Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Esperé más, no deseaba precipitarme, menos aún ir a aporreaursu puerta, rogarle que se dejara ver, hacerle preguntas torpes a través de una barrera, pedirle unas explicaciones que no tenía derecho a pedirle. Mal comienzo habría sido, tras una separación tan larga, más valía rehuir todo viso de confrontación o reproche innecesarios y absurdos, sobre todo por mí indeseados. A partir de aquel momento la iniciativa debía ser suya, yo ya la había tomado comprometida al rehusar marcharme, una vez acabado el pretexto de disfrutar de mis hijos despiertos. Al oír la llave de la entrada le había quitado el sonido a la televisión, pero aún tenía ante mi vista las andanzas de aquel émulo de De Niro o John Wayne en cerdo —un cerdito educadísimo— y de sus compañeros de reparto: unos perros, unas ovejas, un caballo, un malhumorado pato, todos actores soberbios.

Al cabo de unos minutos oí la puerta de su alcoba abrirse y unos pocos pasos, aún llevaba los tacones luego no se había cambiado, pero caminó más quedamente, procurando no hacer ruido; se asomó a la habitación de la niña y después a la del niño, no llegó a entrar en ninguna o apenas un metro para acercarse, estaría todo en orden. Aún no quise salir a su encuentro, preferí que viniera ella al salón, si venía, ycuando por fin lo hizo —sus pisadas ya más firmes, normales, le bastaba con haber respirado su sueño profundo para despreocuparse de despertar a los crios—, creí comprender, pese a sus esfuerzos de enmascaramiento recién llevados a cabo en su cuarto de baño que también había sido el mío, por qué había intentado evitarme, y que no había sido por no verme, sino por que yo no la viera a ella.

Tenía muy buen aspecto al primer golpe de vista, bien vestida, bien calzada, no demasiado bien peinada aunque la hacía atractiva su melena recogida en una cola, le daba un aire juvenil e ingenuo, casi como de muchacha pillada in fragantial volver muy tarde a casa, quién era yo para regañarla, ni siquiera para extrañarme. Antes de reparar yo en lo anómalo le dio tiempo a decirme una o dos frases, con una expresión en su rostro que era mezcla de contento al verme y de enojo por encontrarme, también de temor a que la cazara o acaso era de vergüenza en pugna con el desafío, como si la hubiera cazado ya en algo que no podía gustarme o me iba a parecer reprobable, y no supiera si arriar bandera para reconocerlo o izarla para encastillarse en ello, es extraño cómo las antiguas parejas, tiempo después de dejar de serlo, aún se sienten responsables mutuamente y como si se debieran lealtades, aunque sólo sea contarse cómo les va sin el otro y lo que les sucede, sobre todo si les ocurre algo raro o es malo lo que les está pasando. A mí me estaban ocurriendo cosas que había callado en la distancia: había perdido pie sin duda, o asideros, juicio, me dedicaba a una tarea cuyas consecuencias ignoraba o incluso si las había, a cambio de un salario sospechoso por alto; se me habían introducido venenos desconocidos hasta entonces, y en efecto llevaba una existencia más fantasmal cada día, inmerso en el estado onírico del que vive en país ajeno y empieza a no pensar siempre en su lengua, muy solo allí en Londres aunque rodeado de personas a diario, eran todas del trabajo y no cuajaban como amistades puras, ni siquiera Pérez Nuix se me había hecho muy distinta —ni mi amante, no lo era, al no haber habido repetición ni risas— tras la noche compartida carnalmente con ella, lo habíamos disimulado y silenciado en exceso, ante los demás y ante nosotros mismos, y lo que se finge que no ha ocurrido y siempre es tácito acaba por no haber sucedido, aunque sepamos lo contrario; ambas cosas son ciertas, lo que escribió Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre, hace unos quinientos treinta años y a tan sólo dos de su propia muerte temprana antes de cumplir los cuarenta, herido por un arcabuzazo cuando asaltaba un castillo (aún peor, más deshonroso, que Ricardo Yea and Nay, al que alcanzó un ballestazo) —'Si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado'—, y exactamente lo opuesto, y entonces podremos dar lo pasado por no venido, por no venido cuanto nos ha pasado y nuestra vida entera por no habida. Y así qué importa cuanto en ella hagamos, o por qué será que nos importa tanto...

—Tenías que quedarte, ¿eh, Jaime? —le dio tiempo a decirme a Luisa—. Tenías que aguantar hasta verme.

