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—¿Y cuál sería el contexto no verdadero de esa verdad?

—Bueno, ya le digo que no sé cómo se ha presentado ante ustedes ese señor, ni qué es lo que quiere sacarles...

—A mí nada, a nosotros nada, no tenemos nada que dar —me interrumpió Tupra—. A nosotros nos lo envían sólo para que dictaminemos, es decir, opinemos, sobre su grado de convencimiento y su veracidad. Por eso me interesa conocer su juicio, ustedes hablan la misma lengua, ¿o no es la misma ya? En algunas películas americanas yo no me entero ni de la mitad de los diálogos, pronto tendrán que subtitularlas para su exhibición aquí, no sé si pasa lo mismo con el español de allí. En fin, hay matices de vocabulario, expresiones que yo no puedo distinguir ni apreciar en traducción. Otro tipo de matices en cambio sí, precisamente gracias a no entender lo que alguien dice mientras lo está diciendo, eso puede ser muy útil. La letra, vea, distrae a veces, y oír sólo la melodía, la música, con frecuencia es fundamental. Ahora dígame lo que piensa.

Para entonces ya estaba armado de atrevimiento y despreocupación, así que me animé a improvisar más. Pero ya no pude aguantar y encendí el cigarrillo, no sin embargo el mío, sino un valioso Rameses II que le pedí permiso para coger (me lo dio desde luego, y sin poner mala cara, cada uno de aquellos podía costar media libra o por ahí).

—Mi impresión es que tal vez ni siquiera se esté planeando en serio ese golpe de Estado. O que si en verdad se prepara, ese hombre no tomará parte en él o apenas tendrá qué decir. Imagino que habrán comprobado su identidad. Si es un militar exiliado o apartado del cuerpo o ya retirado, un opositor con contactos en el país pero que actúa desde el exterior, lo más probable es que esté dedicado a recaudar fondos a partir de la nada, o de muy vagos propósitos y muy tenue información. Y que sean sus propios bolsillos el destino final de lo que logre recolectar, no se suelen pedir ni rendir muchas cuentas sobre los gastos de lo clandestino abortado. Si por el contrario es un militar en activo, y tiene mando y está en el país, y aquí se nos presenta como un traidor a su jefe por el bien de la patria y muy a su pesar, entonces no sería imposible que lo enviara el Comandante en persona, para sondear, para anticiparse, para indagar, para prevenirse, y, si se terciara la cosa, para recaudar asimismo fondos del extranjero que seguramente acabarían en los bolsillos del propio Chávez, la jugada no estaría mal. Pienso que también puede no ser ni lo uno ni lo otro, es decir, que no sea ni haya sido nunca militar. En cualquier caso, no creo que esté detrás de nada serio, de nada que llegue a tener lugar. Como él mismo dijo, la verdad es cuando pasa, una ruda forma de expresarlo. Pues yo diría que la suya, esa suya, no va a suceder jamás, con o sin respaldo, con o sin financiación, de dentro, de fuera o interplanetaria. —Me había dejado llevar por el atrevimiento, me frené. Me pregunté si Tupra no iba a soltar prenda, ni siquiera respecto al título con que se hubiera presentado el venezolano ante él (yo había dicho 'se nos presenta' a conciencia, por ver de incluirme ya). 'Si no lo hace', pensé, 'será de esos individuos a los que no es posible enredar, y que sólo dicen lo que en verdad quieren decir o saben que no importa nada dejar saber'—. Bueno, todo esto son especulaciones, claro está —añadí—. Impresiones, intuiciones. Usted me ha preguntado mi impresión. Ahora sí encendió su precioso y ensalivado Rameses II, él también. No debió de soportar verme a mí disfrutar del mío, que además era suyo, media libra convertida en humo por boca ajena y continental. Tosió un poco tras la primera calada, picor egipcio, quizá fumaba dos o tres al día nada más y nunca se acostumbraba a él.

—Sí, ya sé que usted no puede saber —dijo—. No crea. Tampoco yo, o no mucho más. Por qué piensa eso, dígame.

Seguí improvisando, o eso creí.

