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—A traducir sólo me he atrevido del inglés, y no lo hice durante mucho tiempo. Hablo y entiendo sin dificultades el francés y el italiano, pero no los domino como para acometer en mi lengua textos suyos literarios. Tengo suficiente comprensión del catalán, pero no se me ocurriría tratar de hablarlo.

—¿Catalán? —Era como si Tupra lo hubiera oído por primera vez.

—Sí, es lo que se habla en Cataluña, tanto o más, bastante más hoy en día que el español, que el castellano, como lo llamamos a menudo en la Península. Cataluña, Barcelona, la Costa Brava, ya sabe. —Pero como Tupra no reaccionara en seguida (quizá estaba haciendo memoria), añadí orientativamente—: ¿Dalí? ¿Miró? Pintores.

—Dile la Caballé, soprano —intervino De la Garza casi desde mi cogote—, seguro que a este zángano le va la ópera. —Entendía sin duda mejor que hablaba, y lo atraían como un imán los nombres españoles cuando los captaba. Se había levantado del poufy volvía a atosigarme (Beryl había cruzado ahora las piernas, no es por nada). Supuse que habría querido llamar a Tupra de nuevo 'zíngaro' (por los rizos, imaginaba, y los caracolillos) y que por efecto de los abusivos brindis le había salido otra palabra con z y esdrújula.

—¿Gaudí? Arquitecto —propuse yo, no me daba la gana de hacerle caso, habría sido como admitirlo al diálogo.

—No, sí, claro, George Orwell y todo eso —dijo Tupra entonces, situándose por fin—. Disculpe, me estaba acordando... Tengo muy olvidadas mis lecturas sobre la Guerra Civil de ustedes, son lecturas de juventud, ya sabe, se lee sobre esa guerra romántica a los diecinueve o veinte años, quizá por los muchachos idealistas británicos que fueron a morir en ella voluntariamente, algunos eran poetas, uno se siente identificado con facilidad a esas edades. En fin, no sé ahora, hablo de mi época, aunque yo diría que sigue siendo lo mismo, para los jóvenes inquietos, claro: todavía leen a Emily Bronté y a Salinger, Diez días que conmovieron el mundoy sobre la Guerra Civil de ustedes, esas cosas no han cambiado tanto. Recuerdo que la historia de Nin me impresionó siempre mucho, qué acusación tan demente, la que se le hizo de espionaje. Y la farsa de los brigadistas alemanes haciéndose pasar por nazis que iban a liberarlo, eso demuestra que hasta lo más descabellado e inverosímil tiene su tiempo para ser creído. A veces dura días tan sólo, ese tiempo, pero a veces dura ya siempre. La verdad es que todo tiende a ser creído, en primera instancia. Es muy raro, pero así sucede.

—¿Nin, el dirigente trotskista? —le pregunté sorprendido. No me casaba que Tupra desconociera a Dalí y Miró, a la Caballé y a Gaudí (o eso había deducido de su silencio), y estuviera tan familiarizado en cambio con Andrés Nin el calumniado, más que yo a buen seguro. Quizá no sabía de arte ni le iba la ópera, pero su campo era la política, o la historia.

—Quién si no. Aunque con Trotsky acabó rompiendo.

—Bueno, hubo un músico Nin, y luego está esa escritora malísima —apunté yo, pero me detuve. Lecturas de juventud, había dicho. Algo para mí tan real y aún tan cercano era en otro país no muy distante como Cumbres borrascosasdesde hacía años: es decir, como ficción, y además ficción romántica, que leían los universitarios más hoscos o airados para sentirse en sus ensoñaciones perdedores y puros y tal vez heroicos. Seguramente es el destino de todo horror y de toda guerra, pensé, acabar embellecidos y abstractos por la repetición del relato y alimentar fantasías juveniles o adultas al cabo del tiempo, más rápidamente si la guerra es extranjera, quizá la nuestra ya sea para muchos de fuera tan literaria y remota como la Revolución Francesa y las campañas napoleónicas, o quién sabe si como el sitio de Numancia y aun el de Troya. Y sin embargo mi padre había estado a punto de morir en ella con el uniforme de la República en nuestra ciudad asediada, y había sufrido a su término simulacro de proceso y prisión franquistas, y a un tío mío lo habían matado en Madrid a los diecisiete años y a sangre fría los del otro bando —el bando partido en tantos, lleno así de calumnias y purgas—, los milicianos sin control ni uniforme que daban el paseo a cualquiera, lo habían matado por nada a la edad en que casi sólo se fantasea y no hay más que ensueños, y su hermana mayor, mi madre, había buscado su cadáver por esa misma ciudad sitiada sin encontrarlo, sólo la burocrática y minúscula foto de ese cadáver, yo la he visto y yo ahora la guardo. Quizá también en mi país todo aquello se iba haciendo ficticio y no me había dado cuenta, todo es cada vez más veloz, menos duradero, y se da de baja y se archiva más pronto, y nuestro pasado se hace cada vez más denso y amontonado y nutrido porque se decreta —y aun llega a creerse— que el ayer es ya caduco y el anteayer sólo historia, e inmemorial lo de hace un año. (Lo de hace tres meses también, acaso.) Pensé que era el momento de averiguar por fin qué era 'lo suyo', había contraído suficientes méritos, si es que los necesitaba. No lo creía con mi pensamiento, pero tenía la sensación de que así era—. Dígame, Mr. Tupra, ¿cuál es su campo, si es que puedo preguntarlo? No resultará ser historia de mi país, supongo. —Me percaté de que aún estaba solicitando venia para hacer la pregunta más barata e impune de nuestras sociedades.

