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—Pero no siempre es temor, lo que hay a eso —dije—. Hay quienes desean y buscan finales así, escénicos, espectaculares, incluso con recursos sólo verbales si no tienen otros a mano. No sabes cuántos escritores se han esmerado para pronunciar una memorable última fiase. Aunque sea difícil de calcular cuál va a ser de verdad la última, y más de uno la haya malgastado, al precipitarse y hablar a destiempo. Luego ya no se le ha ocurrido nada, o ha soltado una majadería, en el momento extremo.

—Oh sí, oh bueno. Siempre es temor. El que ansía ese final llamativo es porque teme no estar a la altura de su reputación, o de su grandeza, asignada por otros o por sí mismo a solas, qué más da. Aquel que siente el horror narrativo, según tus términos, como Dick Dearlove según tu criterio, teme que se le estropee la figura, o el cuento que se ha ido contando, tanto como el que se prepara un desenlace brillante y hasta teatral y hasta excéntrico, eso depende del carácter de cada uno y de la índole del borrón, que algunos confundirán con rúbrica, y la muerte es borrón siempre. Porque no es lo mismo matar a alguien que suicidarse que ser muerto por alguien. Ser verdugo que desesperado que víctima, ni víctima heroica que víctima estúpida. Dentro de lo malo de morir antes de tiempo, y además a lo bestia, a la Jayne Mansfield viva no le habría parecido desdeñable su leyenda de muerta, aunque sin duda habría preferido no llevar peluca en aquel viaje. Y no creo que vuestro Lorca ni aquel cineasta italiano rebelde y provocador, Pasolini, hubieran quedado insatisfechos del todo de la clase de borrón que les tocó en suerte, desde un punto de vista estético, o de nuevo narrativo si quieres. Eran artistas y eran algo exhibicionistas, y sus memorias se han visto beneficiadas por sus muertes injustas y violentas, casi asimilables al martirio, ¿no? Quiero decir por parte de los palurdos. Tú y yo sabemos que ni uno ni otro se sacrificaron por nada a conciencia, sólo tuvieron mala suerte.

Tupra había empleado dos veces la palabra 'chusma' y ahora hablaba de 'palurdos' (pero ya no recuerdo si lo que dijo fue 'boors' o yokels'). 'No debe de tener en mucho a la gente', pensé, 'para que le salgan esos vocablos con tanta facilidad y desenvoltura, y con desprecio natural, no subrayado. Aunque en el último esté incluyendo a personas cultas y cursis, desde biógrafos hasta periodistas, sociólogos, literatos e historiadores, a cuantos en efecto ven como mártires de causas políticas y aun sexuales a aquellos dos asesinados célebres, aún más célebres por sus asesinatos. Reresby no debe de considerar gran cosa la muerte, no le parecerá extraordinaria; tal vez por eso me ha preguntado por qué no se puede ir por ahí administrándola, quizá la juzgue un azar más yel azar él no lo niega ni lo detesta, ni requiere explicaciones para las cosas todas, a diferencia de la gente tonta, que necesita ver signos y concatenaciones y vínculos por todas partes. Puede que deteste tan poco el azar que no le_ importe fundirse en él de vez en cuando, y erigirse en Sir Deathcon su espada, y hacerse siervo del eficaz siervo. Él debió de ser un palurdo algún día, o mucho tiempo.'

—Tú no tienes en mucho a la gente, ¿verdad? —le dije—. Tú no tienes en mucho a la muerte. A la muerte de la gente.

Tupra se mojó los labios, no con la lengua sino con los propios labios, como si frotara uno con otro y eso bastara para humedecerlos, al fin y ai cabo eran muy carnosos y extensos y algo de saliva llevarían siempre. Luego bebió de su copa, tuve la sensación inquietante de que se relamía. Me ofreció licor de nuevo, ahora sí acepté, el paladar como con oblea o con un velo, me sirvió de la garrafa hasta que dije con la mano 'Basta'.

