Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Me levanté y le puse la mano en el hombro, era un gesto que calmaba a mi padre en los últimos años, cuando se sentía asustado o débil o se desconcertaba, cuando abría mucho los ojos como si viera por primera vez el mundo, con una mirada tan inescrutable como la de los niños de pocas semanas o días, que observan, supongo, ese sitio nuevo al que se los ha arrojado y tal vez intentan descifrar nuestras costumbres y descubrir las que serán las suyas. La visión de mi padre debía de ser tan escasa como a veces se dice que es la de esos niños, quizá sólo distinguía sombras, manchas, la luz conocida y los confusos colores, era imposible saberlo, él aseguraba ver mucho más de lo que nos parecía, posiblemente por una especie de orgullo que le impedía reconocerse tan disminuido como en verdad lo estaba. Sabía quién era yo y el oído lo conservaba fino, así que tal vez, sobre todo, veía con el recuerdo. Y por eso, en parte, me situaba en Oxford en consonancia, donde había vivido, en efecto, aunque hacía ya muchos años, y de donde además había vuelto. De Londres, en cambio, aún ignoraba si regresaría (había regresado ahora; quiero decir para quedarme). A lo largo de aquellas dos semanas de estancia lo hice en uno u otro momento, cada vez que fui a verlo: apoyaba mi mano en su hombro y allí la mantenía un rato, haciendo una leve presión para que bien la sintiera, para que constatara que yo estaba cerca, en contacto, para darle seguridad y aplacarlo. Le notaba los huesos, también la clavícula, un poco salientes, había adelgazado desde mi marcha, y me daban al tacto una impresión de fragilidad, no como si pudieran romperse pero sí dislocarse fácilmente, por un mal gesto o por un esfuerzo; cuando lo manejaba su cuidadora lo hacía con delicadeza. En una ocasión, sin embargo, volvió la vista con curiosidad hacia mi mano posada, en modo alguno con rechazo. Se me ocurrió que acaso le parecía extraño verse objeto de ese gesto que posiblemente él había tenido conmigo muchas veces durante mi infancia, cuando él era el alto y yo sólo crecía poco a poco, el padre inclinado que pone la mano sobre el hombro del hijo para aleccionarlo, o para inspirarle confianza o brindarle protección simbólica, o para apaciguarlo. Miró mi mano aquella vez como quien mira una inocua mosca que se le ha posado, o quizá algo más grande, una lagartija que se inmoviliza un instante en sus recorridos, como si oyera pasos a sus espaldas. '¿Por qué me pones así la mano?', me preguntó con una media sonrisa, como divertido. '¿No te gusta?', le pregunté yo, y él respondió: 'Bueno, si quieres. No me molesta'. Pero en aquella primera visita, como en la mayoría, no se dio mucha cuenta o se limitó a sentir mi suave presión orientadora, tranquilizadora, sin decirme nada. Yo le contesté:

—Ahora no vivo en Oxford, papá. Allí voy sólo de tarde en tarde, a visitar a Wheeler, te he hablado de él, ¿no te acuerdas? Sir Peter Wheeler, el hispanista. Es casi de tu edad, te lleva un año. Ahora estoy en Londres. Me volveré dentro de dos semanas.

Quizá la sagaz interpretación de Luisa le pasaba factura, se había esmerado por mí y ahora le tocaba pagarlo. Era como si de repente se hubiera cansado de su perspicacia y se le hubieran mezclado los tiempos de nuevo, como el día anterior por teléfono. Tal vez ya no aguantaba demasiado rato siendo él mismo, quiero decir el de siempre, el alerta, el intelectualmente exigente, el que nos instaba a sus hijos a seguir y seguir pensando, el que nos decía 'Y qué más' cuando dábamos por concluidos una argumentación o un razonamiento, el que nos impelía a seguir mirando las cosas y a las personas más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay nada más que mirar y que continuar es perder el tiempo. 'Allí donde uno diría que ya no puede haber nada', eran sus palabras. Sí, a medida que cumplo años sé que eso fatiga y desgasta, y a veces me vienen ganas de no prestar ya más atención a mis semejantes ni al mundo, me pregunto por qué debería y por qué diablos lo hacemos todos en mayor o menor grado, ni siquiera estoy seguro de que no sea una fuente más de conflictos, incluso si miramos con buenos ojos. Él había cumplido los noventa. No era extraño que quisiera descansar de sí mismo. Y también del resto.

—Ah, vaya —respondió algo molesto, como si yo lo hubiera engañado a propósito y por gusto—. Siempre me has hablado de Oxford. Que te habían ofrecido allí un puesto, para dar clases. Un tal Kavanagh, que escribe novelas de miedo y es medievalista, ¿verdad? Y claro que sé quién es tu amigo Wheeler, hasta le he leído algún libro. ¿Pero no se llamaba Rylands? Siempre lo has llamado Rylands. —No le dije que eran hermanos, se habría armado aún más lío—. ¿Y entonces en qué Universidad estás, en Londres?