Pero ahora ya sí, tras el primer golpe de vista, reparé en lo anómalo en seguida, era imposible no hacerlo, para mí al menos. Había intentado maquillárselo, ocultarlo, taparlo, quizá de la misma manera que Flavia habría procurado sin éxito, con la ayuda inverosímil de Tupra en el lavabo de señoras, hacer invisible su señal en la cara, su erosión de la soga, su arañazo del látigo, la marca producida por los estúpidos zurriagazos de De la Garza durante su poseso baile sobre la pista rápida. Lo que llevaba Luisa en el rostro no era eso, ni uno sfregio, un chirlo, un corte ni una raspadura, sino lo que se ha conocido siempre como un ojo morado en mi lengua y en inglés como un ojo negro, aunque al no ser reciente el impacto o causa la piel ya amarilleaba, son colores mezclados los que van apareciendo tras esos golpes, nunca hay uno solo sino que en cada fase conviven varios y además son cambiantes, quizá de ahí el desacuerdo entre los dos idiomas (si bien el mío se aproxima al otro al referirse también a ello como 'un ojo a la funerala'), tardan mucho en irse todos, mala suerte para nosotros que no hubiera pasado el suficiente tiempo. Al ver aquello ya no tuve que contestar a sus frases, ni que disculparme. Lo malo fue que tampoco pude saludarla ni darle un beso ni abrazarla, había esperado infinitamente aquel encuentro y ni siquiera me salió una sonrisa ni un 'Hola, niña', así la llamaba a menudo cuando estábamos juntos y en buenos términos. Me acerqué al instante y lo primero que dije fue:

—¿Qué tienes aquí? Déjame ver. ¿Qué te han hecho? ¿Quién ha sido?

Le cogí la cara entre las manos con cuidado de no tocarle la zona afectada, indudablemente se acababa de untar potingues en el cuarto de baño, un exceso, y aun así no le había servido. El párpado ya no estaba hinchado o muy poco, pero era seguro que lo había estado. Calculé que el daño sería de hacía una semana, tal vez diez días, y era efecto de un golpe, no me cupo duda, dado con el puño fuerte o con un objeto contundente como un bate o una porra de cuero, había visto ojos y pómulos y mentones parecidos hacía mucho tiempo, cuando en la época franquista salían de comisaría, de la Dirección General de Seguridad en Sol o de Carabanchel, la cárcel, estudiantes detenidos y más o menos vapuleados, compañeros míos de la Facultad con peor fortuna de la que yo tuve siempre en los llamados 'saltos' y en las manifestaciones prohibidas y sofocadas a palos» había unas porras más largas, flexibles, cuyos trallazos dolían sobremanera, la vara se doblaba sobre la carne y las utilizaban los policías o 'grises' que cargaban a caballo, a veces me parece increíble que en plenos años setenta corriéramos ante sus cascos al salir de clase, cada pocos días o semanas. Aunque todo puede volver, hay que saberlo.

Ella apartó la cara, me esquivó, dio dos pasos atrás para restablecer nuestro alejamiento, sonrió como si mis preguntas le hicieran gracia, pero yo vi que no se la hacían.

—Qué dices, nadie me ha hecho nada. Me di contra la puerta del garaje hace una semana o por ahí. El maldito móvil. Me llamaron, me distraje, calculé mal la distancia cuando la puerta ya estaba bajando. Me dio de lleno, yo qué sé, es pesadísima, debe de ser hierro forjado. Ya lo tengo casi bien, fue más aparatoso que grave. No me duele.

—¿El móvil? ¿Ahora tienes móvil? ¿Cómo no me lo habías dicho? ¿Cómo no me has dado el número? —Y a la vez que le preguntaba todo esto, sorprendido, pensé, me acordé: 'Algo así me hizo decirle Reresby a De la Garza, tuve que traducírselo cuando estaba inmóvil y caído en el suelo y también magullado o vapuleado: "Dile que si ha de ir a un hospital, que cuente lo que tantos borrachos y tantos deudores, que la puerta del garaje se le abatió encima de golpe". Luisa no se habrá convertido en ninguna de esas dos cosas, en borracha ni en deudora, no creo. Pero qué bien sabía Tupra que las puertas de los garajes son casi siempre un invento'. Y gracias a él me quedé aún más convencido de que ella me estaba mintiendo. No tenía la imaginación que desarrolla el hábito, y había incurrido en el lugar común, como cualquier embustero bisoño que aún rehuye lo inverosímil, esto es, lo que cuenta con más posibilidades de ser creído en su tiempo.

53
{"b":"146343","o":1}