Литмир - Электронная Библиотека
A
A

II.- Lanza

Uno nunca sabe del todo si se gana la confianza de nadie, y menos aún cuándo la pierde. Quiero decir la de alguien que jamás hablaría de eso, ni haría protestas de amistad ni reproches, ni emplearía nunca esas palabras —desconfianza, amistad, enemistad, confianza—, o sólo como elemento burlón de sus naturales representaciones y diálogos, como resonancia y cita de parlamentos y escenas de los tiempos pasados que nos parecen ingenuos siempre, también el hoy lo será mañana para quienes quiera que vengan, y sólo quienes bien lo saben se ahorran las aceleraciones del pulso y la suspensión del aire, y así no someten sus venas a los sobresaltos. Pero es difícil aceptar o ver eso, de modo que los corazones perpetúan sus vuelcos y las bocas sus pastosidades y vahos y sus temblores las piernas, cómo pude o he podido —se dicen los hombres para sus adentros— ser tan tonto, ser tan listo, tan resabiado, tan crédulo, tan pánfilo, tan escéptico, no es por fuerza más ingenuo el confiado que el receloso, no lo es menos el cínico que el rendido sin condiciones que se ha puesto en nuestras manos y nos ofrece ya el cuello para el último o primer tajo, o el pecho para que lo atravesemos con nuestra más puntiaguda lanza. Hasta los más descreídos y astutos y los más taimados resultan un poco ingenuos una vez expulsados del tiempo, una vez que han pasado y su historia se conoce (corre de boca en boca, y así se va configurando). Tal vez sea eso, el final y saberlo, saber qué ha ocurrido y en qué pararon las cosas, quién se llevó las sorpresas y quién condujo el engaño, quién salió favorecido o maltrecho o bien hizo tablas, y quién no apostó ni por tanto corrió ningún riesgo, quién —aun así— salió perdiendo porque lo arrastró la corriente del ancho río más fuerte, poblado por tantos tahúres siempre, tantos que acaban involucrando siempre a todos los pasajeros, aun a los más pasivos, a los indiferentes, a los desdeñosos y reprobatorios, a los adversos y a los más reacios; y también a los ribereños. No parece posible mantenerse aparte, en la margen, encerrarse en casa y no saber nada ni querer nada —no querer ni querer siquiera, eso de poco sirve—, no abrir el buzón ni contestar nunca el teléfono, ni descorrer el cerrojo por mucho que llamen y parezca que van a echarnos la puerta abajo, no parece posible simular que no hay nadie o que el que había se ha muerto y no te oye, resultar invisible a voluntad y cuando elige uno, no lo es callar y contener eternamente la respiración mientras está uno vivo, tampoco es del todo posible cuando creyó no habitar ya más la tierra y desprenderse aun del propio nombre. No es tan fácil que eso ocurra, no es tan fácil borrarlo y borrarse y que no quede ninguna huella, ni siquiera la curva última o último fin del cerco, no es sencillo ser sólo como la mancha de sangre que se lava y se frota y se suprime y entonces..., entonces puede empezar a dudarse de que jamás haya existido. Y en cada vestigio se rastrea la sombra de una historia siempre, tal vez no completa o incompleta sin duda, llena de lagunas, fantasmal, jeroglífica, cadavérica o fragmentaria como trozos de lápidas o como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, y hasta puede ignorarse la forma de su final cabalmente, como en el caso de Nin y en el de mi tío Alfonso y en el de su amiga joven con una bala en la nuca y sin nunca nombre, y en el de tantos otros de los que yo no sé y no cuenta nadie. Pero una cosa es la forma y otra es el final mismo, que se conoce siempre: como una cosa es el tiempo y otra su contenido, nunca repetitivo, variable infinitamente, mientras que el tiempo es homogéneo, y no se altera. Y es ese final sabido lo que nos permite tildar a todos de ingenuos y de baldíos, a los listos y a los tontos, a los entregados y a los huidizos y esquivos, a los incautos, a los precavidos y a los que urdieron conspiraciones y tendieron trampas, a las víctimas y a los verdugos y a los fugitivos, a los inocuos y a los que fueron dañinos, desde la falsa superioridad —el tiempo la rematará, será el tiempo, el tiempo lo que le pondrá remedio— de los que no han llegado a su fin y todavía caminan a tientas tuertos o marchan ligeros con escudo y lanza, o ya cansinos y lentos con el escudo abollado y la lanza roma y sin filo, sin darnos apenas cuenta de que pronto estaremos con ellos, con los expulsados o que ya han pasado y entonces..., entonces hasta nuestros juicios tan conmiserativos y agudos serán a su vez tildados de baldíos y de ingenuos, para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron ypara qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar yde quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, ya qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, ytantas las dudas, ytal tormento.