—Bueno, el hombre daba sin duda el tipo de militar sudamericano, me temo que no se diferencian mucho de los españoles de hace veinte o veinticinco años, lucían todos bigote y no sonreían jamás. Su aspecto desde luego pedía uniforme, y gorra, y condecoraciones sobre la pechera como si fueran cananas, en sobreabundancia. Pero algunos detalles no me casaban. Me han hecho pensar que no era un militar disfrazado de civil, como me pareció al principio, sino un paisano disfrazado de militar disfrazado de civil, no sé si me sigue lo que quiero decir. Son detalles insignificantes —me disculpé—. Y no es que yo haya tenido mucho trato con militares, no soy ningún experto. —Me interrumpí, se me estaba disipando la momentánea osadía.

—Eso no importa. Sí le sigo. Dígame qué detalles.

—Bueno, son mínimos, la verdad. Verá, ha empleado algunas palabras impropias, cómo decir. O bien los soldados ya no son lo que eran y se han contagiado de las pedanterías ridículas de los políticos y los locutores de televisión, o este individuo no era militar; o bien sí lo fue, pero hace ya tiempo que no está en activo. Después, le salió demasiado espontáneamente un gesto de ir a remeterse la camisa, como de alguien acostumbrado a la indumentaria civil. Ya, es una tontería, y los militares van a veces con corbata y traje, o en camisa si hace calor y en Venezuela hace calor. Pero pensé que él no lo era o bien que llevaba ya tiempo de baja y sin ponerse una guerrera, apartado del cuerpo, no sé. Ni siquiera una guayabera o un liki-liki o como lo llamen allí, todas esas prendas van por fuera. También lo vi excesivamente preocupado por la raya del pantalón, y por su planchado en general, pero en fin, en todas partes hay oficiales muy atildados y presumidos.

—No se figura hasta qué punto —dijo Tupra—. Liki-liki —repitió. Pero no preguntó—. Continúe.

—Y bueno, quizá haya usted reparado en sus botas. Botas cortas. Se las podría ver negras a distancia o con mala luz, pero eran de color verde botella y como de piel de cocodrilo, o tal vez de caimán. Yo no me imagino a un militar de jerarquía así calzado, ni en sus días de absoluto asueto y de juerga mayor. Parecían más propias de un narcotraficante o de un ranchero en la ciudad, qué sé yo. —Me sentí como un Sherlock menor, o más bien como un Holmes impostor. Y entonces eché mi silla un poco hacia atrás, en la repentina esperanza de poder verle a Tupra los pies. No me había fijado en cómo calzaba, y de pronto se me ocurrió que lo mismo gastaba parecidas botas también y yo estaba patinando con gravedad. Un inglés: era improbable, pero nunca se sabe, y él tenía apellido raro. Y llevaba chaleco siempre, mal indicio era ese. De cualquier forma no hubo suerte, no hubo distancia, la mesa me impedía divisar sus pies. Maticé, pero si su calzado era excéntrico debió de resultar peor—: Claro que en un lugar en el que el Comandante en Jefe aparece públicamente disfrazado de bandera nacional y tocado con una boina de color rojo burdel, como lo vi hace poco en televisión, no es descartable que sus generales y coroneles lleven botas de esas, o zuecos, o zapatillas de ballet, cualquier cosa en estos tiempos histriónicos y con semejante modelo para imitar.

—¿Zuecos? —preguntó Tupra, tal vez más por diversión que por no haberme entendido. 'Sabots? ', dijo, era el término que había empleado yo: gracias a mis antiguas clases de traducción en Oxford y a mis ocasionales prácticas para negreros, conozco las palabras más absurdas en inglés.

—Sí, ya sabe. Esos zapatos de madera, con la punta acebollada. Las enfermeras los llevan, y los flamencos, claro, por lo menos en sus cuadros. Creo que también las geishas, con calcetines, ¿no?

Tupra rió brevemente, y también yo. Quizá se figuró durante un instante con zuecos al señor venezolano que acababa de salir. O acaso al mismísimo Chávez, con macizos zuecos y calcetines blancos. En primera instancia y en una fiesta resultaba un hombre simpático. También lo era en segunda y en su despacho, aunque allí dejaba entender que nunca podía perderse del todo la seriedad del trabajo, tampoco vivir instalado tan sólo en ella.

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