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Como en York, no me hizo traducir a nadie en Berlín ni conocer a nadie más. Me dejó tiempo libre, no me invitó a una cena que tuvo con gente de la ciudad. Durante el vuelo de regreso pensé que al menos me preguntaría por el zapatero, mi por fuerza superficial opinión, y acaso por el señor Wildgust con retraso, aunque yo no hubiera estado presente en la parte sustancial de sus conversaciones con ninguno de los dos. Pero como al cabo de una hora de pasarlo mal en el aire Tupra siguiera hablándome sólo de carreras de caballos y de fútbol (le reventaban las antinaturales riqueza rusa y antipatía lusa de su equipo de toda la vida, el Chelsea), no me resistí a preguntarle yo a él:

—Por curiosidad, ¿en qué lengua hablabais a solas, Mr Von Truschinsky y tú?

Me miró con tan bien fingida sorpresa que hasta dudé si era real.

—En qué íbamos a hablar, en inglés. En lo mismo que contigo, qué sentido tenía cambiar. Además, yo sé poco alemán.

No era cierto lo del inglés, pero no quise discutir. Así que cambié de tema, o quizá no tanto:

—Escucha, Bertram. Entiendo que me hicieras acompañarte a Bath y a Edimburgo, espero haberte sido allí de utilidad. Pero no me explico por qué quisiste que fuera contigo a York ni por qué he venido a Berlín. No me has dado tarea, no he visto de qué podía servir. Y no me digas que por llevar compañía, porque te desagrada viajar solo. En York tenías la de Jane, aunque luego casi ni la aprovecháramos. —Jane Treves no había tomado parte en la excursión a Coxwold ni caminó largamente por el adarve medieval. Tan sólo habíamos cenado con ella. Podía ser que Tupra la hubiera visto sin mí. Podía ser, por qué no, que él sí la hubiera aprovechado y ella hubiera dormido en su habitación.

—Estaba muy ocupada con sus parientes. La incluí en el viaje más que nada para que tuviera ocasión de verlos. Hacía mucho que no los visitaba. Estoy muy contento de su trabajo. No ha parado últimamente.

—Y en cambio, con todas estas escapadas, a mí me estás obligando a retrasar mi viaje a Madrid. No sé si te das cuenta de que hace siglos que no veo a mis hijos, no los voy a reconocer. Ni a mi padre. Mi padre está muy mayor, sólo tiene un año menos que Peter. A veces tengo miedo de no ir a volver a verlo. —Y aquí sí insistí—: ¿Para qué me has hecho venir? ¿Para comprar zapatos? ¿Para renovarme el calzado?

Tupra sonrió con sus labios gruesos que ni siquiera se le afinaban apenas al estirarlos.

—Convenía que te presentara a Clemens von T, es ya un viejo amigo y da un magnífico servicio, se puede confiar en él. Seguro que a partir de ahora calzarás mucho mejor. Podrás tratar directamente con él, además. Para el mes que viene no hay viajes previstos, así que no habrá inconveniente en que te traslades unas semanas a Madrid. Si quieres. Dos o tres.

Un permiso tan largo. Me desconcertó. Se lo agradecí. Pero no había manera de que contestara a lo que decidía no contestar, eso lo sabía yo bien, ni de que diera explicaciones de lo que no quería o no debía explicar. Abandoné. Supuse que con aquellas frases se refería a otra cosa que a los zapatos, que más adelante me encargaría tratar de algo que no fuera calzado con Clemens von T. Sin embargo lo cierto es que todavía hoy, pasado ya todo el tiempo de la fiebre y el sueño, bien de vuelta ya en Madrid, sigo pidiéndole mis bonitos y duraderos pares a su diminuta tienda de Berlín.

No mintió Tupra en aquel avión, y organicé mi viaje a Madrid para el mes siguiente, una estancia de quince días, me di cuenta de que con eso tendría bastante y hasta quizá me sobraría, quiero decir que no sabría qué hacer allí con mi tiempo, tras haber visto una vez a todos.

