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Incluso me parecía —era menos una comprobación que una sospecha— que Wheeler podía estar aflojando la mano que antes agarraba y no soltaba la presa, como aún hacíamos Tupra y yo y la joven Pérez Nuix probablemente, los tres todavía en edades desasosegadas o por lo menos interventoras, cuánto duran en verdad los afanosos años, los de la zozobra y la aceleración del pulso, los del movimiento y el vuelco, el vértigo, los de aquellos y tantos pasos, tantas dudas y tal tormento, en que se forcejea y urde y lucha y se aspira a hacer rasguños al otro y a evitárselos a uno mismo y a torcer las cosas en su beneficio, aunque éste se disfrace a menudo de nobles causas con tanto arte que hasta a nosotros nos engaña, artífices de los disfraces. Quiero decir que Wheeler se apartaba de sus maquinaciones y de lo que se hubiera trazado, o esa impresión me daba, como si la voluntad y la determinación le hubieran por fin menguado o quizá de pronto las desdeñara y no les viera ya compensación ni mérito, tras décadas de fortalecérselas y cultivárselas y alimentárselas, y desde luego de aplicarlas. Estaba concentrado en sí mismo, poco más le interesaba. Tenía más de noventa años, no podía extrañar ni reprochársele, ya era hora.

Y a pesar de esos avisos, de mi creciente temor a no disponer de un tiempo que con él siempre había sentido como ilimitado, yo seguía aplazando mis visitas y mis preguntas y no iba a verlo. También habría querido que me contara más de Tupra, de sus antecedentes, su historia, su peligrosidad, su carácter, de las 'probabilidades en el interior de sus venas' —él sabría más de ellas, lo conocía desde hacía más tiempo—, sobre todo tras aquella noche de la espada y los vídeos cuyo recuerdo me había hostigado durante semanas y lo haría indefinidamente; pero sobre este asunto, una vez que decidí no largarme ni sustraerme, no abandonar aún mi puesto y con él mi actividad, mi salario y mi aturdimiento, tal vez rehuía la posibilidad de averiguar de veras y de que, si Wheeler me complacía y descifraba a Tupra cabalmente, eso me hiciera parar lo que de momento, no sin violencia, había resuelto que continuara. Me daba cuenta de que había llegado a un punto en el que cada jornada que transcurría se me hacía más difícil dar marcha atrás, no digamos dejarlo todo y regresar a Madrid —a trabajar en qué, a vivir cómo, a estar cerca de Luisa mientras ella se me alejaba—, de donde sin embargo tampoco había salido enteramente. Mi mente estaba allí en gran medida, pero no mi cuerpo, y éste se iba acostumbrando a deambular por Londres y a respirar sus olores al despertar y al adormecerse (siempre con un ojo abierto, por la falta de persianas o como un habitante más de la isla grande), a pasar parte del día en compañía de Tupra y Pérez Nuix y Mulryan y Rendel y en ocasiones de Jane Treves o Branshaw, a ciertas rutinas inicialmente salvadoras en las que, sin haberlo previsto, de repente uno se encuentra prendido como en una tela de araña, sin ser capaz de imaginar otra vida distinta de la que lleva, aunque ésta no sea gran cosa y haya llegado como por azar y sin que la llamara nadie. No, ya no me resultaba fácil pensarme en otro trabajo menos cómodo y peor pagado, menos atractivo y variado, al fin y al cabo cada mañana me enfrentaba a nuevos rostros o ahondaba en los conocidos, y era un reto desentrañarlos. Apostar por sus probabilidades, vaticinar sus comportamientos, era casi como escribir novelas, o por lo menos semblanzas. Y de vez en cuando había salidas, traducciones sobre el terreno y algunos viajes.

Así que también iba retrasando mi vuelta a Madrid, me refiero a una visita a mis niños y a mi padre y a mis hermanos y amigos, habían pasado demasiados meses sin poner pie en mi ciudad y por lo tanto sin ver ni percibir a Luisa, que era lo que más me atraía y asustaba. A ella le había dicho, dos días después de aquella noche, cuando la había telefoneado para inquirirle sobre el bottoxy las manchas mujeriles de sangre, que aún tardaría un poco. 'Los niños preguntan que cuándo vienes', había llevado buen cuidado en no preguntarlo ella, y en no incluirse. 'No sé si será muy pronto’, le había contestado yo, y le había mencionado que debía acompañar a mi jefe en un viaje, no se sabía cuándo, podía ser en cualquier momento, estaba atado hasta entonces. Y era cierto, así me lo había anunciado Tupra, sólo que al final fueron varios los viajes a los que me arrastró durante el mes siguiente, desplazamientos breves, de un par de días, tres dentro de la isla grande y uno a Berlín, al continente.

