Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Yo también me quedé mirándolo unos segundos, antes de dar media vuelta y seguir mi camino. No sé si a mi vez con odio, pero puede ser, es muy posible, sobre todo cuando lo vi hacer algo que me inquietó y no me gustó nada: con la mano derecha, con la mano desnuda y sana, con la que pintaba, se sacó del bolsillo del pantalón un reloj de cadena y miró en él la hora con extraño detenimiento. Inicialmente pensé que se trataría de una originalidad más, una nueva; ya que había renunciado a la coleta, de alguna forma tenía que subrayar que era un artístico, como lo había llamado mi hermana cuando yo aún no lo había visto; y llevar un reloj de ese tipo en el siglo XXI estaba en consonancia con eso, seguramente, desde su estúpido punto de vista de bohemio arcaico. Pero acto seguido se me ocurrió otra posibilidad: 'Tal vez no lleva reloj de pulsera por lo mismo que lleva un guante', pensé, 'que tendría que levantarse cada vez que fuera a mirarlo. Tal vez sí le dejé la mano irrecuperable, deshecha, aunque del chirlo en la mejilla, en cambio, no veo ni rastro. Sea como sea no me gusta esa imagen, con su reloj anticuado en la mano, mirándolo, porque acaso esté contando mi tiempo'. No quise verla más, y cuando ya me había alejado unos pasos volví a pensar, quizá para conjurarla o fue más bien para animarme: Pero ahora sé que también yo soy capaz de contar el suyo, en mi humor airado; ya se lo conté una vez y paré la cuenta, él lo sabe, tuvo suerte, porque estuve a punto de terminarla. Eso lo disuadirá de venir. Y si aun así un día se acerca, veremos quién se tiene que desprender antes del nombre'.

Se puede vivir con una amenaza aplazada, porque siempre puede no cumplirse, con ello hay que contar en principio. A veces vemos lo que se avecina y aun así no hacemos caso, y quizá no sea sólo por lo que me dijo Wheeler, porque detestemos la certidumbre, porque nadie ose ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto; porque nadie quiera saber, y a saber de antemano, bueno, a eso se le tenga horror, horror biográfico y horror moral; porque todos prefiramos ser completos necios en sentido estricto, en el sentido latino del término que todavía recogen nuestros diccionarios: 'Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber', es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehuye enterarse y abomina de aprender. 'El satisfecho insipiente', como dijo Wheeler con su pedantería que echo en falta. No, quizá sea también porque tememos malgastar la vida con nuestras precauciones y sospechas y nuestras visiones y alertas, y porque no se nos oculta que de todo habrá siempre un final sabido, y entonces, en el adiós, cuando seamos pasado o nuestro final avance ligero y llame ya a la puerta con insistencia, nos parecerá todo baldío e ingenuo: para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, nuestro veneno y la sombra, y tantas las dudas, y tal tormento.

Había quedado con Luisa aquella tarde: nos vemos dos o tres veces por semana, en esta tregua ya larga que nos estamos dando. Es más, ella tiene mis llaves y en ocasiones se adelanta, y entonces me espera ya instalada en mi casa, exactamente como creía Tupra que me esperaba alguien en Londres aquella noche del veneno y el baile, cuando allí nunca había nadie aguardándome, ni que pudiera apagar las luces cuando yo no estaba, mis luces encendidas siempre para no encontrarme todo a oscuras. Nadie tenía mis llaves y allí nunca me esperaba nadie. El portero me dijo: 'Está arriba la señora, su amiga. Ha subido un paquete que le han traído, se lo he dado'. El hombre ve algo marital en nosotros, pero no acaba de tenerlo claro, vacila. Yo le he dicho que Luisa es mi mujer, y aun así no se lo cree del todo, o acaso no entiende que en ese caso ella venga y se vaya.