—Oh no, desde luego, puede apostar sin miedo —contestó riendo con ganas, en verdad cordialmente, sus dientes eran pequeños pero muy luminosos, le bailaban sus pestañas largas. La suya era una cara que se le iba haciendo más simpática a uno tras cada minuto de acostumbrarse a ella, con él la objetividad no duraría nada, y el recelo se disipaba. Uno percibía en seguida la generosidad del interés mostrado, como si en cada momento le importara sólo quien tuviera delante y a nuestra espalda se apagaran las luces del mundo y éste se convirtiera en un mero fondo de cuadro al servicio de nuestro realce. Sabía fijar a su vez la atención de sus interlocutores, la mención de Andrés Nin había bastado en mi caso para intrigarme, no ya respecto a sus saberes, sino que me habían venido deseos de abalanzarme sobre el Homenaje a Cataluñade Orwell o el compendio de Hugh Thomas y refrescar la historia del calumniado, de la que apenas recordaba nada. Y también notaba uno en Tupra aquella extraña tensión o vehemencia aplazada, pero la tomaba al principio por un efecto de su actitud alerta. Iba bien vestido sin exagerar ninguna nota, telas y colores discretos (de extraordinaria calidad siempre el paño, finas corbatas y el alfiler jamás ausente), su vanidad delatada sólo —o era un resto de mal gusto pretérito— por sus sempiternos chalecos bajo la chaqueta, tampoco le faltó esa prenda en la cena fría de Wheeler—. No, mis actividades han sido asimismo diversas, como las suyas, pero negociar ha sido siempre mi habilidad mejor, en diferentes campos y circunstancias. Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio y se vaya antes que nada tras el beneficio propio.

Se había salido por la tangente, todo aquello era muy vago, ni siquiera había dicho qué había estudiado en Oxford, si bien Toby Rylands, maestro suyo, había sido catedrático de Literatura Inglesa. Eso no significaba nada, sin embargo. En esa Universidad poco importa lo que se aprenda, lo que cuenta es haber asistido a ella y haberse sometido a su método y a su espíritu, y ninguna enseñanza, por excéntrica u ornamental que sea, impide luego a sus doctores o licenciados dedicarse a lo que prefieran, a lo más opuesto: puede uno pasarse años analizando a Cervantes y acabar en las finanzas, o rastreando a los antiguos persas para convertir eso a la postre en el extravagante preámbulo a una carrera política o diplomática, seguramente era esta última la de Tupra, pensé de nuevo, y ahora ya no sólo por mi intuición ni por su aspecto, sino por aquel verbo, 'negociar', y aquella expresión, 'rindiendo a mi país servicio'. Tuvo suerte —es un decir— de que en inglés no exista un vocablo equivalente al de 'patria' en mi lengua, tan inequívoco (o sólo los hay muy rebuscados, retóricos): el que había empleado, 'country', hace sus veces según el contexto, pero tiene menos emotividad y pompa y debe traducirse por 'país' casi siempre. De otro modo se me habría ocurrido acaso —esto es, si hubiera dicho en castellano 'patria', algo imposible; y aun así cruzó de la ocurrencia su sombra, sin llegar a perfilarse— que su espíritu podía ser fascista en el sentido analógico, pese a la aparente solidaridad o simpatía con que se había referido al sino de Nin el ex-secretario de Trotsky, pues en ese sentido coloquial o analógico la palabra es compatible con todas las ideologías, nada tiene que ver con ellas o no por fuerza, por eso se ha hecho hoy tan imprecisa, yo he conocido a adalides oficiales de la antigua izquierda, la que pareció indiscutible, con un espíritu intrínsecamente fascista (y con un estilo, si escribían). En la idea expresada de rendir servicio había visto un asomo de coquetería y otro asomo de jactancia. La coquetería de quien disfruta apareciéndose como misterioso, la jactancia de quien se ve o se concibe a sí mismo concediendo favores siempre, aunque sean a la patria. Un tercer británico forastero, tal vez, un tercer inglés postizo, pensé, como Toby según los rumores y como Peter de manera confesa desde hacía unas semanas, aún no había tenido oportunidad de preguntarle al respecto. Postizo al menos por el apellido, aquel raro Tupra en efecto, quizá no por nacimiento en su caso, los recién llegados y los de sospechoso nombre son los más patriotas en todas partes, los más dispuestos a prestar servicios, nobles o viles, limpios o sucios, sienten agradecimiento y se ofrecen, o es su forma de creerse imprescindibles para el país que un día condescendió con ellos y todavía ahora los consiente, nada más que los consiente aun si cambiaron de nombre, como el pobre anatolio Hohanness que pasó a ser Joe Arness en América, o el riquísimo austríaco Battenberg que se convirtió en Mountbatten para su existencia inglesa. Extraño que Tupra hubiera conservado el suyo, quizá le parecía un exceso o demasiado riesgo, y 'extraño tener que desprenderse aun del propio nombre'.

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