Ahora ya no me preguntó qué era eso ni qué sospechaba o sabía (no me dijo 'Desembucha', o 'Explica', o 'Cuenta'), había demasiadas horas que habían borrado mi figuración o idea. Se había vuelto a recostar en el sofá debía de estar cansada de la larga noche de conocimiento y de aguantar la cojera descalza. Vi sus pies elevados sobre el sofá, dedos largos, pies bonitos, limpios para 'Bill' — no habían pisado el asfalto—, daban ganas de tocárselos. Los había tocado hacía muchísimo tiempo (de habérselo recordado habría hecho el mismo gesto: 'De eso hace tanto tiempo'), seguían siendo los mismos pies, también tras el accidente, cuántos pasos habrían dado, cuántas veces habrían sido tocados en el transcurso de quince años. Quizá 'Bill' se los habría tocado muy poco antes, quizá distraídamente mientras hablaban tras expulsarme a la calle, de qué, no habían hablado de la arena visible, de qué entonces, tal vez de mí, tal vez Berta le habría contado toda mi historia por hablar de algo, sobre la almohada se traiciona y denigra a los otros, se revelan sus mayores secretos y se dice la única opinión que halaga al que escucha, y que es la desestimación del resto: todo lo ajeno a ese territorio se convierte en prescindible y secundario si no en desdeñable, es allí donde más se abjura de las amistades y de los pasados amores y también de los presentes, como me habría negado y minimizado Luisa de haber compartido con Custardoy la almohada, yo estaba lejos, en otro país más allá del océano, mi recuerdo difuminado, mi cabeza ausente, sin dejar huella durante ocho semanas, ella se habría acostumbrado a dormir en diagonal, atravesada sobre la cama, allí no había nadie desde hacía tiempo, y a quien no está no es difícil quitarle importancia, al menos verbalmente, con el comentario, del mismo modo que para Guillermo no era difícil hablar con tanta desafección de su mujer enferma en otro continente, cuando se cree que nadie oye, desde la habitación de un hotel de La Habana bajo la pulposa luna y con el balcón entornado, hablar de matarla o de dejarla morir al menos: 'La estoy dejando morir', había dicho. 'No estoy haciendo nada por ayudarla. La estoy empujando.' Y más adelante: 'Le quito las pocas ganas de vivir que le queden. ¿No te parece suficiente?'. Pero a Miriam no le parecía suficiente, llevaba demasiado tiempo esperando y la espera es lo que más desespera y hace desvariar y corroe y hace decir: 'Voy por ti' o 'Eres mío' o 'Conmigo al infierno' o 'Yo te mato', es como un inmenso tejido sin ninguna costura ni adorno ni pliegue, como un cielo invisible o rojizo sin ángulos que lo recorten, un todo indiferenciado e inmóvil en el que no se distinguen las tramas y sólo hay repetición, pero no la repetición al cabo del tiempo, que no sólo es tolerable sino placentera, no sólo tolerable sino necesaria (uno no puede aceptar que ciertas cosas no vayan ya a repetirse), sino la repetición continua y sin pausa, un silbido interminable o nivelación constante de lo que va llegando. Nada es bastante cuando se espera, algo debe rasgarse con el filo afilado o algo debe quemarse con la brasa o la llama, nada es bastante tras la desestimación y la abjuración y el desdén, después sólo puede admitirse el siguiente y consecuente paso, la supresión, la cancelación, la muerte de quien fue expulsado del territorio que delimita la almohada. La pulposa luna, el balcón entornado, el sostén que tira, la toalla mojada, el llanto a escondidas en el cuarto de baño, el pelo o arruga sobre la frente, la mujer dormida y la mujer a punto de adormecerse, el canturreo de quien sigue esperando: 'Tienes que matarla', había dicho Miriam. Y Guillermo había respondido, abjurando de su mujer enferma más allá del océano y hastiado como una madre que contesta cualquier cosa, sin pensárselo, es fácil condenar verbalmente, no pasa nada, todo el mundo sabe que no es responsable de lo que dice aunque la ley lo castigue a veces, la lengua al oído, la lengua no mata, no comete el acto, no puede: 'Está bien, está bien, ya lo haré, ahora sigue acariciándome'. Y ella había insistido más tarde, en tono neutro si no desmayado: 'Si no la matas me mato yo. Tendrás una muerta, o ella o yo'.