Es extraño e incongruente el proceso de las nostalgias, o del echar de menos, tanto si es por ausencia como por abandono o por muerte. Uno cree al principio que no puede vivir sin alguien o alejado de alguien, la pena inicial es tan afilada y constante que se siente como un hundimiento sin límite o como una lanza interminable que avanza, porque cada minuto de privación cuenta y pesa, se hace notar y se nos atraganta, y uno sólo espera que pasen las horas del día a sabiendas de que su paso no nos llevará a nada nuevo sino a más espera de más espera. Cada mañana abre uno los ojos —si se ha beneficiado del sueño que no permite olvidar del todo, pero que confunde— con el mismo pensamiento que lo oprimió justo antes de cerrarlos, 'Ella no está y no va a volver', por ejemplo (sea volver a mí o de la muerte), y se dispone no a atravesar la jornada fatigosamente, pues ni siquiera es capaz de mirar tan lejos ni de diferenciarlas, sino los siguientes cinco minutos y luego otros cinco fatigosamente, y así seguirá de cinco en cinco si es que no de uno en uno, enredándose en todos y a lo sumo tratando de distraerse durante dos o tres de su conciencia, o de su parálisis cavilatoria. No será por su voluntad si eso sucede, sino por algún azar bendito: una noticia curiosa en el telediario, el rato de completar o de empezar un crucigrama, la llamada irritante o solícita de quien no soportamos, la botella que se nos cae al suelo y nos obliga a recoger los añicos para no cortarnos cuando por pereza andemos descalzos, la infame serie de televisión a la que le vemos la gracia —o es simplemente que nos acostumbramos a la primera a ella, de golpe— y a la que nos entregamos con inexplicable consuelo hasta los títulos de crédito concluyentes, deseando que se iniciara al instante otro episodio que nos permitiera aferramos a un estúpido hilo de continuidad hallado. Son las rutinas halladas las que nos sostienen, lo que a la vida le sobra, lo tonto inocuo, lo que no entusiasma ni nos pide participación ni esfuerzo, el relleno que despreciamos cuando todo está en orden y nosotros activos y sin tiempo para añorar a nadie, ni siquiera a los que ya se han muerto (aprovechamos esos periodos para sacudírnoslos de nuestras espaldas, de hecho, aunque eso sirva sólo temporalmente, porque los muertos se empeñan en seguir muertos y siempre vuelven más tarde, para hacernos sentir la punzada de su alfiler en el pecho y caer como plomo sobre nuestras almas).

Pasa entonces el tiempo, y a partir de un día difuso volvemos a dormir sin sobresaltos y sin recordar en el sueño, y a afeitarnos ya no al azar ni a deshoras sino por la mañana; ninguna botella se rompe ni nos irrita ninguna llamada, prescindimos del culebrón, del crucigrama, de las salvadoras rutinas sobrevenidas que observamos con extrañeza en la despedida porque ya casi ni comprendemos que nos hicieran falta, y hasta de las personas pacientes que nos entretuvieron y nos escucharon durante nuestra temporada de luto, monótona y obsesiva. Alzamos la cabeza y miramos a nuestro alrededor de nuevo, y aunque no haya nada promisorio ni llamativo, ni que sustituya a lo añorado y perdido, empieza a costamos mantener esa añoranza y nos preguntamos si de verdad perdimos. Aparece una pereza retrospectiva respecto al tiempo en que amábamos o nos desvivíamos o nos exaltábamos o nos angustiábamos, uno se siente incapaz de volver a prestar tanta atención a alguien, de tratar de complacerla y de velar su sueño y de ocultarle lo ocultable o lo que le haría daño, y en la asentada ausencia de alerta halla uno un enorme descanso. 'Fui abandonado', piensa, 'por la amante, el amigo o el muerto, tanto da, todos se fueron, el resultado es el mismo, me quedé a lo mío. Acabarán lamentándolo, porque gusta saberse querido y entristece saberse olvidado y yo ahora los voy olvidando, y el que muere, más o menos, también sabe lo que le espera. Yo hice cuanto pude, aguanté a pie firme, y aun así se me apartaron.' Cita uno entonces para sus adentros: 'La memoria es un dedo tembloroso'. Y añade luego de su cosecha: 'Y no siempre atina a señalarnos'. Descubrimos que nuestro dedo ya no atina, o que lo logra cada vez menos, y que quienes nos absorbieron la mente noche y día y noche y día, y estaban fijos en ella como un clavo martillado y hundido, se desprenden poco a poco y comienzan a no importarnos; se tornan borrosos, temblorosos ellos mismos, y hasta se puede dudar de su existencia como si fueran una mancha de sangre ya frotada, lavada y limpiada, o de la que sólo queda el cerco, lo que mas tarda en quitarse, y ese cerco ya va cediendo.

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