Así funciona la memoria de los ancianos. Se acordaba de Aidan Kavanagh o de su nombre, y hasta de sus novelas de éxito que publicaba bajo pseudónimo, un hombre simpático y deliberadamente frívolo, el jefe del departamento o de la SubFacultad de Español durante mi temporada oxoniense, ahora jubilado desde hace no mucho; también se acordaba de Rylands, aunque confundiéndolo; y en cambio no recordaba que me había ido a trabajar a la BBC Radio en mi segunda estancia inglesa, tan reciente que aún duraba. No tenía por qué recordar lo que había venido luego: al igual que a Luisa, le había contado poco —vaguedades, quizá evasivas— de mi nuevo empleo. Es curioso cómo uno oculta instintivamente, o más bien calla —es distinto—, lo que desde el principio le parece algo turbio: como uno no le dice a Luisa que ha conocido a una mujer con la que apenas ha cruzado unas frases en una reunión o en una fiesta, con la que aún no puede haber y además no va a haber nada, pero que lo ha atraído al instante. Tal vez ni mi padre ni Luisa me habían oído mencionar nunca a Tupra, o de pasada tan sólo, cuando era sin lugar a dudas la figura dominante de mi vida en Londres (y al cabo de un par de días comprobé hasta qué punto). No me pareció que valiera la pena, en aquel momento, desengañar a mi padre y decirle que no daba clases en ningún sitio.

—Me voy ahora, papá —le contesté—. iré viniendo estos días, cuando tenga un rato. ¿Quieres que te avise, que llame antes de pasarme?

Mi prolongada ausencia me hacía sentirme un poco intruso y tener ese miramiento, acaso impropio de un hijo respecto a la casa del padre, que también fue la suya durante muchos años. Yo estaba aún de pie, todavía con la mano en su hombro. Alzó la vista hacía mí, no sé si viéndome o adivinándome o recordándome. Su mirada era limpia en todo caso, sorprendida, ligeramente desamparada, como si no entendiera bien que me marchara. Se le veían muy azules los ojos en los últimos tiempos, más que en toda su vida, quizá porque ahora ya no usaba gafas.

—No hace falta, hijo. Para mí seguís viviendo todos aquí, aunque os hayáis marchado hace tiempo. —Se quedó callado y añadió—: También vuestra madre.

Me quedé con la duda de si ella seguía viviendo en la casa o si él le reprochaba que también se hubiera ido, al morir, hacía más tiempo que nadie. Serían las dos cosas, probablemente.

Y seguí sin perder tiempo, I did not linger or delay or loiter or dally. Aunque tenía muchas ganas de volver a ver a los niños y no digamos a Luisa, y a mi hermana, y por primera vez a mis hermanos y a unos pocos amigos, y de pasearme por la ciudad como un extranjero, me sentí con algo que hacer concreto y urgente, con algo que averiguar y que resolver o a lo que poner remedio. Eso sí lo había aprendido de Tupra, al menos en la teoría: Luisa estaba seguramente en peligro, y ahora entendía que a veces no cabía hacer sino lo que había que hacer y además en seguida, sin esperar ni dudar ni entretenerse: tan sólo había que llevarlo a efecto como un hombre distraído o más bien ocupado, con actitud de trabajo y sin preguntarse. Sí, había ocasiones en las que uno sabía lo que pasaría en el mundo si no hubiera coacciones ni impedimentos, en que uno veía capacidades seguras de las personas, y para evitar que se desplegaran con toda su fuerza debía haber alguien —yo, por ejemplo, y quién si no en aquel caso— que las disuadiera o se lo impidiera. A Tupra le bastaba convencerse de lo que se daría en cada oportunidad si no lo frenaban él u otro centinela —la autoridad o las leyes, el instinto, la luna, la tormenta, el miedo, la espada cernida, los invisibles vigías—, para adoptar medidas escarmentadoras si esas eran las recomendables, las que tocaban según su criterio. 'Es el estilo del mundo', decía ante tantas cosas y situaciones: lo decía ante las traiciones y las lealtades, las zozobras y la aceleración del pulso, los vuelcos y el vértigo y las vacilaciones y los tormentos y los daños involuntarios, ante el rasguño y el dolor y la fiebre y la herida incurable, ante las aflicciones y los infinitos pasos que todos damos creyendo que la voluntad los guía, o al menos que interviene en ellos. Todo le parecía normal y aun rutinario a veces, la prevención o el castigo y jamás correr un grave riesgo, sabía demasiado bien que la tierra está infestada de fervores y afectos y de inquinas y malevolencias, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o que, como dijo Wheeler, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'. Y probablemente esa disposición suya tan drástica, a veces inmisericorde, o sólo práctica, era para Tupra un rasgo más de ese estilo del mundo al que él se conformaba o ceñía; esa actitud irreflexiva, inclemente, resuelta (o era de una reflexión tan sólo, la primera), también formaba parte de ese estilo inmutable a través de los tiempos y de cualquier espacio, y no había por qué cuestionarla, como tampoco hay que hacerlo con la vigilia y el sueño, o el oído y la vista, o la respiración y el caminar y el habla, o con cuanto se sabe que 'así es y así será siempre'.

58
{"b":"146343","o":1}