'No le habrás contado que yo lo seguí, ¿verdad?', le pregunté todavía a Berta. 'No, eso no, quizá más adelante si no te importa. Pero sí le he hablado de ti, de nuestras conjeturas y suposiciones.' '¿Y qué decía él?' 'Nada, se reía.' 'Habéis hablado de mí, entonces.' 'Bueno, le he contado un poco, al fin y al cabo te habíamos echado a la calle para que él subiera, era lógico que sintiera curiosidad por la persona a quien causaba molestias.' La respuesta de Berta me pareció levemente exculpatoria cuando no había razón para ello. A menos que mi pregunta hubiera sonado levemente acusatoria por culpa de aquel 'entonces' con que la había cerrado, convirtiéndola en afirmación de hecho. Berta no quería hablar, seguía contestando con desgana para no ser descortés, o para compensarme un poco por mis caminatas nocturnas. Se le había entreabierto la bata, le vi los pechos a medias por la abertura v enteros a través de la seda, los mismos pechos que no quise mirar al filmarlos me gustaba verlos ahora, un deseo extemporáneo. Estaba vestida provocativamente. Era una amiga. No insistí. —Bueno, me voy a acostar, es tardísimo —dije. —Sí, yo iré ahora en seguida — contestó ella—. Quiero recoger todavía un poco.
Mintió como yo le mentiría más tarde a Luisa más allá del océano, cuando aún no quería acostarme para observar Custardoy desde la ventana. No había nada que recocer a ser el frasco de Eau de Guerlain de la mesa, la caja abierta Y cogí mi libro, mi disco, el periódico para llevármelos a mi cuarto. Aún tenía la gabardina puesta.
—Buenas noches —le dije—. Hasta mañana. —Hasta mañana—contestó Berta. Se quedaba allí donde estaba, recostada en el sofá ante la risa mecánica, cansada, con los pies elevados y la bata entreabierta, quizá con sus pensamientos sobre el nuevo futuro concreto que esa noche aún no podía decepcionarla. O quizá no pensaba: yo pasé un momento por el cuarto de baño y mientras me lavaba los dientes y el agua del grifo amortiguaba los demás sonidos, me pareció que canturreaba un poco distraídamente, con las interrupciones propias de quien en realidad canturrea sin percatarse de que lo hace, mientras se limpia con parsimonia o acaricia a quien está a su lado, aunque Berta no se limpiaba (quería retener un olor acaso) y a su lado ya no había nadie. Y lo que canturreó fue en inglés, fue esto: 'In dreams I walk with you. In dreams I talk to you', el comienzo de una canción conocida y antigua, quizá de hacía quince años. Ya no pasé por el salón otra vez aquella noche, fui directamente del cuarto de baño a mi alcoba. Me desvestí, me metí en la cama sin olor alguno, sabía que no podría conciliar el sueño hasta que hubiera transcurrido mucho más tiempo, me preparé para el insomnio. Había dejado la puerta entornada como siempre, para que entrara el aire (la ventana obligadamente cerrada en Nueva York en las calles, en los pisos bajos). Y entonces, cuando estaba más despierto que en ningún otro momento de la noche entera y ya no había ningún sonido, volví a oír muy baja, como a través de un muro, la voz de 'Bill' o la voz de Guillermo, la voz vibrada de cantor de góndola, la voz de sierra que repetía sus frases cortantes en inglés desde la pantalla. El efecto era sombrío. 'Eso es así. Si tus tetas y tu coño y tu pierna me convencen de que vale la pena correr el riesgo. Si aún te sigue interesando. Quizá ya no quieras seguir con esto. Pensarás que soy muy directo. Brutal. Cruel. No soy cruel. No puedo perder mucho tiempo. No puedo perder mucho tiempo.'