Antes de abrir la puerta la oí tararear dentro, ahora canturrea a menudo y se vuelve a reír mucho, conmigo y sin mí, supongo, ya no me regatea sus risas y confío en que eso dure, a ser posible para siempre, es lo que pienso. Su vuelta no tiene nada que ver con la de Beryl con Tupra, según mis interpretaciones remotas y si en efecto volvieron, eso no llegué a saberlo nunca: aquí no hay interés, o no es espúreo, ni clandestinidad tampoco. Es indudable que a Luisa la beneficia y divierte que nos veamos así, de vez en cuando, que ya no vivamos juntos, aunque no sé si se cansará de esto algún día, empieza a dejar ropa en mi casa. Para mí están así bien las cosas, al fin y al cabo en Londres me acostumbré a estar muy solo, como me decía al principio Wheeler paternalmente, y a ratos necesito seguir estándolo, creo que no podría soportar la permanente compañía de nadie y no poder mirar nunca a solas el mundo desde mis ventanas, el mundo orientado y vivo al que me figuro que aún pertenezco. Abrí la puerta y vi sobre la mesa baja del salón el paquete que el portero le había entregado a Luisa, ella estaba en la cocina, seguía tarareando sin percatarse de mi llegada. Lo miré, venía de Berlín, zapatos de Von Truschinsky, al que, ya que tiene mis medidas, le continúo encargando algún par de tarde en tarde, son muy caros. Siempre me acuerdo de Tupra cuando los recibo, aunque nunca dejo de tenerlo vagamente presente, como si fuera un amigo con el que uno sigue contando —eso es extraño—, y al que puede recurrirse. No lo he hecho, de momento.

Aquella tarde lo tenía aún más presente, tras el encuentro mudo con Custardoy, con dos o tres animales por testigos indiferentes. Durante el camino hacia mi casa había pensado algo más, había pensado: 'El miedo que no quise infundirle a De la Garza cuando fui a su Embajada, el pánico que me repugnó inspirarle, me habría gustado verlo en cambio en la cara de Custardoy y en su comportamiento. A él se le pasó ya todo el susto, o si algo le queda —y algo debe quedarle por fuerza— no lo muestra. Nada sale como queremos o como prevemos, o quizá es que sigo siendo demasiado dubitativo, a Tupra nunca le habría sucedido algo así, él lo habría suprimido del cuadro cuando lo tuvo en el borde, y ahora yo tendré que vigilar sus ángulos, por si vuelve a deslizarse dentro, esta vez con espada o con lanza, aunque para eso quizá falte tiempo, porque el miedo nunca se pierde del todo, una vez que se lo conoce'. Aún me rondaban estos pensamientos. Luisa me notó taciturno, quizá algo preocupado incluso, respondí poco a sus bromas, vuelve a gastarme muchas.

—¿Qué te pasa? —me preguntó—. ¿Te ha ocurrido algo?

—¿Algo? —contesté entre suspicaz y absorto—. ¿Qué quieres decir? ¿De qué tipo?

—Algo malo, quiero decir.

Sí, me había ocurrido algo malo, y no, no me había ocurrido nada malo. Nada anómalo, en todo caso. A uno le hacen daño y se convierte en enemigo. O hace uno daño y se crea un enemigo. Basta con respirar, ambas cosas suceden mucho más de lo que nos imaginamos, a menudo sin querer y sin que nos demos cuenta, conviene estar atento y mirar los rostros, y aun así no nos enteramos demasiadas veces. Yo me había enterado bien aquella tarde, y enterarse ya es una ventaja. Pero a Luisa no podía decírselo, no podía hablarle de eso, no podía contarle mi encuentro. No nos hemos preguntado apenas sobre nuestro tiempo de separación absoluta, mejor no hacerlo. Ella no me ha hablado nunca de Custardoy, yo a ella tampoco, nunca sabré cuánto lo quiso o cuánto lo temió. Es quizá lo único sobre lo que jamás le podré decir nada, ni siquiera cuando yo sea pasado o mi final avance ligero y llame ya a la puerta con insistencia, porque creo conocer su rostro y me lo juego todo, hasta su manera de recordarme. Quizá por eso, y también porque yo estoy contento normalmente, tarareo o canturreo a veces como hace ella, y tengo una querencia a entonar o silbar aquella canción con tantos títulos, irlandesa o del Oeste ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', así suena o va la melodía siempre), " The Bard of Armagh, que vaticinaba: 'Y cuando me abracen los fríos brazos del Sargento Muerte'; o ' Doc Holliday, que primero se justificaba: 'Pero los hombres que yo maté deberían haberme dejado en paz', y después se lamentaba: 'Pero aquí estoy ahora solo y abandonado, con la muerte en mis pulmones me estoy hoy muriendo'; o ' The Streets of Laredo', cuya letra es la que mejor me sé y la que por tanto canturreo en voz alta o para mis adentros, quién sabe si como recordatorio, sobre todo esa estrofa que termina rogando: 'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear'. O lo que es lo mismo en mi lengua: 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'.

115
{"b":"146343","o":1}