiento raro. La espina dorsal, acuérdate. —Yo seguía notando mi cañón contra su hueso, bien centrado, al entrar se lo había elevado hasta el atlas, el arma fuera ya del bolsillo en cuanto cerré la puerta a mi espalda.
Recorrimos un breve pasillo y desembocamos en un salón o estudio muy amplio con buena luz pese al cielo nublado ('Aquí ha estado Luisa', pensé al instante, le será familiar este espacio'). En seguida vi cuadros en el suelo, vueltos contra las paredes, apiñados unos tras otros, formando filas, como si dijéramos, de tres o cuatro, puede que algunos estuvieran sin pintar todavía, en blanco. O le encargaban muchos retratos o hacía numerosas copias hasta alcanzar la definitiva; porque solicitado estaba y vender vendía, en aquel salón había buenos muebles y bienestar y hasta lujo, en medio de cierto desorden, me dio envidia una chimenea. Vi en los muros algunas pinturas colgadas, estas sí de cara, seguramente no eran suyas, aunque quién sabía, si era tan excelente copista, al primer golpe de vista me pareció distinguir un pequeño Meissonier de caballero fumando en pipa y un retrato más grande de Mané Katz o de alguien por el estilo, algún ruso o ucraniano pasado por París (si eran originales no eran nada baratas, pero no tan caras como las de casa de Tupra). Vi un caballete, el lienzo que sostenía también estaba de espaldas, tal vez Custardoy quitaba de su vista siempre aquello en lo que trabajara, en cuanto paraba de trabajar en ello, para no tener que seguirlo viendo durante sus descansos, quizá fuera el retrato de la Condesa y sus hijos, en el que ya había empezado. Podía mirarlo si quería, era el dueño del tiempo y de todo. Pero no lo hice, estaba ocupado.
Ya era hora de que se volviese, y por lo tanto de que me viera el rostro. No sabía si me reconocería de algo, del Prado o de nuestro recorrido o de las posibles fotos que Luisa le hubiera mostrado, la gente es muy dada a enseñar viejas fotos, como si quisiera que se la conociera antes del tiempo en que se la ha conocido, sucede sobre todo entre los amantes, 'Así era yo', parecen decirse el uno al otro, '¿también entonces me habrías querido? Y si así es, ¿por qué no estabas?'. Antes de permitirle volverse y ordenarle que se sentara tuve un momento de desconcierto: 'Qué hago yo aquí con una pistola en la mano', pensé o me dije, y me respondí en seguida: 'No, en absoluto debo extrañarme. Esto tiene razón de ser y hasta necesidad puede que tenga: voy a salvar a Luisa de la zozobra y de la amenaza y de su mala vida futura, voy a hacer que respire tranquila y que pueda dormir por las noches sin miedo, voy a impedir que mis hijos padezcan y que a ella le hagan daño y heridas, o aún más daño o que le den la muerte'; y justamente al responderme eso me vino a la memoria otra cita, la del fantasma de una mujer, la Reina Ana que tanto sufrió entre las sábanas de su segundo marido porque 'el pesar rondó tu cama', el sanguinario Rey Ricardo que había apuñalado en Tewkesbury al primero, 'in my angry mood' según dijo para sus adentros una vez el asesino, esto es, 'en mi humor airado'; y así ella, una vez muerta, le deseó lo peor en el campo de Bosworth al alba, cuando ya era demasiado tarde para rehuir el combate, y en sueños le susurró esto: 'Tu mujer, esa desdichada Ana, tu mujer, Ricardo, que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones. Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere'. Yo no podía dejar que eso le sucediera a Luisa, que nunca durmiera una hora tranquila con Custardoy si un día él ocupaba mi almohada y el hueco en mi cama tibia o ya fría, yo era el primer marido pero nadie iba a apuñalarme en su humor airado ni a cavar mi tumba aún más hondo, en la que ya estaba sepultado, mi recuerdo suprimido con el primer terror y la primera súplica y la primera orden, todo yo convertido en una sombra envenenada que va diciendo adiós poco a poco mientras languidece y se transforma en Londres expulsado del tiempo de ella y del de los niños (y tonto yo, yo insustancial, tonto yo y frívolo y crédulo). 'No, ella no es aún una viuda ni yo soy un muerto merecedor de duelo', pensé, 'y como no lo soy no se me puede sustituir tan pronto, del mismo modo que las manchas de sangre no salen a la primera y hay que frotarlas y limpiarlas con ahínco y a conciencia, y aun así parece que nunca vaya a desaparecer el cerco, lo que más cuesta borrar o lo que más se resiste —un susurro, una fiebre, un rasguño—. Sin duda ella no tendrá deseo ni intención de hacerlo, pero se verá obligada a decirle a su amante presente o futuro, o a decirse: "Todavía no, amor mío, espera, espera, no es aún tu hora y no me la arruines, dame tiempo y dáselo a él, a este muerto vivo, su tiempo que ya no avanza, dáselo para difuminarse, deja que se convierta en fantasma antes de ocupar tú su sitio y ahuyentar su carne, déjalo convertirse en nada y aguarda a que no quede olor en las sábanas ni en mi cuerpo que el pesar ronda y ronda, deja que lo que fue no haya sido". Pero yo soy aún, luego es seguro que he sido, y de mí nadie puede decir todavía: "No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido". Soy además el que puede matar a ese segundo marido ahora mismo, con mis guantes puestos y en mi humor airado. Llevo una pistola en la mano y está cargada, sólo tendría que montarla y apretar el gatillo, y a este hombre aún lo tengo de espaldas, ni siquiera vería mi rostro, hoy ni mañana ni nunca, o hasta el Juicio Final si es que lo hubiera'.