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—Dime, Jack, ¿te parece que ese mamarracho, nuestro anfitrión de anoche, sí, ese cantante ridículo, te parece que sería capaz de matar? En alguna circunstancia extrema, si se sintiera muy amenazado, por ejemplo. ¿O bien que no podría en absoluto, que sería de los que bajan los brazos y se dejan acuchillar, antes que asestar ellos su golpe? O por el contrario, ¿crees que sí podría, y aun en frío?

Y yo me paraba a pensarlo un instante, y ya nunca contestaba sin más 'No lo sé, cómo puedo saberlo', no contestaba así a ninguna pregunta por extraña o alambicada o fantástica o demasiado precisa que fuese, ni aunque se refiriese a arcanos como ese, quién tiene idea de quién puede matar, y cuándo, y con qué sangre caliente o fría o templada. Y sin embargo algo aventuraba siempre tratando de ser sincero, esto es, tratando de ver algo antes de decirlo, y evitando hablar por hablar tan sólo, o sólo porque de mí se esperase que hablara. Procuraba ponerme al menos en la situación o hipótesis a que me arrojaba cada pregunta de mis superiores o mis compañeros. Y lo más curioso o lo más aterrador era que en todas las ocasiones acababa por ver algo o por vislumbrarlo (quiero decir que no lo inventaba, no eran visiones ni astutas fábulas), y por avanzar en consecuencia algo, ese es el proceso del atrevimiento sin duda, y es tanto lo que se consigue a base de práctica, y de exigirse. El problema de casi toda la gente, sus limitaciones, provienen de la falta de persistencia, de su pereza o fácil contentamiento, también de su miedo. Casi todo el mundo recorre un breve trecho y se frena, se para pronto y toma asiento y se repone del susto o se adormece, y entonces se queda corto. A alguien se le ocurre una idea y normalmente con eso le basta, con la ocurrencia, se detiene complacido ante el primer razonamiento o hallazgo y ya no continúa pensando, ni escribiendo con mayor hondura si escribe, ni exigiéndose ir más lejos; se da por satisfecho con la primera hendidura o ni siquiera eso: con el primer corte, con atravesar una sola capa, de las personas y de los hechos, de las intenciones y las sospechas, de las verdades y los embelecos, nuestro tiempo es enemigo de la insatisfacción íntima y por supuesto de la constancia, está organizado para que todo canse en seguida y la atención se muestre saltarina y errática y el vuelo de una mosca la distraiga, no se soportan la indagación sostenida ni la perseverancia, el quedarse de veras en algo, para enterarse de ese algo. Y no se consiente la mirada larga, la que tenía Tupra y la que acaba afectando a lo que así es mirado. Los ojos que se demoran hoy ofenden, y por eso han de esconderse detrás de cortinas y de prismáticos y teleobjetivos y remotas cámaras, y espiar desde sus mil pantallas. En un sentido —pero sólo en uno— Tupra me recordaba a mi padre, el cual no nos permitía nunca, a mis hermanos ni a mí, conformarnos con la apariencia de una victoria dialéctica en nuestras discusiones, o de un éxito al explicarnos. 'Y qué más', nos decía después de que hubiéramos dado por concluidos, exhaustos, una exposición o un argumento. Y si le contestábamos 'Nada más. Ya está. ¿Te parece poco?', él respondía, para nuestro momentáneo desquiciamiento: 'Sí, no has hecho más que empezar. Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Pensar una sola cosa, o divisarla, es algo, pero también es apenas nada, una vez asimilada: es haber llegado a lo elemental, a lo cual, es cierto, ni siquiera la mayoría alcanza. Pero lo interesante y difícil, lo que puede valer la pena y lo que más cuesta, es seguir: seguir pensando y seguir mirando más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay más que pensar ni nada más que mirar, que la secuencia está completa y que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, en lo gratuito y en lo que parece superfluo, más allá de la raya en la que uno se siente conforme, o bien se fatiga y se rinde, a menudo sin reconocérselo. Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más arguyes, qué más ofreces y qué más tienes. Sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue'.

También Tupra se instalaba en eso, en el señalamiento de la insuficiencia, lo había hecho desde la primera vez respecto del Soldado Bonanza, con sus 'Qué más', 'Explíqueme eso', 'Dígame lo que piensa', 'Por qué lo cree', 'Continúe', 'Hábleme de esos detalles', '¿Algo más?', '¿Es eso cuanto ha observado?'. Era una tenacidad suave y dosificada, con la que sin embargo extraía cuanto uno hubiera pensado y visto, e incluso el sueño o la sombra de los pensamientos y de las imágenes, lo que no estaba aún formulado ni delineado ni por lo tanto pensado ni visto del todo, sino sólo esbozado o intuido o implícito, todavía irreconocible y fantasmagórico, como la escultura que encierra el bloque de mármol o los poemas que contienen casi enteros las gramáticas y los diccionarios. Lograba que lo ilusorio adquiriera verbo y tomase cuerpo. Y que se plasmase. A veces yo lo sentía como un acto de fe por su parte: fe en mis capacidades, en mi perspicacia, en mi don supuesto, como si estuviera seguro de que ante su adecuada insistencia —guiado por ella, adiestrado por ella—, yo acabaría por entregarle siempre el dibujo o el texto, por brindarle el retrato que me pedía, o que necesitaba.