—Ahora por fin vas llegando —me contestó, y eso me hizo pensar otra vez que me conducía, hasta cuando era yo el que le pedía cuentas era él quien conducía. Mal acusado y mal testigo. Me miró con complacencia desde sus ojos azules o grises, desde sus pestañas como medias lunas, el fuego les prestaba brillo—. Ahora vas a volverme a hacer reproches, por qué he hecho lo que he hecho y todo eso. Eres de tu época, Jack, demasiado de tu época, y eso es lo peor que puede ser uno, porque se pasa mal si uno sufre por lo que sufren todos, no hay resquicio cuando todo el mundo está de acuerdo y ve lo mismo, y da importancia a las mismas cosas, y las mismas le parecen graves y las mismas insignificantes. En la unanimidad no hay claridad ni hay respiro, no hay ventilación, ni en el lugar común tan compartido. Uno tiene que salirse de eso para vivir mejor, más cómodo. También más de verdad, sin la adherencia del tiempo en el que ha nacido y en el que va a morir, nada oprime tanto, nada nubla como ese sello. Hoy se da enorme importancia a la muerte individual, se hace una falsa tragedia por cada persona que muere, más aún si es con violencia, más aún si es asesinada; aunque el pesar luego dure poco, y la condena: nadie viste ya de luto y eso es por algo, rápido el llanto pero más veloz el olvido. Hablo de nuestros países, claro, en otros sitios de la tierra no se ve así, qué remedio les queda, si en ellos tienen las muertes incorporadas al transcurrir del día. Pero aquí es cosa tremenda, en el instante al menos. Tal persona ha muerto, qué horrible desgracia; tantas se han estrellado o han volado por los aires, qué catástrofe, o qué infamia. Los políticos tienen que multiplicarse para asistir a funerales y entierros y no hacer de menos a nadie, el agudo dolor, o es el soberbio, los reclama como ornamento, porque consuelo no dan ni pueden darlo, es todo aparatosidad, aspaviento, vanidad y rango. De los vivos, el rango, pomposos y exagerados. Y sin embargo, si bien se piensa, ¿qué derecho tendríamos, cuál es el sentido de quejarnos y montar un drama con algo que ha visitado a todo bicho viviente para convertirlo en bicho muerto? ¿Qué puede haber tan grave en eso, en algo tan sumamente natural, tan corriente? Sucede en las mejores familias, ya sabes, desde hace siglos, y en las peores no digamos, con aún menos intervalos. Sucede además todo el rato y lo sabemos perfectamente, aunque finjamos asombrarnos, y asustarnos: cuenta los muertos que se mencionan en cualquier telediario, lee la lista de fallecimientos de cualquier periódico, en una sola ciudad, Madrid, Londres, esa lista es larga todos los días del año; mira las esquelas, y son muy pocos los que las ponen, mira las necrológicas, aun menos quienes las merecen, una infinitesimal minoría, pero no faltan ninguna mañana. Cuántos perecen cada fin de semana en las carreteras y cuántos han muerto en las incontables batallas. No siempre se vieron como hoy las pérdidas, a lo largo de la historia, o más bien casi nunca. Se estaba más familiarizado y también más conforme, se aceptaban el azar y la suerte, buena o mala, se admitía estar expuesto a ella a cada instante; la gente venía al mundo y desaparecía, era lo normal, a veces nada más entrar en él, la mortalidad infantil ha sido enorme hasta hace ochenta o setenta años, como la de las madres en el parto, se despedían del hijo nada más verle la cara, si les quedaban ganas, o les daba tiempo a tanto. Las plagas eran frecuentes y casi cualquier enfermedad mataba, de las que ahora ni nos enteramos o ni nos suenan los nombres; había hambrunas, había guerras continuas y además eran verdaderas, de lucha diaria y no esporádica como ahora, y los generales desdeñaban las bajas, los soldados caían y no pasaba gran cosa, sólo eran individuos para sí mismos, ni siquiera tanto para sus familias, no se libraba ni una de los cadáveres prematuros, era la regla; los gobernantes ponían cara de circunstancias y efectuaban nuevas levas, reclutaban más tropa y la enviaban al frente a seguir cayendo, casi nadie rechistaba. Se contaba con la muerte, Jack, no había tanto pánico a ella, no era una calamidad insuperable ni una tremenda injusticia; era lo que podía llegar y con frecuencia llegaba. Nos hemos hecho muy blandos, tenemos la piel muy fina, creemos que esto debe ser para siempre. Deberíamos estar acostumbrados a la provisionalidad, a lo contrario. Nos empeñamos en no estarlo, y por eso es tan fácil meternos miedo, ya lo has visto, basta con desenvainar una espada. Y así llevamos las de perder ante quienes todavía ven a los muertos como meros gajes del oficio, a los propios y a los ajenos, como accidentes del día. Ante los terroristas, por ejemplo, o ante los narcotraficantes de altura, o ante los mañosos multinacionales. Así que sí, Iago. —No me gustaba cuando me llamaba por el nombre del encizañador; me resonaba sucio, no me reconocía (yo, que me reconozco en tantos)—. Hace falta que algunos no tengamos en mucho a la muerte. A la muerte de la gente, como has dicho con escándalo, te lo he notado pese al tono neutro, buen disimulo pero insuficiente. Conviene que algunos nos salgamos de nuestra época y miremos como en tiempos más recios, los pasados y los futuros (porque volverán, te lo aseguro, aunque no sé si tú y yo los veremos), para que no nos pase colectivamente lo que dijo un poeta francés: 'Par délicatesse j'ai perdu ma vie’—Y se molestó en traducírmelo, ahí vi un restó del palurdo atrás dejado—: 'Por delicadeza he perdido la vida'.

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