Ocho semanas no son mucho tiempo, pero son más de lo que parecen si se suman a otras ocho de las que a su vez las separan sólo otras once, o doce. Mi siguiente viaje de ocho semanas fue a Ginebra en febrero, y ha sido el último. Quisiera que lo siguiera siendo durante una larga temporada, no tiene sentido que Luisa y yo nos hayamos casado para estar tan separados, para que yo no pueda asistir a sus cambios matrimoniales ni acostumbrarme a ellos, y tener sospechas que luego descarto. Me pregunto si yo estoy cambiando asimismo, no lo percibo, supongo que sí puesto que cambia Luisa en lo superficial (hombreras, peinado, guantes, matiz de labios), cambia la casa cuya inauguración tan artificiosa va quedando ya un poco lejos, cambia el trabajo, el mío se ha incrementado y el de ella se ha reducido o casi anulado (está buscando algo en Madrid, permanente): desde que me fui a Nueva York hasta que regresé de Ginebra, esto es, entre mediados de septiembre y casi finales de marzo, ella ha hecho un solo desplazamiento laboral, y no fue de semanas sino de días, a Londres para suplir al traductor oficial de nuestro conocido alto cargo, improcedentemente contagiado de varicela por sus niños (ahora el cargo tiene intérprete oficial a su exclusivo servicio, se ha hecho con el puesto un intrigante de nombre indeciso —traductor genial, eso sí—, ya que desde que lo obtuvo se hace llamar por sus dos apellidos, De la Cuesta y de la Casa), que hacía un viaje relámpago (el alto cargo, no el intérprete varicélico, a quien se habría prohibido la entrada por el contagio) para dar el pésame a su colega recién destituida y de paso hablar con sus sucesores sobre lo que nuestros representantes dicen que hablan siempre con los británicos, Gibraltar y el IRA y la ETA. Luisa no cuenta historias poco creíbles —pero yo no lo necesito de ella— y contó poco de la entrevista, quiero decir a mí, ya que se supone que los intérpretes, jurados o no (pero más los consecutivos que los simultáneos, es una rareza que yo sea ambas cosas, aunque lo primero sólo muy ocasionalmente, los consecutivos odian a los simultáneos y los simultáneos a los consecutivos), silencian en el exterior todo lo que transmiten en el interior de un cuarto, es gente probada que no traiciona secretos. Pero a mí sí podía contármelo. 'Fue sosa', me dijo, refiriéndose a la charla, que aún había tenido lugar en la residencia oficial que la adalid británica se aprestaba a abandonar en un plazo de días: había cajas de embalar semillenas a su alrededor. 'Como si él la viera a ella ya exclusivamente como a una vieja amiga sin responsabilidades ni competencias, y ella estuviera demasiado entristecida para atender a los problemas acuciantes de él, debían de darle anticipada nostalgia.' Sólo había habido un momento reminiscente de la conversación personal hacia la que yo los había deslizado el día que conocí a Luisa. Al parecer, la adalid inglesa había vuelto a citar a su Shakespeare, de nuevo a Macbeth, que debía de leer o ver representado continuamente: '¿Usted se acuerda', le había dicho, 'de lo que dice Macbeth que ha oído al asesinar a Duncan? Es muy famoso.' 'Me parece que ahora mismo no lo recuerdo, pero si me refresca la memoria...', se había disculpado nuestro representante. 'Macbeth cree haber oído una voz que gritaba: "Macbeth does murder Sleep, te innocent Sleep" (que Luisa le había traducido a nuestro alto cargo como 'Macbeth asesina al Sueño, al inocente Sueño'). 'Pues así', añadió la señora, 'me he sentido yo con mi destitución imprevista, asesinada mientras dormía, yo era el inocente Sueño confiado en reposar rodeado de amigos, de gente que me velaba, y han sido esos mismos amigos los que, como Macbeth, Glamis, Cawdor, me han apuñalado mientras dormía. Los peores enemigos son los amigos, amigo mío', le había advertido innecesariamente a nuestro adalid, que iba dejando su senda sembrada de amigos extintos; 'no se fíe usted nunca de los que tenga más próximos, de aquellos a los que pareció que no hacía falta obligar a que lo quisieran a uno. Y no se duerma, los años de seguridad nos invitan a ello, nos acostumbramos a sentirnos a salvo. Yo me adormecí segura un instante y ya ve lo que me ha pasado. Y la ex-alto cargo señaló con un gesto expresivo las cajas abiertas a su alrededor, como si fueran la manifestación del oprobio o las gotas de sangre vertidas en su asesinato. Poco después su ex-colega español la abandonó para ir a entrevistarse con su sucesor, o lo que es lo mismo, con su Macbeth, Glamis, Cawdor.