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—Bien me lo pones —le dije—. Bien me animas, no esperaba esto de ti; fuera te he visto más contento.

—Oh, lo estoy, lo estoy, créeme, lo estoy muchísimo, pregúntale a cualquiera, llevo todo el día celebrándolo, desde antes de la ceremonia. A solas en casa, antes de salir, brindé por vosotros ante el espejo con una copa de vino del Rhin, un Riessling, abrí la botella sólo por eso, se echará a perder el resto. Ya ves cómo me alegro, echar a perder una buena botella por un pequeño brindis solitario y matinal.

Y después de decir esto levantó las cejas con expresión inocente, la inocencia esta vez compuesta por una mezcla de ufanía y fingido asombro.

—¿Qué es lo que me quieres decir, entonces?

—Nada de particular, nada de particular. Quería quedarme contigo a solas unos minutos, no nos echarán de menos, después de la ceremonia ya no tenemos ninguna importancia, las fiestas de boda pertenecen a los invitados, no a los que se casan y las organizan. Ha sido buena idea venir aquí, ¿verdad? Sólo quería preguntarte lo que te he preguntado, ¿y ahora qué? Pero tú no me contestas. —Ahora nada —dije yo. Estaba levemente irritado por su actitud, y también tenía ganas de regresar al lado de Luisa y de mis amigos, la compañía de Ranz no me aliviaba en la medida en que necesitaba de algún alivio. En un sentido era propio de mi padre retenerme aparte en el momento más inoportuno, en otro era impropio. Era un poco impropio que no se hubiera limitado a darme una palmada en el hombro y a desearme ventura, aunque hubiera sido retóricamente y durante varios minutos. Se estiró las medias de sport por encima del pantalón antes de cruzar parsimoniosamente las largas piernas.

—¿Nada? ¿Cómo nada? Vamos, así no se puede empezar, algo se te ocurrirá, has tardado en casarte y por fin lo has hecho, quizá no te das cuenta. Si lo que temes es hacerme abuelo no te preocupes, creo no tener una edad inadecuada para tal tarea.

—¿Te referías a eso, ahora qué?

Ranz se tocó su pelo polar con un poco de presunción, como hacía a veces sin proponérselo. Se lo colocaba mejor o más bien hacía ademán de colocárselo, apenas si se lo rozaba con las yemas de los dedos, como si su intención inconsciente fuera arreglárselo pero el contacto le diera temor y le hiciera tomar conciencia. Llevaba peine pero no lo usaba ante testigos, aunque el testigo fuera su hijo, el niño que ya no lo era o a sus ojos seguía siéndolo pese a haber consumido la mitad de su vida.

—Ah, no, en absoluto, y no tengo ninguna prisa, ni debéis tenerla vosotros, no es que quiera inmiscuirme pero es mi parecer. Sólo quiero saber cómo afrontas esta situación nueva, justo ahora, cuando llega. Eso es todo, curiosidad.

Y abrió las manos alzándolas ante mí, como quien muestra que va desarmado.

—No lo sé, no la afronto de ninguna manera, te lo diré más adelante. Eso es lo esperable, creo yo, que en el día de hoy no me pregunte.

Estaba apoyado en la mesa, sobre ella habían quedado las firmas inútiles de los testigos tardíos. Me incorporé un poco la primera señal de que daba la conversación por concluida y quería volver a la fiesta; pero él no acompañó mi gesto apagando a su vez el cigarrillo o descruzando las piernas. Para él la charla debía proseguir un poco más. Pensé que quería decirme algo concreto pero no sabía cómo o no estaba convencido de querer decírmelo. Eso sí era enteramente propio de Ranz, que en muchas ocasiones obligaba a otros a contestar a I preguntas que él no formulaba, o a sacar algún tema por él no mencionado, aunque fuera ese tema lo único que rondara su llamativa cabeza de polvos de talco. Yo lo conocía demasiado para facilitárselo.

