En el individuo del Prado no podía advertir nada de eso, quiero decir de su voracidad sexual, aunque su mirada estuviera atentísima a un cuadro que contenía a una mujer, a una madre. Tal vez la habría repasado también físicamente, antes de ninguna consideración artística o pictórica o incluso técnica. Acaso le habría provocado rechazo que la mujer figurara en la tabla con sus tres hijos pequeños; no tenía por qué ser así, sin embargo, si él era Custardoy, ya que Luisa le gustaba sin duda y era madre y tenía dos. (Claro que la mujer del cuadro era una matrona muy poco agraciada, mientras que Luisa se mantenía esbelta, y a mis ojos guapa y juvenil, a otros ojos ya no sé.) Lo que sí había advertido desde el primer instante era que vestía con chaqueta y corbata y que calzaba zapatos negros de cordones. Estos no serían de Grenson ni de Edward Green, pero eran sobrios y de buen gusto, sin suelas gruesas ni de goma, no cabía poner reparos a su indumentaria, si acaso que resultaba excesivamente convencional. Pero la coleta no lo era, en efecto, aunque desde hace años ya no sea infrecuente, o no del todo, ver a hombres luciéndola de cualquier edad (la edad ya no actúa como freno de nada, ha perdido todas las batallas contra la moda y la presunción). Le daba un aire rufianesco, era un adjetivo que le había aplicado Cristina con justeza, si él era él.
En alguna de mis pasadas, siempre a una distancia prudente para evitar que reparara en mí, logré vislumbrar que no me había equivocado al principio: hacía varios esbozos de las cuatro cabezas del cuadro y asimismo tomaba notas, las dos cosas a gran velocidad. Si era Custardoy era posible que le hubieran encargado una copia y que estuviera llevando a cabo un estudio preliminar. O bien, si era tan bueno como se decía, quizá no necesitaba ponerse frente a la pintura misma con un caballete y pinceles durante largas horas y larguísimos días, sino que le bastaba con aprehenderla y memorizarla (memoria fotográfica, tal vez) y con una buena reproducción en su taller, la verdad es que lo ignoro todo sobre las técnicas de copiar, no digamos de falsificar (una falsificación no prepararía en esta ocasión, nadie podría creerse que la pieza del Prado no fuese la auténtica y original).
No quería eternizarme, con todo, en su vecindad: cuanto más rato permaneciera como su sombra, más riesgo corría de que se diera la vuelta o girara la cabeza a su izquierda y me descubriera, si bien era sumamente improbable que me conociera o reconociera de fotos que Luisa podría haberle enseñado, o a lo mejor ni siquiera y no me había visto jamás. Así que me alejaba un poco y miraba brevemente otro cuadro, Mícer Marsilio Cassoti y su esposa, de Lorenzo Lotto, y luego volvía a acercarme, no quería que se me marchara de pronto y perderle yo entonces la pista; me apartaba algo más y le echaba una ojeada a un Retrato de caballerade Volterra, pero los ojos se me iban en seguida hacia el hombre de la coleta, no me atrevía a perderlo de vista más que unos segundos; me distanciaba de nuevo y observaba la Santa Catalinade Yáñez de la Almedina, con sus rojos y azules y la larga espada sobre la rueda de su martirio, y esa figura me entretenía, hasta el punto de alarmarme tras medio minuto de contemplación y regresar casi corriendo a las cercanías del cuadro de ía madre y los niños. Entre idas y venidas y espera, tuve oportunidad de fijarme bien en él: era de tamaño mediano, metro y pico por uno, algo así, calculé; un retrato de grupo, familiar, según el cartel Camilla Gonzaga, Condesa de San Segundo,y sus hijos, del Parmigianino, cuyo apellido verdadero era Mazzola, leí, como el de un famoso futbolista de mi temprana infancia que se enfrentaba al Real Madrid de Di Stéfano y Gento, me pareció recordar que jugaba de delantero en el ínter de Milán. Sobre fondo muy oscuro, como negro, se recortaba la robusta Condesa, bien vestida, enjoyada sin exageración, sosteniendo en su mano derecha una copa dorada con incrustaciones que quedaba vagamente fuera de lugar, con tanto niño alrededor; o acaso no era tal copa, sino la gruesa borla de su cordón. Rayana en la gordura, o no tanto (una mujer ancha en todo caso), su expresión era muy ausente o nada vivaz, aunque hubiera en su mirada un vestigio de sosegada,
