No me había tomado en consideración al conocernos —un desgraciado de la radío; él siempre se creyó más que eso, aunque también entonces lo fuera—, pero ahora me tenía catalogado como alguien con influencias yalgún misterio. Desconocía con exactitud la índole de mi trabajo y a quiénes servía, pero estaba más o menos al tanto de mi frecuentación ocasional de discotecas chic, restaurantes de lujo, hipódromos, cenas con celebridades, Stamford Bridge, y también de tugurios espantosos en los que ningún español se aventuraba (las rachas multitudinarias de Tupra duraban a veces semanas), todo ello en compañía de nativos, la cual no es fácil en Inglaterra para casi ningún extranjero, ni siquiera para los diplomáticos. (Ahora además me vería con los zapatos extraordinarios de Hlustik y Von Truschinsky, Gárralde era muy detallista y papanatas, hasta la repugnancia.) Sentía por mí lo mejor que los conocidos pueden sentir por uno, lo más conveniente: desconcierto e intriga. Eso lo llevaba a fabular sobre mis contactos y poderes, y así se prestaría a cualquier cosa que yo le solicitara. Le pedí sin explicaciones una cita en la Embajada, y una vez ante su mesa le aclaré el asunto de primeras (en voz prudente, compartía espacio con otros tres funcionarios, aun le quedaba por medrar de lo lindo, si pensaba continuar en aquel ámbito).
—En realidad no he venido a verte a ti, Garralde. Quería concertar una cita contigo para no tener problemas a la entrada. Te voy a visitar sólo tres minutos. Para hablar de nuestras cosas te invitaré a almorzar otro día, te llevaré a un sitio nuevo de miedo, te va a entusiasmar, allí se ve gente, toda recién levantada. Se saltan el desayuno, ya sabes. —Para él el término 'gente' significaba gente importante, la única que le interesaba. Empleaba expresiones horteras como 'la flor y nata’ o aún peor, 'la crème de la crème, 'el cogollito' y 'la jet’; hablaba de 'big names' y de'primeros espadas', decía que los fines de semana él estaba ‘ unplugged'(hablando en español, se entiende). Podría llegar bastante lejos con su combinación de pleitesía y abuso, pero no dejaría de ser nunca un cateto mundano. También exclamaba 'Oro!'cuando algo le parecía estupendo o un hallazgo, se lo había oído a una amiga italiana y lo encontraba originalísimo—. En cuanto acabemos aquí (será cuestión de dos minutos), quiero que me indiques el despacho de un colega tuyo, Rafael de la Garza. Es a él a quien quiero ver, pero sin que me espere.
—¿Y por qué no le has pedido a él la cita? —me preguntó el vil Garralde, más por cotillería que por ponerme trabas—. Te la habría dado seguro.
—No lo creo. Está resentido conmigo, por un par de tonterías. Quiero arreglarlo, ha habido un malentendido. Pero no debe saber que estoy aquí. Me señalas su despacho y ya me presento yo allí solo.
—Pero, ¿no es mejor que yo te anuncie? Él tiene más jerarquía.
Era como sí no me hubiera oído. Hábil para sus relaciones, pero en sí mismo lerdo. Me irritó, estuve a punto de abalanzarme sobre su nutrido cabello, resultaba inverosímil que se pareciera tantísimo al legendario gorro de Crockett, rey de la salvaje frontera (aunque se lo vi más apelmazado que otras veces, quizá empezaba a asemejarse a un gorro ruso de invierno). Me contuve una vez más, al fin y al cabo iba a hacerme un pequeño favor que intentaría cobrarme pronto, no era de los que aguardaban.
—Qué te acabo de decir, Garralde. Si me anuncias no querrá recibirme, y además puedes tú cargártela, ¿no lo entiendes?
Como era un hombre rastrero, este último argumento agilizó un poco su mente. Por nada del mundo quería enemistarse nunca con un superior, ni contrariarlo, aunque no lo fuera suyo en escala directa. Sentí conmiseración por él un instante: cómo se podía tener por encima a Rafita de la Garza. Nuestro mundo está mal ordenado y es injusto y es corrupto, puesto que permite eso, que haya gente a las órdenes de un tan gran capullo. Era lo más patético concebible. Claro que también era tremendo que alguien pudiera tener por encima a Garralde y hubiera de obedecerle.
—Está bien, como digas —contestó—. Déjame mirar al menos si está solo. Si tuviera una reunión, te serviría de poco entrar por sorpresa. No podrías deshacer el malentendido, ya me contarás, con testigos.
—Te acompaño. Así ya me guías y me indicas la puerta. Esperaré fuera, descuida, y antes de entrar te daré tiempo a alejarte. No se enterará de que has tenido que ver con mi visita.