—Lo esperable —dijo—. No creo que haya nada esperable. Yo, por ejemplo, no esperaba ya que te casaras. Hace sólo un año habría apostado en contra, bueno, lo hice contra Custardoy, y contra Rylands por carta, y he perdido algún dinero, ves. El mundo está lleno de sorpresas, también de secretos. Creemos que vamos conociendo a quienes están cerca, pero el tiempo trae consigo mucho más ignorado de lo que trae sabido, cada vez se conoce menos comparativamente, I cada vez hay más zona de sombra. Aunque también haya más iluminada, siempre son más las sombras. Luisa y tú tendréis secretos, supongo. —Se quedó callado unos segundos, y al ver que yo no respondía añadió—; Pero claro, tú no podrás saber más que los tuyos, si no los suyos no lo serían.

Ranz seguía sonriendo con sus labios tan dibujados y tan idénticos a los míos, aunque en él hubieran perdido color y estuvieran invadidos por las arrugas verticales que nacían de su barbilla y del lugar del bigote, que había llevado de joven según las fotos de entonces pero yo no había llegado a verle. Sus palabras parecían algo malévolas (en el primer momento pensé que sabía algo de Luisa y que había esperado hasta después de la boda para comunicármelo), pero no lo era el tono ahora, ni siquiera ambiguo. Si no fuera mucho decir, diría que era un tono desamparado. Era como si se hubiera extraviado al poco de echarse a hablar y ya no supiera cómo encaminarse hacia donde quería. Yo podía ayudarle, o bien no. Sonreía amistosamente con el cigarrillo delgado en la mano, estaba ya consumido, con más ceniza que filtro, hacía rato que no la sacudía, probablemente no lo apagaba para no aumentar su desvalimiento. Cogí el cenicero y se lo acerqué aún más y se lo sostuve, y entonces depositó la colilla, se frotó los dedos, olía mal el filtro quemado. Enlazó sus manos, grandes como todo su cuerpo y su harinosa cabeza, en ellas se veían su edad algo más, un poco más, no mucho, tenían arrugas pero no manchas. Sonreía con afabilidad ahora, como era su costumbre, casi con piedad, sin guasa, sus ojos miraban con limpieza, sus ojos como gruesas gotas de licor o vinagre, estábamos más bien en sombra. No era un viejo, nunca lo fue, como he dicho, pero en aquellos momentos lo vi envejecido, esto es, con miedo. Hay un escritor llamado Clerk o Lewis que escribió sobre sí mismo tras la muerte de su mujer, y empezó diciendo: 'Nadie me dijo nunca que la pena fuera una sensación tan parecida al miedo'. Quizá era pena lo que se traslucía en la sonrisa de Ranz, mi padre. Es sabido que las madres lloran y sienten algo semejante a pena cuando se casan sus vástagos, quizá mi padre sentía su propio contento y también la pena que habría sentido mi madre, muerta. Una pena vicaria, un miedo vicario, una pena y un miedo que venían de otra persona cuyo rostro habíamos olvidado ya un poco ambos, es curioso cómo se difuminan las facciones de los que ya no nos ven ni vemos, por enfado o ausencia o agotamiento, o cómo las usurpan sus fotografías siempre quietas en un solo día, mi madre ha quedado sin gafas, sin sus gafas de vista cansada que se acostumbró a llevar demasiado en los últimos tiempos, ha quedado fijada en el retrato que yo he elegido de sus veintiocho años, una mujer más joven de lo que soy yo ahora, con una expresión reposada y unos ojos levemente resignados que no tenía, creo yo, normalmente, sino que eran risueños como los de mi abuela habanera, su madre, las dos reían entre sí, reían a menudo juntas, pero es verdad que en las dos había también a veces una prolongada mirada de pena o de miedo mi abuela interrumpía a veces el mecerse de la mecedora y se quedaba con la vista perdida, los ojos secos y sin pestañeos, como de alguien recién despertado y que aún no comprende, a veces se quedaba mirando las fotos o el cuadro de su hija desaparecida del mundo antes de que yo naciera, la miraba durante un minuto o tal vez más, seguramente sin reflexionar, sin recordar siquiera, sintiendo pena o retrospectivo miedo. Y mi madre también la miraba así