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Pareció dormirse, y yo me mantuve en silencio para que reposara, y la mejor manera de mantenerme en silencio sin aburrirme ni verme tentado a hacer ruido o hablarle fue asomarme al balcón y mirar hacia el exterior, mirar pasar a la gente habanera, observar sus andares y sus vestidos y escuchar sus voces a distancia, un murmullo. Pero miraba hacia fuera con el pensamiento puesto dentro, a mis espaldas, en la cama sobre la que Luisa había quedado en diagonal, cruzada, por lo que nada exterior podía llamarme la atención de veras. Miraba hacia fuera como quien llega a una fiesta en la que sabe que no estará la única persona que le interesa, que se quedó en casa con su marido. Esa única persona estaba en la cama, enferma, velada por su marido y a mis espaldas.

Sin embargo, al cabo de unos minutos de mirar sin ver, individualicé a una persona. La individualicé porque, a diferencia de las demás, durante todos esos minutos no se había movido ni había pasado o desaparecido de mi campo visual, sino que había permanecido quieta en el mismo lugar, una mujer de unos treinta años de lejos, con una blusa amarilla de escote redondeado y una falda blanca y zapatos de tacón también blancos, colgado del brazo un gran bolso negro, como los que llevaban en Madrid las mujeres durante mi infancia, bolsos grandes colgados del brazo y no echados al hombro, como ahora. Estaba esperando a alguien, su actitud era de espera inequívoca, porque de vez en cuando daba dos o tres pasos hacia un lado u otro, y en el último paso arrastraba ligeramente y con celeridad el tacón por el suelo, un gesto de contenida impaciencia. No se arrimaba a la pared como suelen hacer los que aguardan para no entorpecer a los que no aguardan y pasan; se mantenía en medio de la acera, sin moverse más allá de sus tres pasos medidos que la devolvían siempre al mismo sitio, y por eso tenía problemas para esquivar a los transeúntes, alguno le dijo algo y ella le respondió con cólera y le amagó con el bolso conspicuo. De vez en cuando se miraba detrás flexionando una pierna y con la mano se planchaba la falda estrecha, como si temiera algún pliegue que le afeara el culo, o tal vez se ajustaba la braga insumisa a través de la tela que la cubría. No miraba el reloj, no llevaba reloj quizá se orientaba por el del hotel, que estaría sobre mi cabeza, para mí invisible, con rápidas ojeadas que yo no advertía. Puede que el hotel no ofreciera reloj a la calle y ella no sugiera jamás la hora. Me pareció mulata, pero no podía asegurarlo desde donde me encontraba.

De pronto cayó la noche, sin casi aviso como ocurre en los trópicos, y aunque el número de viandantes no disminuyó de inmediato, la pérdida de la luz me hizo verla más solitaria, más aislada y más condenada a esperar en vano. Su cita no llegaría. Con los brazos cruzados, apoyaba los codos en las manos, como si cada segundo que transcurría esos brazos le pesaran más, o acaso era el bolso lo que aumentaba de peso. Tenía unas piernas robustas, adecuadas para la espera, que se clavaban en el pavimento con sus tacones muy finos y altos o bien de aguja, pero las piernas eran tan fuertes y llamativas que asimilaban esos tacones y eran ellas las que se clavaban sólidamente —como navaja en madera mojada— cada vez que volvían a detenerse en el punto elegido tras el mínimo desplazamiento a derecha o izquierda. Los talones le sobresalían. Oí un leve murmullo, o era un quejido, procedente de la cama a mi espalda, de Luisa enferma, de mi mujer recién contraída que tanto me interesaba, era mi tarea. Pero no volví la cabeza porque era un quejido que venía del sueño, uno aprende a distinguir en seguida el sonido dormido de aquel con quien duerme. En ese momento la mujer de la calle alzo los ojos hacia el tercer piso en que yo me hallaba y creí que fijaba en mí su vista por vez primera. Escrutó como si fuera miope o llevara lentillas sucias y miró desconcertada, fijando la vista en mí y apartándola un poco y guiñando los ojos para ver mejor y de nuevo fijándola y apartándola. Entonces levantó un brazo, el brazo libre de bolso, en un gesto que no era de saludo ni de acercamiento, quiero decir de acercamiento a un extraño, sino de apropiación y reconocimiento, coronado por un remolino veloz de los dedos: era como si con aquel gesto del brazo y el revoloteo de los dedos rápidos quisiera asirme, más asirme que atraerme hacia ella. Gritó algo que yo no podía oír por la distancia, y estuve seguro de que me lo gritaba a mí. Por el movimiento de los labios adivinados sólo pude entender la primera palabra, y esa palabra era ¡Eh! pronunciada con indignación, como el resto de la frase que no me alcanzaba. Al tiempo que hablaba echó a andar para aproximarse, tenía que cruzar la calle y recorrer la amplia explanada que desde nuestro lado separaba el hotel de la calzada, alejándolo y salvaguardándolo así un poco del tráfico. Al dar más pasos de los que había dado repetidamente durante su espera vi que andaba con dificultad y lentitud, como si los tacones le fueran desacostumbrados, o sus piernas robustas no estuvieran hechas para ellos, o la desequilibrara el bolso o estuviera mareada. Caminaba un poco como había caminado Luisa después de sentirse mal, al entrar en el cuarto para dejarse caer en la cama, donde yo la había desvestido a medias y la había introducido (la había arropado pese al calor). Pero en aquellos andares desazonados también se adivinaba garbo, sustraído en aquel momento: cuando estuviera descalza la mujer mulata caminaría con gamo, le ondearía la falda estrellándose contra los muslos rítmicamente. Mi habitación estaba a oscuras, nadie había encendido la luz al caer la noche, Luisa dormía indispuesta, yo no me había movido de aquel balcón, miraba a los habaneros y luego a aquella mujer que seguía acercándose con paso trastabillado y seguía gritándome lo que ahora ya oía: — ¡Eh! Pero ¿qué tú haces ahí?

