—Yo qué sé, no lo sé. No se fijó ni lo vio apenas. Se cruzaron nada más, y ella y él se saludaron, 'adiós, adiós', pero sin pararse. Tampoco se conocen tanto, Federico y Luisa.
—Ya, ¿la parejita llevaba prisa?
—Sin pararse nadie, Jacobo, ni Federico ni ellos. No empieces ahora a mirar mal, o a mirar raro, a cualquier tipo con coleta. Y además, fuera quien fuese, a lo mejor desde entonces ya se la ha cortado. Tampoco los llames parejita, porque no hay ningún motivo para ello, ni el menor indicio, ya te he dicho cómo fue el encuentro, veo que no se te puede contar nada. Así es como se calienta uno sin necesidad la cabeza.
Preferí no hablarle del puñetazo, del golpe intolerable, del ojo a la virulé o a la funerala, era mejor que siguiera investigando yo solo sin alarmarla, si Cecilia no sabía más que lo que me había contado tampoco iba a aportarme ninguna pista al respecto, no me importaba que achacara mi inquietud exclusivamente a los celos, bastaban para justificar mi curiosidad insistente y al fin y al cabo existían, quizá tanto como mi preocupación por que a Luisa pudiera maltratarla un chulo, un miserable, con coleta o sin ella, qué más daba: alguien que probaba a ocupar mi sitio pero que difícilmente iba a quedarse, no le tocaba. Aun así había que echarlo. Si era violento, si era un peligro, si levantaba la mano, había que echarlo sin tardanza, sin que tuviera oportunidad de prolongarse, porque también se lleva uno sorpresas y siempre existe ese riesgo de que lo sin futuro no acabe. Y a falta de la voluntad, la fuerza, la dureza o la valentía de ella, yo era el único capacitado para intentarlo, o eso me dije.
Así que esperé a que se levantara mi padre (o a que lo ayudaran a levantarse y lo acompañaran al salón, hasta el sillón en el que siempre había leído, bajo su lámpara de luz agradable) y a que mi hermana se marchara, para continuar con mis indagaciones, o con mis tanteos. No confiaba en que él supiera mucho, o apenas nada, pero si era, de cuantos tenía yo a mano, quien acaso más hablaba con Luisa de sus asuntos personales, según había apuntado Cecilia, aunque fuese de tarde en tarde y con las limitaciones naturales entre una nuera y un suegro, o más bien entre dos personas con tantísima edad por medio, tal vez pudiera orientarme, si no en lo relativo al aspirante a mi puesto —ella nada le contaría de eso; y a lo mejor había varios—, sí al menos en lo que me atañía: cómo me veía ahora, tras haber abandonado yo el campo y haberme expulsado a mí mismo mansamente de su existencia —incluso de su vida práctica—, y haberme descabalgado sin objeciones de su tiempo y del de nuestros hijos. Le pregunté a mi padre por ella y volvió a decirme que no venía mucho a verlo, aunque fui descubriendo, o comprobando, que ahora medía mal las duraciones de la presencia o ausencia de determinadas personas, como si le pareciera que las más gratas o amenas lo visitaban siempre poco, aunque de algunas me constara que se pasaban por allí casi a diario —era el caso de mi hermana yde mis sobrinas mayores, él había tenido debilidad por la compañía de las mujeres y la tenía ahora más todavía, cuando ya estaba tan débil y necesitado de suavidades—. Deduje que algo semejante le ocurriría con Luisa, quien ni de lejos aparecería con la misma frecuencia, pero que, por la familiaridad con que se refería a ella y algún comentario significativo, debía de hacerlo más a menudo de lo que él se figuraba o sentía. Le insistí ('Pero qué te dice, qué te cuenta cuando viene, ¿habla de mí contigo o procura no mencionarme? ¿Crees que tiene dudas, que puede estar medio arrepentida, o sueno ya siempre en sus labios como si me hubiera encontrado un lugar del que no me muevo ni va a moverme, uno demasiado estable y tranquilo?'), y de pronto se me quedó mirando con sus ojos claros sin contestarme, la frente apoyada en una mano, en un brazo del sillón el codo, era su postura habitual cuando pensaba preparándose para decir algo, tenía la impresión a veces de que componía mentalmente sus frases, las primeras, unas pocas, antes de pronunciarlas (luego ya no, las siguientes). Se me quedó mirando con una mezcla de interés, leve impaciencia y leve lástima, como si yo no fuera exactamente su hijo sino un cuitado amigo más joven, al que apreciara de veras y en el que encontrara extrañas dos cosas, tal vez decepcionantes: una, que me afanara tanto por una cuestión de sentimiento ajeno yquizá de cálculo ajeno, contra los que nada puede hacerse; la otra, que todavía no entendiera, siendo ya bien adulto, siendo padre, a mis años y con mi experiencia, la índole incombatible de estos dolores, o acaso sólo son desasosiegos, con sus lamentos.