Sí, algo así sería, si el informe que vi una vez sobre mí mismo era auténtico, y no tenía por qué no serlo. Lo encontré una mañana rebuscando unos datos en unos viejos ficheros. Lo que no era para los ojos de todos debía de guardarse y almacenarse allí y no en los ordenadores, tan inseguros y desprotegidos. Vi mi nombre, 'Deza, Jacques', y tiré de la ficha sin pensármelo dos veces. Estaba fechada un par de meses después de mi intervención primera (o así es como yo la veía), traducción del Recluta Bonanza y posterior interrogatorio sobre mis impresiones del individuo, y en realidad no era un informe en regla, sino unas cuantas notas improvisadas, posiblemente tomadas a mano —posiblemente por el propio Tupra— a raíz de quién sabía qué actuaciones o interpretaciones mías, aunque quien quiera que fuese las había juzgado dignas de archivo y las había hecho transcribir a ordenador o máquina —acaso se había molestado en pasarlas él mismo—. Leí con rapidez, volví a sepultarlas. Nadie me había prohibido nunca la consulta de aquel viejo fichero, pero tuve la sensación muy nítida de que más me valía no ser sorprendido fisgando lo que sobre mí estaba escrito y no me habían enseñado. Era breve el informe, eran apuntes casi impresionistas, nada sistemáticos u organizados, algo perplejos y contradictorios, quizá indecisos. Más o menos decían:

'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco). No se ve, no se sabe, o más bien no se ausculta ni se investiga. Sí, más bien es esto: no es que no se conozca, sino que ése es un conocimiento que no le interesa y que apenas cultiva por tanto. No ahonda en él, lo vería como una pérdida de tiempo. Quizá no le interesa por demasiado antiguo, tiene escasa curiosidad por sí mismo. Se da por descontado, o se tiene sabido. Pero la gente va cambiando. Él no se ocupa de registrar ni analizar sus cambios, no está al día de ellos. Es introspectivo. Y sin embargo mira hacia fuera cuando más parece mirar hacia dentro. Sólo le interesa el exterior, los demás, y por eso ve tan bien. Pero los demás no le interesan para intervenir ni influir en sus vidas, ni por utilitarismo. Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie. No es que no lamente ni celebre los hechos, es solidario, no le resultan indiferentes. Pero de un modo algo abstracto. O acaso es que es muy estoico, con lo de los demás y con lo propio. Las cosas ocurren y él toma nota, sin ningún propósito definido, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno. Juzga poco. Lo más raro de todo es que no hace uso de su saber. Es como si viviera paralelamente una vida teórica, o una vida futura que aguardase turno en la recámara. Su hora en otra existencia. Y como si fueran a parar a ella los descubrimientos, los reconocimientos, las informaciones y las constataciones. Y no en cambio a la presente, a la efectiva. Incluso lo que sí lo afecta, hasta sus experiencias propias y sus sinsabores parecen desgajarse en dos partes, y una de las dos ir destinada a ese saber suyo meramente teórico, o de la expectativa. A enriquecerlo, a nutrirlo. Extrañamente, con vistas a nada. Al menos en esta vida suya real que avanza. No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene. Y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona. A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con el que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo.' La verdad es que me quedé como estaba, aunque aquel texto me hizo pensar que en algún sitio debía de haber sobre mí un verdadero informe en regla, con datos y fechas, hechos comprobables y características detalladas, con mi curriculumconvencional (o quién sabía si el inconfesable) y con observaciones y descripciones menos etéreas e inverificables. Debían de existir de todos nosotros, lo contrario habría sido una incongruencia, me prometí buscarlos un día con calma, podían interesarme los de Rendel y la joven Nuix, el de Mulryan no tanto; y desde luego el de Tupra, si también lo había. Antes de cerrar el fichero apoyé el pulgar en el borde superior de las fichas e hice correr bajo él unas cuantas, sin mucha rapidez, por curiosidad, parándolas al azar de vez en cuando. Vi encabezamientos muy conocidos: 'Bacon, Francis', 'Blunt, Sir Anthony', 'Caine, Sir Michael (Maurice Joseph Micklewhite)', 'Clinton, William Jefferson "Bill"', 'Coppola, Francis Ford', 'Le Carre, John (David Cornwell)', 'Richard, Keith (The Rolling Stones)', 'Straw, Jack'(el Ministro de Exteriores británico, antes del Interior, el que soltó a Pinochet, vaya baldón, era sobre quien necesitaba datos aquella mañana, de su impropio pasado), 'Thatcher, Margaret Hilda, Baroness'. Fueron sus fichas las que frenó mi dedo, algunos estaban ya muertos. Otros muchos epígrafes no me decían nada, para mí desconocidos: 'Booth, Thomas', 'Dearlove, Richard', 'Marriott, Roger (Alan Dobson)', 'Pirie-Gordon, Sarah Jane', 'Ramsay, Margaret "Meta", Baroness', 'Rennie, Sir John', 'Skelton, Stanyhurst (Marius Kociejowski)', 'Truman, Ronald', 'West, Nigel (Rupert Allason)', mi vista cayó sobre ellos, cuánta gente no se llamaba como se llamaba, mi memoria es excelente para los nombres.

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