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Pese a mis precauciones fui encendiendo luces, peor habría sido tropezar y rodar muchos más escalones abajo que el cenicero, por falta de visión al dar mis beodos y silenciosos pasos. Una buena colección tenía Wheeler, de policiacas, más nutrida de lo que recordaba, era muy aficionado sin duda, también había representación de Stout, Gardner y Dickson, de MacDonald (Philip) y Macdonald (Ross), de Iles y Tey y Buchan y Ambler, los dos últimos eran más del subgénero espías o así me sonaba —todos esos nombres los conocía asimismo a través de mi padre—, luego había esperanzas de encontrar allí a Fleming y se cumplieron en cuanto comprendí que el orden era alfabético y enfoqué mejor: no tardé en divisar entonces los lomos de la colección completa con las famosas misiones del Comandante Bond, incluso una biografía de su creador había. Cogí From Russia with Love, tenía pinta de ser primera edición como el resto de los volúmenes, con sus gastadas sobrecubiertas todos, y al buscar la página para comprobarlo vi que el ejemplar estaba dedicado a mano por el autor a Wheeler, luego se habían conocido, las palabras de puño y letra de Fleming no permitían inferir más lejos, es decir, que hubieran llegado a amigos: 'To Peter Wheeler who may know better. Salud! from Ian Fleming 1957', el año de publicación del libro. 'Who may know better', con ser tan breve, era frase muy ambigua —en parte lo era por eso—, que podía traducirse y aun entenderse de varias maneras: 'Que puede saber más', 'Que tal vez esté mejor enterado', 'Que acaso está más al tanto', incluso 'Que quizá sea más sabio' (en algo concreto, habría que sobreentender en este caso). Pero además cabía toda una gama de interpretaciones menos literales, según el sentido que con frecuencia tiene la expresión 'to know better' o 'to know better than...', y en todas esas versiones posibles habría habido algo de advertencia o reproche, no sé cómo decir, 'Para Peter Wheeler, que haría mejor en no...' o 'que puede guardarse de...' lo que fuese a que se refiriera; o 'Que más le valdría'; o 'Que sabrá lo que hace'; o incluso 'Que él sabrá' o 'Que allá él', un matiz o insinuación de esa clase. Miré las demás novelas, desde Casino Royale, de 1953, hasta Octopussy and The Living Daylights, de 1966, títulos ya póstumos. Las cinco más antiguas llevaban dedicatoria escrita, la de From Russia with Loveera de hecho la última, y las publicadas después carecían de ella, y ninguna de las cuatro anteriores era más expresiva, al contrario, todas más anodinas o lacónicas directamente, 'To Peter Wheeler from Ian Fleming', 'This is Peter Wheeler's copy from the Author'y así. Quizá Wheeler y Fleming habían dejado de tratarse hacia 1958. Luego éste —leí en la solapa de su biografía— había muerto, en 1964, con cincuenta y seis años y en plena eclosión de su éxito o más bien del de las películas de Bond con Connery, verdadero impulso del de sus novelas. En cuanto a la palabra en español, 'Salud!', supuse que habría venido dictada tan sólo por la condición de hispanista del destinatario, sin mayor misterio. Aquella relación o amistad entre la eminencia oxoniense y el inventor de 007 no me casaba en principio, pero casi todo había dejado de casar últimamente. Y al fin y al cabo Wheeler no había sido tan eminente en los años cincuenta —no digamos en los treinta, durante la Guerra de España— como había llegado a ser más tarde (el título de Sir se le había otorgado ya después de que nos conociéramos él y yo, por ejemplo, aún era 'Professor Wheeler' tan sólo cuando me lo había presentado Rylands).

De pie me cansaba, estaba incómodo y me tambaleaba no poco, así que decidí bajarme el ejemplar de From Russia with Lovepara registrarlo en el estudio con calma —me lo bajé sujetándolo como si fuera un tesoro—, y fue entonces, al descender, y según iba apagando las luces que había encendido para subir sin traspiés, cuando descubrí una gruesa gota de sangre en lo alto del primer tramo de la escalera. No era una gotita, eso quiero decir: estaba sobre la madera, no sobre la parte alfombrada, era circular, de unos cuatro o cinco centímetros de diámetro o bien de entre pulgada y media y dos, más que una gota era una mancha (por suerte no llegaba a charco) que escapó a mi comprensión al verla y quizá también luego. Lo primero que pensé, cuando por fin pensé con actividad pensadora (antes no había habido ni eso), fue que me pertenecía, que acaso la había dejado caer sin darme cuenta, al subir; que me había dado algún golpe o me había arañado o raspado con algo sin ni siquiera enterarme —a quién no le ha sucedido eso—, absorto como había estado en mis merodeos librescos y además muy poco sobrio. Miré hacia atrás, hacia arriba, los peldaños del siguiente tramo que iluminé de nuevo, también miré los de abajo, no había más gotas y eso era raro, cuando uno gotea sangre deja casi siempre varias, lo que se llama un reguero o un rastro, a no ser que se percate de ello al caer la primera e inmediatamente se tape la herida —el boquete, pero eso no hay quien lo tape— para no seguir manchando. Y en ese caso uno se preocupa de limpiar más tarde la que vio en el suelo, tras detener la hemorragia, eso antes que nada. Me palpé, me miré, me toqué las manos, los brazos, los codos —me había quitado la chaqueta y remangado la camisa durante mis afanados estudios—, no vi nada, tampoco en los dedos, que sangran increíblemente al más mínimo pinchazo o rasguño o corte, aunque sea el de una hoja, me pasé por la nariz el pulgar y el índice, también la nariz sangra a veces sin motivo aparente, me acordé de un amigo al que le sangró con motivo, le había dado de más a la cocaína durante algunos años y traficaba un poco, cantidades pequeñas, y tras cruzar con éxito y un modesto cargamento una aduana italiana (perfumada con colonia la coca, para despistar a los perros, esto es, perfumado el envoltorio), antes de salir del recinto empezó a descenderle una lenta gota de sangre por una de sus fosas nasales, tan lenta que ni se dio cuenta: nada tiene eso de particular en ningún sitio, menos en una aduana, el detalle bastó para que un carabinero con ojo crítico le echara el alto y se iniciara un registro en regla con todos los perros asesorando, la gota le costó una temporada larga en una cárcel de Palermo, hasta que logró rescatarlo de allí la diplomacia española, esa trena era un hervidero, un avispero, le trajo disgustos y cicatrices pero también le sirvió para hacer contactos y alianzas notables y prolongar la mala vida indefinidamente y supongo que para aumentarla, la última noticia que había tenido fue que empezaba a llevar una adinerada y respetable existencia como empresario de la construcción en Nueva York y Miami, tras haberse estrenado en el negocio en La Habana con rehabilitaciones de hoteles, jamás había tenido nada que ver con ese ramo. Es asombroso cómo una sola gota de sangre que ni siquiera cae —sólo asoma— puede delatar y cambiarle la vida a alguien, por culpa del sitio en que fue a asomar, sólo por eso, el azar poco distingue.

Me miré la camisa, el pantalón de arriba abajo, aterra pensar desde cuántos puntos puede sangrarse, desde cualquiera y todos, probablemente, esta piel nuestra no resiste nada, no sirve, todo la hiere, hasta una uña la abre, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza (también destroza la carne). Incluso me llevé el dorso de la mano a los labios y le solté saliva, por ver si eran las encías o más atrás y más abajo y la sangre era escupida por una tos olvidada o a la que no hubiera hecho caso, me acaricié el cuello y la cara, al afeitarme me corto a veces y se me podía haber abierto de nuevo un tajo que yo mal creyera cicatrizado. Pero ni rastro en mi cuerpo, parecía sin fisuras, cerrado, no era mía la gota, luego tal vez era de Peter, él había girado a la izquierda al ir a acostarse, miré hacia allí pero tampoco en el breve trecho que separaba la escalera de la puerta de su dormitorio vi más manchas, podía ser de cualquier invitado entonces, que hubiera subido al primer piso durante la cena fría, en busca de un segundo cuarto de baño cuando el de la planta baja hubiera estado ocupado, o en busca de una rápida alcoba, y acompañado. También podía ser de la señora Berry, pensé, aquella figura tan opaca y tácita, llevaba años vislumbrándola en su discreción, de tarde en tarde, casi un fantasma, primero al servicio de Toby Rylands, luego al de Wheeler que la había contratado o tomado a su cargo, nunca me había preguntado por ella, se la daba por descontada y fiable, desde que la conocía había atendido satisfactoriamente a la intendencia y las necesidades de los dos profesores solos y ya jubilados, primero del uno y después del otro, pero nada podía yo saber de las suyas, ni de sus problemas, ni de su salud, sus angustias, su posible familia, sus orígenes o su pasado, su probable y pretérito señor Berry, era la primera vez que pensaba en eso, en un señor Berry del que habría enviudado o quizá se habría divorciado y con el que quién sabía si mantendría algún trato, hay personas que asumimos que estuvieron siempre destinadas a sus funciones, qué nacieron para lo que hacen o las vemos ya haciendo, cuando nunca nadie nació para nada, ni hay destino que valga ni nada está asegurado, ni siquiera para los nacidos príncipes o más ricos que todo pueden perderlo, ni para los más pobres o esclavos que pueden ganarlo, aunque esto último rara vez suceda y casi nunca sin rapiña o sin latrocinio o sin fraude, sin ardides o sin traiciones o engaño, sin conspiración, sin derrocamiento o sin usurpación o sin sangre.

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