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—¿Como un anuncio de qué, Peter? ¿Una presciencia de qué? No terminó su frase.

Ni él ni yo éramos de los que se dejan distraer o embaucar y pierden de vista su objetivo o lo que les interesa. No éramos de los que sueltan la presa. Yo lo sabía de él y él de mí; todavía ignoraba hasta qué punto él sabía, me enteré mejor a la mañana siguiente. Quizá por eso rió un poco, por reconocerme en mi empeño, y esta vez el humo se le escapó entre los dientes, sin marcar punto y aparte.

—No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es ese tu estilo —me contestó aún sonriente. Tampoco era de los que se dejan sitiar ni atrapar fácilmente, sino de los que contestan sólo lo que se proponían comunicar o confesar ya de antemano. Era de los que me llamaban Jacobo; otros, como Luisa, me llamaban Jaime, es el mismo nombre y ninguno de los dos era el mío exactamente (quizá también por conciencia de eso mi propia mujer me decía por el apellido a veces). Era yo mismo quien se presentaba con uno o con otro o con el más verdadero, según las personas y los ambientes y la conveniencia, según en qué país estuviera y en qué lengua fuera a hablarse. A Wheeler le gustaba la forma más pretenciosa acaso, o la más artificialmente histórica, conocía bien la antigua tradición española de traducir de ese modo el James de los reyes británicos Estuardos.

—¿Desde cuándo le ocurre? No le había pasado antes conmigo, que yo recuerde.

—Oh, habrá empezado hace seis meses, o algo más. Pero es muy infrecuente, me sucede sólo de tarde en tarde, otra cosa sería grotesca. Y ya lo has visto, es sólo un momento, nada tiene de particular que no lo hayas presenciado antes, lo raro y la mala suerte sería lo contrario. Pero deja, no pierdas tiempo con eso, todavía no me has dicho qué te ha parecido Beryl más allá de sus muslos y de sus fauces: respecto a Tupra, qué impresión te han hecho juntos. —Él no soltaba su presa, obligaba a contestar lo que quería ver contestado. Tampoco me resistí nunca a esas insistencias suyas.

Vi que se le estaban bajando los calcetines o más bien medias de sport un poco, quizá era por la postura juvenil sobre la escalera, las piernas más flexionadas que en un sillón o en una silla, las rodillas más altas. Se los vi arrugados, flojos repentinamente, contrastando ahora con sus impolutos zapatos acharolados de suelas demasiado intactas (una invitación a los resbalones, no había estado ahí muy atenta la señora Berry), si las medias proseguían su curso le dejarían las canillas al descubierto. Y si eso ocurría tal vez tendría que señalárselo, a él no le gustaría ese inadvertido hecho, tan coqueto y primoroso como era siempre, aunque yo fuese su solo testigo y el único en poder advertirlo.

—Bueno, pues ya que está interesado: no daría ni seis peniques por esa pareja, poco prometedor el asunto para su amigo Tupra. Lo último que esa mujer parece es la nueva novia de nadie. Más bien todo lo contrario, es como si estuviera con él por holgazanería o rutina o porque no tuviera nada mejor ni tampoco peor en perspectiva, una actitud muy extraña la suya, tratándose de una relación reciente. Me han dado justamente una sensación de veteranía y pereza, como si fueran viejas llamas el uno del otro — 'old flames', dije, mejor traducirlo como 'antiguas pasiones' en castellano—, que mantienen buen trato pero se saben de memoria y se saturan mutuamente muy pronto, aunque se toleren y se conserven una pizca de añoranza recíproca, que en realidad se tienen en tanto que representantes de sus respectivos tiempos pasados. Era como si Tupra, no sé, hubiera recurrido a ella para no presentarse solo en la cena, esa clase de convenios, usted sabe. Lo cual resultaría en principio raro en alguien de su apariencia y su estilo, no se diría un hombre con dificultades para encontrar compañía, y bien lucida. Y si el favor se lo hubiera hecho él a ella, sacándola de paseo, la cosa tampoco casa, ya le he dicho que Beryl estaba aburrida, como si hubiera venido casi obligada, o en cumplimiento de un acuerdo, no sé, sí, poco menos que a rastras. Ni siquiera le preocupaba causar buena impresión a las amistades de él, si es que son sus amistades. En las primeras fases uno quiere ser aprobado hasta por el gato del otro, y por el canario, y por su callista, verse afianzado hasta por el lechero. Se hace un esfuerzo continuo por caer en gracia al entero círculo del amado nuevo, aunque sea repugnante su mundo. Y en ella no se veía el menor empeño. Ni tentativa siquiera.

Wheeler escudriñó la brasa de su cigarro acercándosela mucho al ojo, más brillaba su metal que la brasa; la espabiló soplándola, poco le tiraba ya el puro o así lo fingía; y, sin mirarme de frente, aparentando una indiferencia que sin duda no sentía, me instó a seguir. Pero aunque me guardase los ojos yo vi sus cejas muy blancas y lisas fruncirse de complacencia, y en la voz le noté una excitación contenida y zozobra, las del que pone a otro a prueba y va previendo durante el transcurso que éste puede salir airoso (pero todavía aguarda con los dedos cruzados, sin atreverse a cantar victoria).

—De veras —dijo, sin llegar a ser interrogativo—. Como viejas llamas, ¿eh? Y ella vino hasta aquí velis nolis, tú crees. —Le gustaban de veras los latinajos—. Anda, sigue contándome qué más has visto.

—No sé decirle mucho más, Peter, no he hablado gran cosa con ninguno de los dos, y ha sido por separado con cada uno, con ella tres palabras de trámite y con él unos minutos, no los he visto juntos. ¿Por qué me pregunta tanto? Yo tengo algunas preguntas a mi vez que hacerle sobre ese individuo, todavía no me ha explicado por qué me habló de él tanto rato el otro día al teléfono. ¿Sabe que me ha ofrecido trabajo si me canso de la BBC? Ni siquiera sé a qué se dedica. Me ha sugerido que lo hablara con usted, no es por nada. Que se lo consultara. Usted sabrá. Usted dirá cuando le parezca, Peter. Es un hombre simpático, a primera vista. Y con capacidad de —dudé: no era seducción, no era intimidación, no era proselitismo, aunque también pudiera ponerlas todas en funcionamiento— dominio, ¿no? ¿Qué es lo suyo, cuál es su campo?

—De Tupra hablaremos mañana en el desayuno. Y posiblemente de lo del trabajo. —Wheeler no llegó a ser autoritario, pero aquel era un tono que mal admitía objeción o protesta—. Cuéntame más de Beryl ahora, de ella con Tupra. Adelante, vamos. —E insistió en la idea en que debía centrarme—: Viejas llamas, vaya... — 'Old flames, well well...'Seguíamos en el inglés y me apuntaba la senda, como si me estuviera alentando ('caliente caliente') en medio de una adivinanza—. Representantes de sus tiempos pasados, dices. De sus respectivos tiempos.

Ahora estaba completamente seguro de que Wheeler me estaba sometiendo a una prueba, pero no tenía idea del porqué ni de en qué consistía, tampoco de si querría yo superarla, fuera cual fuese. Ante esa sensación de examen uno desea instintivamente aprobarlo, por el desafío, y más aún si el que nos sondea y juzga es alguien a quien admiramos. Pero me provocaba recelo estar a ciegas. Aquello tenía que ver con Tupra, y con Beryl, era evidente, y probablemente con el ofrecimiento informal o hipotético de trabajo que aquél me había hecho al despedirse, lo había tomado por amabilidad más que nada, o por ganas postreras de darse importancia, aunque no le cuadraban a Tupra esas vanaglorias, no parecía necesitarlas, más propias de un De la Garza. En boca del agregado Rafita habrían sido sin duda palabras vacuas, qué gran melón, un fantasmón, un vaina. Y no me explicaba mucho los entresijos y meandros de Wheeler, salvo si eran para su divertimiento y mi intriga, a mí podía hablarme con confianza. Entendí que iba a hacerlo a la mañana siguiente durante el desayuno, cada cosa a su elegido o adjudicado tiempo, él decidía sobre el tiempo de su vejez, desmenuzado y menguante, aunque cuál no lo es, esto último. De modo que lo complací, me dejé arrastrar, pese a que en verdad no podía añadir mucho más: inventé un poco, elaboré y adorné lo expuesto, me espacié, acaso inventé demasiado. Advertí que los calcetines o medias de sport de Wheeler (inicialmente le habrían llegado hasta debajo de la rodilla, como los que yo uso) se le habían escurrido algo más, desde mi posición ya veía asomarle una estrecha franja de piel tostada, su color y su tez tenían más de australes que de ingleses, ahora que lo pensaba. Había agarrado su bastón con los dos puños por encima, como si fuera definitivamente una lanza, había apoyado en el cenicero el puro poco humeante, de no haber sido por su expresión de agrado habría dicho que estaba en ascuas, ascuas de categoría menor, eso es cierto, que nunca lo habrían abrasado mucho.

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