casi indiferente determinación. Los ojos un poco bovinos y a punto de resultar saltones, las cejas demasiado delgadas y como si no fueran de pelo sino dibujadas, los labios más bien finos y en absoluto tentadores, quizá lo mejor que tenía era la muy lustrosa y rosada piel, sin una arruga, a la altura de las mejillas era como si le pudiera estallar. Lo que más sorprendía era su desentendimiento de los hijos, Troilo, Hipólito y Federico según el cartel; no estaba en modo alguno pendiente de ellos, no les dirigía una mirada ni los acariciaba ni tan siquiera le cogía la mano al de la derecha, teniéndola bien cerca de la suya izquierda, inerte. La Condesa era como una estatua estupefacta rodeada de otras estatuas absortas de menor tamaño, porque lo curioso era que los niños tampoco le prestaban a ella la menor atención, si bien dos de ellos se agarraban distraídamente al cordón de su vestido. Cada figura miraba hacia un lado distinto y siempre exterior, como si todas y cada una estuvieran mucho más interesadas por personas o elementos que se hallaban fuera del cuadro que por su madre y sus hermanos las unas, por sus hijos la otra, la central. El niño mayor de la izquierda era el menos agraciado y semejaba un hospiciano, un huérfano, en parte por el feo y drástico corte de pelo, en parte por la mohína expresión; el más pequeño tampoco parecía muy feliz ni afectuoso, tan sólo desprotegido, a punto de tirar del cordón de la madre como quien cede a un acto reflejo o simplemente habitual; al de la derecha, el más mono y con los ojos más despiertos, se lo diría completamente ajeno al grupo, como si quisiera salirse ya pronto de él, y también de su corta y paciente edad.
La única mirada que podía seguirse o imaginarse era la de la Condesa, teniendo en cuenta que a la izquierda, pasada la elevada puerta que los distanciaba aún más (mero azar de la colocación de aquel mes), estaba colgado el retrato de su marido, hacia el que ella dirigía acaso aquellos ojos nada cálidos y quién sabía si decepcionados, o dolidos al recordar. 'Se retrataron por separado', pensé, 'el marido y padre solo, por un lado, la mujer y madre con los niños, por otro, dos tablas distintas, dos espacios estancos o aislados en vez de uno familiar y común para todos: más o menos como estoy yo, allí solo en Londres, mientras que Luisa permanece junto a Guillermo y Marina aquí en Madrid, sólo que ella sí está pendiente de nuestros hijos y ellos de ella, o así fue siempre hasta ahora, sería lamentable que ese Custardoy los estuviera alejando, a las mujeres les ocurre a veces, que de pronto no tienen ojos ni mente más que para el hombre nuevo que están conquistando o para el antiguo y amado que están perdiendo, y eso es lo único que pueden anteponer a sus criaturas de tarde en tarde y por lo que pueden relegarlas a segundo término pasajeramente, como tal vez esa Condesa fija su mirada en el soldado lejano que está fuera del cuadro y quizá de su tiempo, descuidando con ello a Troilo, Hipólito y Federico, que ya se han acostumbrado a que su madre no les haga apenas caso y viva obsesionada con el marido ausente, y tal vez a ellos los vea ya sólo como una cadena y un impedimento y un estorbo, no creo que ese pudiera ser nunca el caso de Luisa, aunque yo haya
coincidido a menudo con la canguro polaca estos días, por algo será, o podría ser. Y desde luego ella no vive obsesionada conmigo, por muy ausente que yo esté. Probablemente yo le di algún motivo, pero fue ella quien me expulsó de su tiempo, y del de los niños'.