—¿Y cuándo quedamos tú y yo para ese almuerzo? —me preguntó antes de ponernos en marcha. Tenía que asegurar su pago, el menor, el inmediato al menos. Ya trataría de sacarme algo mejor más adelante, bien de intereses. Pero yo pensaba pasármelos por el forro, y a lo mejor también el almuerzo. Se cabrearía momentáneamente, pero le aumentarían el respeto por mí y la intriga, al verme tan despreocupado de mis compromisos—. Me encantaría conocer ese sitio que dices.
—El sábado si te va bien. Luego tengo que irme a Madrid unos días. Te llamo mañana y quedamos. Yo reservo.
—Oro!
No soportaba que exclamara eso. La verdad es que de él no soportaba nada. Reservaría su madre, lo llamaría su padre, eso decidí entonces, ya encontraría luego pretextos.
Me condujo por unos pasillos alfombrados y llevaderamente laberínticos, por lo menos torcimos seis veces. Por fin se detuvo a prudente distancia de una puerta entornada o casi abierta, oímos voces declamatorias, o era una sola, sonaba como si recitara unos versos de ritmo machacón y raro, no resultaba muy audible, o quizá una letanía.
—¿Está solo? —le pregunté en un cuchicheo.
—No estoy seguro. Podría estarlo, aunque hable. Espera, no, ahora me acuerdo: hoy ha venido el Profesor Rico. Tiene una charla magistral esta tarde en el Cervantes. Lo mismo están ensayándola. —Y a continuación consideró necesario ilustrarme—: El Profesor Francisco Rico, nada menos. No sé si lo sabes, pero es una gran eminencia, un primer espada, y muy severo. Al parecer trata a patadas a la gente que le parece idiota o que lo importuna. Es muy temido, muy impertinente, muy cáustico. Ni loco debes interrumpirlos, Deza. Es académico de la Española.
—Será mejor que el Profesor no te vea, entonces. Esperaré aquí a que terminen. Tú sí lárgate, no te vaya a caer una bronca. Gracias por todo y no te preocupes, ya me apaño.
Garralde dudó un momento. No se fiaba de mí, con razón. Pero debió de pensar que, pasara lo que pasara o hiciera lo que yo hiciera, más le valía no estar presente. Se alejó por los pasillos, volviéndose cada pocos pasos y repitiéndome sin articular sonido hasta que desapareció de mi vista (se le leían bien los labios):
—No entres, no se te ocurra interrumpirlos. Es académico.
Había aprendido de Tupra y de Rendel a moverme sin hacer casi ruido, lo mismo que a abrir puertas cerradas, si no tenían complicaciones, y a atrancarlas, como la del lavabo de los minusválidos. Así que avancé hasta la altura del despacho de De la Garza, pero manteniéndome lo más alejado de él que podía, por la orilla opuesta del pasillo. Desde allí vi la habitación casi entera, en todo caso los vi a los dos, al mameluco y a Rico, la cara de éste la conocía bien de la televisión y los diarios y no era apenas confundible, un hombre calvo que curiosa y audazmente no se comportaba como calvo, con mirada displicente o incluso hastiada a menudo, debía de vivir muy harto de la ignorancia circundante, debía de maldecir sin pausa haber nacido en esta época iletrada por la que sentiría un desprecio enorme; en sus declaraciones a la prensa y en sus escritos (le había leído alguno suelto) daba la impresión de estarse dirigiendo no a unos futuros lectores más cultos, en los que sin duda no confiaba, sino a otros del pasado, bien muertos, como si creyera que en los libros —a ambos lados de los libros: hablan en mitad de la noche como habla el río, con sosiego o desgana, y su rumor también es tranquilo o paciente o lánguido— estar vivo o estar muerto sólo fuera una cuestión azarosa y secundaria. Quizá pensaba, como su compatriota y mío, que 'es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común y los une', y que por eso todo tiempo es indiferente y compartido por fuerza (en él hemos estado y estaremos todos), y que se coincida en él físicamente resulta tan sólo algo accesorio, como que se llegue tarde o pronto a una cita. Le vi su característica boca grande, bien trazada y como esponjosa, recordaba un poco a la de Tupra, pero en menos húmeda y salvaje. La mantenía cerrada, casi apretada, noera de ella de donde provenían los primitivos ritmos, sino de la de Rafita, quien al parecer no sólo se sentía rapero negro de noche y en los locales chic idióticos, sino también hip-hopperblanco a la luz del día y en su mismísimo despacho de la Embajada, aunque ahora vistiera convencionalmente y no llevara chaqueta rígida y grande, ni aro de adivina en la oreja, ni redecilla pseudotaurina ni sombrero ni bandana ni gorro frigio ni nada puesto sobre su cabeza hueca. Terminó su recitado con soniquete y le dijo con satisfacción a Francisco Rico, hombre de gran saber: