Pero en ese caso me contentaría con que ella saliera al menos del cuarto de baño, en vez de quedar tirada en el suelo frío con el pecho y el corazón tan blancos, y la falda arrugada y también las mejillas mojadas por la mezcla de lágrimas y sudor y agua, ya que el chorro del grifo habría estado rebotando contra la loza acaso y habrían caído gotas sobre el cuerpo caído, gotas como la gota de lluvia que va cayendo desde el alero tras la tormenta, siempre en el mismo punto cuya tierra o cuya piel o carne va ablandándose hasta ser penetrada y hacerse agujero o tal vez conducto, no como gota del grifo que desaparece por el sumidero sin dejar en la loza ninguna huella ni como gota de sangre que en seguida es cortada con lo que haya a mano, un paño o una venda o una toalla o a veces agua, o a mano sólo la propia mano del que pierde la sangre si está aún consciente y no se ha herido a sí mismo, la mano que va a su estómago o a su pecho o espalda a tapar el agujero. Quien se ha herido a sí mismo, en cambio, no tiene mano, y necesita de otro que lo respalde. Yo la respaldo. Luisa tararea a veces en el cuarto de baño, mientras yo la miro arreglarse apoyado en el quicio de una puerta que no es la de nuestro dormitorio, como un niño perezoso o enfermo que mira el mundo desde su almohada o sin cruzar el umbral, y desde allí escucho ese canto femenino entre dientes que no se dice para ser escuchado ni menos aún interpretado ni traducido, ese tarareo insignificante sin voluntad ni destinatario que se oye y se aprende y ya no se olvida. Ese canto pese a todo emitido y que no se calla ni se diluye después de dicho, cuando le sigue el silencio de la vida adulta, o quizá es masculina.
Octubre de 1991
Dos epílogos
Un secreto, una canción, una boda*
Más que de la novela, hablaré de sus orígenes. Esto es, de los dos o tres elementos aislados (más no hacen falta) que en esta ocasión, como en las precedentes, me hicieron ponerme ante la máquina un día y escribir la primera frase. Esa primera frase de Corazón tan blanco dice así: 'No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados.' Esto fue exactamente lo que hizo en la vida real una mujer de mi familia hace años. Nunca se supo por qué, ni qué había sucedido durante las escasas semanas que llevaba casada, un matrimonio en principio alegre, o normal cuando menos. Precisamente porque no es fácil imaginar lo ocurrido, intenté imaginarlo, y no averiguarlo: el narrador de mi novela, un descendiente imposible de esa mujer del primer párrafo, se caracteriza justamente por no querer investigar, por no querer saber, por sus recelos ante la idea de que la verdad debe conocerse siempre o debe resplandecer.
* Publicado por primera vez en El Sol, suplemento Los libros de El Sol, 21 de febrero de 1992.
El segundo elemento que me rondaba 1a cabeza tenía alguna relación, aunque extrañamente no la descubrí hasta que la novela ya estaba avanzada: una de mis abuelas, Lola Manera, había nacido en La Habana. En el 98, cuando se perdió Cuba, su familia regresó a España (o mejor dicho vino por vez primera), y aunque ella contaba entonces ocho o diez años, la anciana reidora y amable que yo conocí conservaba su acento habanero, a mí y a mis hermanos nos llamaba 'guajiros' o 'guachinangos' y nos cantaba canciones que ella había oído a las ayas negras de su niñez. Entre esas canciones había una siniestra y a la vez cómica: durante su noche de bodas con un extranjero rico, la joven desposada pedía auxilio a su madre, que velaba junto a la habitación nupcial. 'Mamita mamita, yen yen yen', cantaba, 'serpiente me traga, yen yen yen'. Pero el marido respondía a través de la puerta: 'Mentira mi suegra, yen yen yen, que estamos jugando, yen yen yen, al uso de mi tierra, yen yen yen'.
A la mañana siguiente, la madre y suegra encontraba sobre la cama del matrimonio una enorme serpiente, sin rastro de los recién casados. Esta canción tiene su importancia en Corazón tan blanco, y aparece más de una vez.
El tercer elemento atañe a mi propia biografía ficticia, y seguramente por eso es más trivial: yo nunca me he casado, si bien he estado a punto de hacerlo y conviví con alguien en una ocasión. Así, ese estado tan común y banal, por no conocerlo, se me aparece rodeado de cierto misterio, y en algunos momentos no he podido evitar pensar cómo sería mi nunca celebrado matrimonio, o cómo sería un narrador mío en él. Si asociamos esa curiosidad a los dos primeros elementos, no será de extrañar que en mi novela lo conyugal se manifieste como algo más bien ominoso, por no decir peligroso. Ni tampoco que el texto así originado sea un libro (como reza su contracubierta por expresa indicación del autor) 'sobre el secreto y su posible conveniencia, sobre el matrimonio, el asesinato, la instigación, sobre la sospecha, sobre el hablar y el callar y sobre los corazones tan blancos que, poco a poco, se van tiñendo, según ven "transcurrir el transcurrido tiempo" y acaban sabiendo lo que nunca quisieron saber'.
Javier Marías
En el viaje de novios*
Mi mujer se había sentido indispuesta y habíamos regresado apresuradamente a la habitación del hotel, donde ella se había acostado con escalofríos y un poco de náusea y un poco de fiebre. No quisimos llamar en seguida a un médico por ver si se le pasaba y porque estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño, aunque sea para un reconocimiento. Debía de ser un ligero mareo, un cólico, cualquier cosa. Estábamos en Sevilla, en un hotel que quedaba resguardado del tráfico por una explanada que lo separaba de la calle. Mientras mi mujer se dormía (pareció dormirse en cuanto la acosté y la arropé), decidí mantenerme en silencio, y la mejor manera de lograrlo y no verme tentado a hacer ruido o hablarle por aburrimiento era asomarme al balcón y ver pasar a la gente, a los sevillanos, cómo caminaban y cómo vestían, cómo hablaban, aunque, por la relativa distancia de la calle y el tráfico, no oía más que un murmullo. Miré sin ver, como mira quien llega a una fiesta en la que sabe que la única persona que le interesa no estará allí porque se quedó en casa con su marido. Esa persona única estaba conmigo, a mis espaldas, velada por su marido. Yo miraba hacia el exterior y pensaba en el interior, pero de pronto individualicé a una persona, y la individualicé porque a diferencia de las demás, que pasaban un momento y desaparecían, esa persona permanecía inmóvil en su sitio. Era una mujer de unos treinta años de lejos, vestida con una blusa azul sin apenas mangas y una falda blanca y zapatos de tacón también blancos. Estaba esperando, su actitud era de espera inequívoca, porque de vez en cuando daba dos o tres pasos a derecha o izquierda, y en el último paso arrastraba un poco el tacón afilado de un pie o del otro, un gesto de contenida impaciencia. Colgado del brazo llevaba un gran bolso, como los que en mi infancia llevaban las madres, mi madre, un gran bolso negro colgado del brazo anticuadamente, no echado al hombro como se llevan ahora. Tenía unas piernas robustas, que se clavaban sólidamente en el suelo cada vez que volvían a detenerse en el punto elegido para su espera tras el mínimo desplazamiento de dos o tres pasos y el tacón arrastrado del último paso. Eran tan robustas que anulaban o asimilaban esos tacones, eran ellas las que se hincaban sobre el pavimento, como navaja en madera mojada. A veces flexionaba una para mirarse detrás y alisarse la falda, como si temiera algún pliegue que le afeara el culo, o quizá se ajustaba las bragas rebeldes a través de la tela que las cubría.