—Te veo muy inconforme, Jacobo —me dijo por fin, al cabo de un rato de considerarme—, y tienes que conformarte. Si alguien ya no quiere estar con uno, uno tiene que aguantarse. A solas, y sin estar pendiente de la observación o la evolución de ese alguien, a la caza de señales y a la espera de vuelcos. Si se produce uno de éstos, no será porque tú estés mirando, ni preguntándome a mí ni sondeando a nadie. No se puede estar encima, no se puede aplicar una lupa ni un catalejo, ni recurrir a espías, ni agobiar, ni por supuesto imponerse. Tampoco fingir sirve de mucho, no sirve hacerse el displicente ni tan siquiera el civilizado, si uno no se siente civilizado ni displicente al respecto, y no me parece que tú te sientas ninguna de las dos cosas, todavía. Ella te lo notará, ese fingimiento. Ten en cuenta que una de las características del enamoramiento, o de sus aledaños, incluso de sus disfraces involuntarios (se confunde mucho con el empecinamiento, en la fase primera y en la fase última, cuando el amor del otro se percibe aún sin arraigo o ya perdiéndose), es la transparencia. A la persona querida, o que así se siente o se ha sentido (a la que ha conocido eso), es muy difícil engañarla, a no ser, claro está, que ella misma prefiera engañarse, lo cual no es infrecuente, eso lo admito. Pero uno sabe siempre cuándo ya no se lo quiere, si está dispuesto a enterarse: cuándo todo se ha reducido a costumbre, o a falta de arrojo para ponerle término, o a deseo de no armar revuelo y de no hacer daño, o a miedo vital o económico, o a mera ausencia de imaginación, la mayoría de la gente no es capaz de imaginarse otra vida que la que lleva y ya sólo por eso no la cambia, ni se mueve, ni se lo plantea; pone parches, aplaza, busca distracciones, se echa un amante, se va de timbas, se convence de que lo que hay es llevadero, se encomienda al tiempo; pero ni se le ocurre intentarlo. Al sentimiento sólo lo vence el cálculo, y sólo a veces. Y de la misma manera uno sabe cuándo aún se lo quiere, sobre todo si lo que está deseando es que eso ya se aplaque o mejor cese, como suele ser el caso entre los que se separan. El que tomó la decisión, si no es egoísta ni sádico, ansía que el otro se salga, que se desprenda de la tela de araña, que deje de quererlo y de oprimirlo con ello. Que pase a otra persona o que no pase a ninguna, pero que de una vez se desentienda. —Mi padre se calló un momento y volvió a fijar en mí con atención sus ojos, como mira uno a veces en las despedidas. Parecía que me escrutara, lo cual era improbable porque había perdido mucha vista y le costaba leer y hasta ver la televisión, yo creo que más bien la oía. Y sin embargo producía el efecto contrario, con su mirada azul cada vez más pálida clavada en mi rostro, como si me traspasara y al hacerlo supiera más de mí de lo que yo sabía—. Creo que tú tienes que desentenderte de Luisa, Jacobo. No lo has hecho, aunque te hayas ido lejos respetuosa y caballerosamente y todo lo que tú quieras. No lo has hecho. Y no te queda más remedio, tanto si puedes como si no puedes. Déjala respirar del todo, déjale aire, no te interpongas. Déjale toda la iniciativa. Nada está en tu mano. Si un día se da cuenta de que sin ti no está bien, si descubre que te echa de menos hasta el punto de la desgracia, no creo que tenga reparo en decírtelo ni en pedirte que vuelvas, por lo que la conozco. Sabe rectificar, y no essoberbia. Mientras no haga eso será que no quiere, y no va a cambiar por lo que tú hagas o digas ni por cómo te comportes, aquí o a distancia; para ella eres transparente, como ella lo será para ti si estás dispuesto a ver de veras y a reconocer lo que veas. Que no lo estés es otro asunto, y lo comprendo. Pero no me preguntes lo que yo no puedo saber y tú sí, en cambio: ella para mí no es transparente. —Y añadió sin transición—: ¿Tienes alguna novia allí en Londres?