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El ruido de las aletas se hizo insoportable en un instante, Peter se llevó las manos a los oídos y a la vez guiñó los ojos con fuerza, como si el estruendo dentado —una carraca gigante— le dañara también la vista, de manera que no pudo impedir que las viñetas se nos volaran por la turbulencia del aire. No lo vio siquiera. Yo intenté parar las que pude con mis manos, muy pocas. El helicóptero empezó a dar pasadas, como si fuéramos nosotros el objeto de su vigilancia, quizá se divertía el piloto al ver a un anciano espantado, y a su acompañante correr tras papelitos esquivos que se iban hacia el río. Hube de tirarme a la hierba en plancha (no una vez ni dos tampoco) para frenar y pillar los más posibles antes de que cayeran al agua, mientras el helicóptero raseaba con lo que percibí como burla según me iba yo lanzando, puede que erróneamente. Luego se alejó y desapareció en pocos segundos, igual que había surgido. Algunas viñetas todavía volaban, sobre todo la que era de papel de diario y por tanto la más ligera, la Información al enemigo' de Fraser, temí que se desmenuzara como un papiro (tenía sesenta años largos, aquel trozo), aparte de que se mojara. Iba tras unas y otras cuando vi que Wheeler había abierto por fin los ojos así como los oídos, y —de nuevo libres las manos— cómo ahora se llevaba un brazo a la frente —o era la muñeca a la sien—, como si le doliera mucho o estuviera comprobando si le había venido fiebre, o era un gesto de pesadilla acaso. Y el otro brazo se lo vi extendido, señalando con el dedo índice de la misma forma en que lo había hecho la noche anterior cuando no le salió una palabra y tuve yo que adivinársela, o que tanteársela. Habría pensado que era otra vez sólo eso, aquella afasia momentánea, de no haberla precedido el vuelo del helicóptero y las buscadas sordera y ceguera de Peter mientras la hélice nos aturdía, lo había visto, cómo decir, indefenso y desamparado, y no sabía si transportado. Me acerqué a él temeroso, abandoné los papelitos por tanto, la caza de los aún rebeldes:

'Peter, ¿se siente usted mal, le pasa algo?' Negó con la cabeza y siguió señalando con expresión de alarma hacia la orilla del apacible Cherwell, no necesité esta vez de aproximaciones: 'The cartoon?', fue mi pregunta, y asintió en seguida pese a que creo que me equivoqué de término, era la viñeta auténtica lo que lo preocupaba, se había dado cuenta del riesgo sólo al abrir los ojos tras su susto o su recuerdo relámpago, no antes; así que corrí de nuevo, salté, caí, la alcancé, la atrapé con dos dedos intacta al borde de la corriente mansa, debí de parecer un jugador de cricketde los que vuelan y se arrojan al prado, ese juego tan inglés que no comprendo, o bien un portero de fútbol en su estirada, ese otro juego ya no tan inglés que comprendo perfectamente. El aire se había calmado, recogí dos o tres papeles más del suelo, estaban todos a salvo, ninguno se había perdido, ni mojado, sólo se habían arrugado unos cuantos. 'Tenga, Peter, creo que están todos, no se han estropeado apenas, me parece', le dije mientras alisaba algunos. Pero a Wheeler no le salían aún las palabras, y me señaló con su dedo repetidamente como a un heredero o destinatario, entendí que esas viñetas eran para mí, me las daba. Abrió su carpeta y en ella fui echándolas, menos la de Fraser, la que no era reproducción sino original recorte, porque él alzó el índice deteniéndome cuando iba a depositarla junto a las otras, y acto seguido se tocó con el pulgar el pecho. 'Esa no, esa es para mí', dijo aquel gesto. '¿Esta se la guarda usted?', quise ayudarlo. Asintió, la puse aparte. Era extraño que se quedara de repente sin habla, justo cuando estaba hablando de los pocos o muchos —según se mire— que eran así, sin habla. La noche anterior, cuando se le había atascado el vocablo 'cojín', había explicado luego, al recuperar la voz o la soltura: 'Me sucede de tarde en tarde. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase'. Y era entonces cuando había utilizado aquel cultismo infrecuente, no tanto en inglés como en mi lengua: 'Es como un anuncio, o una presciencia...', sin llegar a completar la frase, ni siquiera cuando yo le había insistido poco después para que lo hiciera; a eso me había contestado: 'No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es tu estilo'. Presciencia era el conocimiento de las cosas futuras, o el saber previo de los acontecimientos a ciencia cierta. No sé si eso existe, pero a veces también se nombra lo que no existe, y entonces nace la incertidumbre. Ahora no me cabía duda respecto al final de su frase, me lo había preguntado o lo había intuido la víspera, hoy tenía la respuesta segura aunque él no me la hubiera dado: 'Es como un anuncio, o una presciencia de lo que es estar muerto'. Y acaso podría haber añadido: 'Es no hablar, aunque se quiera. Sólo que además ya no se quiere, la voluntad se ha retirado. No hay querer ni no querer, ambos se han ido'. Miré hacia la casa, la señora Berry había abierto una ventana de la planta baja y nos hacía señas con el brazo en alto. Quizá se había asomado nada más oír el estrépito de la hostigadora hélice y había asistido a mis carreras y zambullidas sin que nos diéramos cuenta. Elevé la voz, para preguntarle: '¿Hora de almorzar?', y acompañé mi grito de un gesto de la mano a la altura de la boca más bien absurdo, como de quien enrolla en el tenedor spaghetti. No creo que me oyera, pero me entendió. Con la mano negó y luego la colocó un momento en posición de espera, como diciéndome 'No, aún no', y a continuación señaló hacia Peter con ademán de inquietud, o de duda, '¿Él está bien?', era la traducción de aquello. Afirmé con la cabeza varias veces, tranquilizándola. Ella levantó las dos manos al tiempo, como ante un atraco, 'Ah bueno', y cerró ya la ventana y desapareció hacia dentro. Entonces Wheeler recobró la palabra:

'Sí, ésta me la guardo, te daré una copia si la quieres', dijo refiriéndose al dibujo de Fraser. 'Las demás puedes quedártelas, las tengo repetidas, o reproducidas mejor en libros; algún otro original también conservo. Este de la araña gamada me gusta especialmente. Qué demonio de helicóptero', añadió sin pausa y con fastidio, 'qué se le habrá perdido por aquí, esto es zona de conocimiento. Espero que no venga más a despeinarnos, ¿no tendrás un peine a mano? Los latinos soléis llevarlos.' El pelo de Wheeler se veía, en efecto, como la espuma rabiosa en la cresta de una ola, y el mío me lo notaba como si me lo hubieran convertido en nudos. '¿Qué quería Mrs. Berry?', esto también lo enlazó sin pausa. Volvió a llamarla como en sociedad. Se estaba recomponiendo y debía ayudarse a ello; o era la fuerza de la costumbre del disimulo. '¿Nos llamaba ya para el almuerzo?' Miró el reloj sin detenerse a mirarlo, trataba de salir de su sobresalto sin comentarios míos, aunque bien sabía que yo no iba a soltarlo sin hacer una tentativa al menos.

'No, todavía no está listo. Supongo que la asustó el ruido, no sabría lo que era', contesté, y añadí a mi vez sin pausa: 'Se le ha atragantado la voz de nuevo, Peter. Anoche me dijo que le ocurría sólo de tarde en tarde. Pero ya van dos veceseste fin de semana'.

'Bah', respondió huidizo, 'ha sido casualidad, mala suerte, ese maldito helicóptero. Son atronadores, ese sonaba casi como un viejo Sikorsky H-5, su solo ruido provocaba el pánico. Y también es que hablo mucho, contigo hablo demasiado y me acabo resintiendo, no tengo ya tanta costumbre. Tú me dejas y me dejas, pones cara de interesado y yo te lo agradezco mucho, pero deberías cortarme más, obligarme a ir más al grano. Estoy un poco solo aquí en Oxford, me imagino, últimamente, y con Mrs. Berry está todo hablado, lo que puede hablarse con ella, claro, o lo que ella quiere que hablemos. No te creas que me viene a visitar tanta gente. Muchos han muerto, otros se fueron a América nada más jubilarse y viven allí como parásitos, yo no quise eso, se limitan a esperar tomando el sol lo más que pueden, se consienten bermudas, se aficionan por televisión a ese fútbol de allí con mucho postizo y casco, se preocupan por sus intestinos y se alimentan sólo de brécoles, merodean por la biblioteca y el campus que les hayan tocado en suerte, dejan que sus departamentos los exhiban de tarde en tarde como prestigiosas momias ultramarinas o como ajados trofeos de unos difusos tiempos heroicos que nadie sabe allí en qué consistieron. En suma, como antigüedades, es de lo más deprimente. Sí me gusta hablar contigo. Los ingleses rehúyen cuanto no sea anécdota, dato, hecho y apostilla o glosa irónica; la especulación les desagrada, el razonamiento les es superfluo: lo que a mí más me divierte. Sí, me gusta mucho hablar contigo. Deberías venir más a menudo: aparte de todo, estás muy solo ahí en Londres. Aunque quizá lo estés pronto bastante menos. Aún he de proponerte algo, y pedirte el favor de que lo aceptes sin darle demasiadas vueltas ni hacerme muchas preguntas. Tampoco vas a perder un tiempo que ya das por perdido, el de las convalecencias sentimentales se llena con lo que sea, el contenido es lo de menos, con lo que esté más a mano y más ayude a empujarlo, se tiene poca exigencia, ¿no es cierto? Luego no se recuerdan apenas, esos periodos, ni lo que se hizo en ellos, como si hubiera estado permitido todo, uno se justifica mucho por la desorientación y el sufrimiento; es como si no hubieran existido y en su lugar hubiera un blanco. También un vacío de responsabilidades, "¿Sabe? Yo no era yo entonces". Oh sí, el padecimiento ha sido siempre nuestra mejor coartada, la que mejor finge exculparnos de cualquier acto. Quiero decir a los hombres, la mejor coartada del género humano, de los individuos y de las naciones.'

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