Y así es y será sin embargo siempre, eso vino a decirme Tupra en alguna ocasión y me dijo claramente Wheeler a la mañana siguiente y durante nuestro almuerzo. Y si Tupra no lo dijo con igual claridad fue sin duda porque él jamás hablaría de eso ni emplearía palabras como desconfianza, amistad, enemistad, confianza, o no en serio, no relacionadas consigo mismo, como si ninguna pudiera incumbirle o tocarlo ni cupiera en sus experiencias. 'Es el estilo del mundo', decía a veces, como si fuera en verdad cuanto podía decirse al respecto y todo lo demás fuera adorno y quizá innecesario tormento. No esperaba nada, yo creo, no lealtad pero tampoco traiciones, y si se encontraba con lo uno o lo otro no parecía sorprenderse, ni tomar más medidas que las recomendables de tipo práctico. Y no esperaba aprecio ni afecto pero tampoco malquerencias ni inquinas, pese a bien saber que de éstas y aquéllos está infestada la tierra, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o según Wheeler, que fue más explícito, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'.

Nunca supe, así pues, si me gané nunca la confianza de Tupra, ni si la perdí ni cuándo, no hubo posiblemente un momento ni otro para esas dos fases o movimientos del ánimo, o no podría habérseles dado un nombre, esos nombres, el de ganancia, el de pérdida. Él no hablaba de eso, en realidad no hablaba a las claras de casi nada, y de no haber sido por las explicaciones preliminares de Wheeler aquel domingo oxoniense, es posible que nunca hubiera sabido nada preciso ni impreciso de mis funciones, y que no hubiera ni adivinado su sentido u objeto. Desde luego no llegué nunca a saberlo ni a entenderlo todo: qué se hacía con mis dictámenes o impresiones o informes, a quién iban destinados en última instancia o exactamente para qué servían, qué consecuencias traían ni si traían alguna o pertenecían por el contrario a esa clase de tareas y actividades que se realizan en algunos organismos e instituciones porque se han venido haciendo desde hace mucho, pero sin que nadie recuerde por qué se iniciaron ni se plantee por qué seguirlas. A veces pensé que se archivaban tan sólo, por si acaso. Qué fórmula rara, pero que lo justifica, todo: por si acaso. Hasta lo más absurdo. Creo que ahora ya no sucede, pero antiguamente, cuando se visitaban los Estados Unidos, una pregunta que se formulaba a su entrada a todo viajero era si tenía intención de atentar contra la vida del Presidente de ese país. Como es de imaginar, nunca nadie la contestó afirmativamente —era una declaración bajo juramento— a no ser por gastar una broma que solía salir cara en tan adusta frontera, y el que menos el hipotético magnicida o chacal que desembarcara precisamente sin otro propósito o misión que esa. El motivo de la disparatada pregunta era al parecer que, si a algún extranjero se le ocurría atentar contra Eisenhower o Kennedy o Lyndon Johnson o Nixon, al cargo principal se le añadía el de perjurio; es decir, que la pregunta se hacía con mala intención y por si acaso. Nunca comprendí, sin embargo, la relevancia o ventaja de esa agravante suplementaria contra alguien acusado de cargarse o intentar cargarse a la persona de esa nación de mayor rango, lo cual se diría delito en sí mismo de gravedad difícilmente superable. Pero así funcionan las cosas que son por si acaso, supongo. Se prevén los hechos más inverosímiles e improbables y se obra contando con ellos aunque casi nunca se den, casi siempre inútilmente. Se llevan a cabo infructuosas o superfluas tareas que seguramente jamás sirvan ni se aprovechen, se trabaja sobre eventualidades y figuraciones e hipótesis, sobre la nada y lo inexistente y sobre lo que no sucede ni tampoco ha sucedido antes. Y eso es contar con el acaso.

36
{"b":"146341","o":1}