Me sobresalté al entender lo que estaba diciendo, pero no tanto porque me lo dijera cuanto por el modo de hacerlo, lleno de confianza, furioso, como de quien se dispone a ajustar unas cuentas con la persona más próxima o a quien está queriendo, que la enoja continuamente. No era que se hubiera sentido observada por un desconocido desde un balcón de un hotel para extranjeros y viniera a reprocharme mi contemplación impune de su figura y de su desairada espera, sino que en mí había reconocido de pronto, al levantar la vista, a la persona que llevaba aguardando quién sabía cuánto tiempo, sin duda desde mucho antes de que yo la individualizara. Aún estaba a distancia, había cruzado la calle sorteando los pocos coches sin buscar un semáforo, y estaba al comienzo de la explanada, donde se había parado, tal vez para descansar los pies y las piernas tan sobresalientes o para alisarse otra vez la falda, ahora con más ahínco puesto que por fin se encontraba ante quien debía juzgar o apreciar su caída, la de la falda. Seguía mirándome y apartando un poco la vista, como si tuviera algún problema de estrabismo, se le iban momentáneamente los ojos hacia mi izquierda. Quizá se había detenido y quedado lejos para hacer ver su enfado y que no estaba dispuesta a que se cumpliera sin más la cita una vez que me había avistado, como si ella no hubiera sufrido o no hubiera habido agravio hasta dos minutos antes. Entonces dijo otras frases, acompañadas todas del gesto inicial del brazo y los dedos móviles, el gesto del asimiento, como si con él dijera 'Tú ven acá', o 'Eres mío'. Pero con la voz decía, una voz vibrante, impostada y desagradable, como de presentador televisivo o político en un discurso o profesor en clase (pero parecía iletrada):

—Pero ¿qué tú haces ahí? ¿No me viste que te estaba esperando desde hace una hora? ¿Por qué no me dijiste que ya tú habías subido?

Creo que lo decía así, con esa leve alteración del orden de las palabras y abuso de los pronombres respecto a lo que yo habría dicho, o cualquier persona de mi país, supongo. Aunque seguía sobresaltado y además empecé a temer que los gritos de aquella mulata despertaran a Luisa a mi espalda, pude fijarme mejor en el rostro, que en efecto era el de una mulata muy pálida, quizá tenía una cuarta parte de negra, más visible en los labios gruesos y en la nariz algo roma que en el color no muy distinto del de Luisa en la cama, que llevaba varios días bronceándose en las playas para recién casados. Los ojos guiñados de la mujer me parecieron claros, grises o verdes o al menos ciruela, pero tal vez, pensé, se había hecho regalar unas lentillas coloreadas, la causa de su visión eficiente. Tenía las aletas de la nariz vehementes, ensanchadas por la ira (tenía cara de velocidad por tanto), y movía la boca en exceso (ahora habría leído sin dificultad en sus labios de haberme hecho falta), con muecas parecidas a las de las mujeres de mi país, es decir, de consustancial desprecio. Se siguió aproximando hacia mí, cada vez más indignada al no recibir respuesta, siempre repitiendo el mismo gesto del brazo, como si no tuviera más recurso expresivo que ese, un largo brazo desnudo que daba un golpe seco en el aire, los dedos bailando a la vez un instante como para cogerme y luego arrastrarme, una zarpa. 'Eres mío', o 'Yo te mato'. — ¿Tú estás idiota o qué te pasa? ¿Encima te has quedado mudo? Pero ¿por qué tú no me contestas?

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