Los dos fuimos a Bath con Mulryan, a Edimburgo solos y a York con Jane Treves, quien al parecer era de Yorkshire y conocía el terreno, aunque no vi que hiciera falta ser un experto para moverse por aquellas ciudades de tamaño bien humano. A Pérez Nuix no la llevaba, quizá para castigarla por su tentativa de engaño en el asunto de Incompara y de su palizado padre, del que me debía de considerar cómplice ingenuo y muy poco responsable, o quizá para que no coincidiéramos ella y yo en hoteles juntos, se me ocurría: a veces pensaba que él lograba enterarse de todo, y que así estaría al tanto hasta de lo sucedido en mi casa, en mi cama, en silencio y como si no pasara, la noche de la lluvia constante.

En cada sitio tuvimos una sola reunión en la que yo pudiera ser útil como intérprete, de lenguas o de personas, y en Tupra vio a más gente, como supuse, fue por su cuenta y no me invitó a esos encuentros. En Bath se alojó en un hotel distinguidísimo (Mulryan y yo en otro sólo agradable, nuestra jerarquía era distinta), el Royal Crescent si no recuerdo mal el nombre, en el cual vivía 'casi permanentemente', dijo mi jefe, un millonario mexicano, 'oficialmente retirado pero aún muy activo a distancia y desde la sombra', con el que deseaba llegar a unos acuerdos. Aquel hombre, de avanzada edad, pelo y bigote blancos, con vestigios de apostura o ésta en vísperas de derrumbarse, parecido al viejo actor César Romero y apellidado Esperón Quigley, hablaba un esmerado inglés con mal acento (les sucede a muchos latinos de los dos continentes), y mi concurso sólo fue necesario en unas cuantas ocasiones, cuando la dicción del caballero resultaba tan opaca para el oído inglés puro de Tupra y el medio irlandés de Mulryan que las correctas palabras se les hacían irreconocibles, en la extravagante pronunciación de Esperón Quigley. Como de costumbre, no presté atención a lo que dirimían, no era asunto mío, a priori me aburría y prefería no enterarme. El resto del tiempo me quedó libre, y me dediqué a pasear, a contemplar el río Avon, a visitar los baños romanos y algunos comercios de antigüedades y releer a Jane Austen en un sitio en el que ella había estado unos años de escasa fertilidad literaria, así como alguna página de William Beckford, que se recluyó allí largo tiempo y vivió y murió a disgusto, lejos de su querida abadía o mansión de Fonthill que lo había conducido a la ruina. En una de mis vueltas por la ciudad me topé asombrado con una tienda, una joyería y relojería de copete más bien mediano, que se llamaba Tupra inverosímilmente. No estaba lejos de otra con más pretensiones que, si no me falla la memoria, se anunciaba en el escaparate como proveedora del Almirantazgo (me imaginé que se referiría sólo a relojes, y no a pedruscos y abalorios para la marinería). Cuando le mencioné la coincidencia a Tupra, me contestó secamente:

—Oh sí, ya lo sé. Nada que ver. Ninguna relación en absoluto. Ninguna. —Podía ser cierto o falsísimo, y el relojero ser su padre. Pero no me atreví a insistirle.

Aun así no pude dejar de hacerle una broma privada, como se dice en su lengua:

—En todo caso sería más propio que la provisión al Almirantazgo la hiciera la relojería Tupra y no otra cercana que he visto que se encarga aquí de eso. Aunque sólo sea por tus relaciones, por nuestras relaciones con el antiguo OIC, ¿no te parece?—Recordaba las palabras de Wheeler aquel domingo antes del almuerzo, en Oxford, cuando me habló de las dificultades para reclutar a los integrantes iniciales del grupo, nada más creárselo: 'Hubo que peinar a toda velocidad el reino. La mayoría provino de los propios Servicios Secretos, del Ejército, algunos del antiguo OIC, nunca lo has oído, el Operational Intelligence Centre de la Marina, eran pocos pero muy buenos, quizá los mejores; y por descontado de nuestras Universidades'. Y vi una expresión de extrañeza y vago recelo en Tupra (como si se preguntara cuánto más sabía, y si me habría subestimado en mis aprendizajes), al oír en mi boca aquellas siglas pretéritas, que era raro que conociera un español del siglo XXI, y aun de la segunda mitad del XX.

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