a veces, a su alejada hermana, interrumpía la lectura y se quitaba las gafas de vista cansada, con un dedo meado en el libro para no perder la página y las gafas en la otra mano se quedaba mirando a veces hacia ninguna parte y a veces hacia los muertos, caras que se vio crecer pero no envejecer, caras con volumen que se hicieron planas, caras en movimiento que nos acostumbramos de pronto a ver en reposo, no a ellas sino a su imagen, el rostro vivo de mí madre se detenía a mirarlas, sus ojos melancolizados acaso por la música de organillo que a todas horas subía desde la calle en Madrid durante mi infancia y que al comenzar hacía pararse un instante a cuantos había en la casa, las madres y los niños perezosos o enfermos y las criadas, que alzaban la vista e incluso se asomaban al balcón o a la ventana para volver a ver lo que era igual a sí mismo siempre, un hombre atezado con un sombrero y un organillo, un hombre mecánico que interrumpía los tarareos de las mujeres o los encauzaba y hacía melancolizar la mirada de los moradores durante un instante o a mi madre durante más que un instante, la pena y el miedo no son fugaces. Las madres y los niños y las criadas reaccionaban siempre a ese sonido alzando la vista, irguiendo el cuello como animales, y también reaccionaban del mismo modo ante el silbido curvo de los afiladores, las mujeres pensando por un momento si los cuchillos que había en la casa cortaban como es debido o había que bajar con ellos a la calle corriendo, haciendo un alto en sus tareas o en su indolencia para recordar y pensar en filos, o quizá absorbiéndose en sus secretos repentinamente, los secretos guardados y los padecidos, es decir, los que conocían y no conocían. Y era entonces a veces, al levantar la cabeza para hacer caso a la mecánica música o a un silbido que se repetía y venía avanzando por la calle entera, cuando su vista caía sobre los retratos de los ausentes, media vida echando vistazos a fotografías o cuadros siempre enigmáticos con ojos inmóviles o sonrisa boba, y otra vida más, o media, la del otro, el hijo, o la hermana, el viudo, recibiendo esos mismos vistazos bobos e inmóviles en la fotografía que no siempre el que mira recuerda cuándo nos hicieron: mi abuela echando vistazos a su hija muerta y mi madre a su hermana muerta, y sustituida; mi padre y yo mirándola a ella y yo me voy preparando para mirarle a él, Ranz, mi padre; y mi querida Luisa, recién casada en el salón de al lado, sin saber que las fotos que hoy nos han hecho serán un día objeto de sus vistazos, cuando ya no tenga por delante ni siquiera su media vida y la mía esté acabada. Pero nadie sabe el orden de los muertos ni el de los vivos a quiénes les tocará primero la pena o primero el miedo. Acaso Ranz encarnaba ahora la pena y el miedo que volvían a estar allí, en su expresión sonriente y compasiva y apaciguada, en sus manos ya sin cigarrillo y enlazadas y ociosas, en sus medias de sport bien subidas para que no se le viera nunca un pedazo de pierna, un trozo de carne vieja como la carne de Verum-Verum, carne de fotografía, en su historiada corbata un poco ancha para estos tiempos y de colores tan bien combinados, un poco ancho su nudo tan pulcro. Se lo veía cómodo allí sentado, como si fuera el dueño del Casino de Madrid mientras lo tenía alquilado, también se lo veía incómodo, y0 no estaba ayudándole a decirme lo que le rondaba, lo que había decidido comunicarme —o aún no lo había hecho— el día de mi boda cuando me retuvo en aquel cuarto contiguo a la fiesta con la mano en el hombro. Ahora lo vi claro: no es que no supiera cómo, sino que era una superstición lo que lo paralizaba, no saber qué puede dar suerte o traerla mala, hablar o callar, no callar o no hablar, dejar que las cosas sigan su curso sin invocarlas ni conjurarlas o intervenir verbalmente para condicionar ese curso, verbalizarlas o no hacer advertencias poner en guardia o bien no dar ideas, a veces nos dan ideas quienes nos previenen contra esas ideas, nos las dan porque nos previenen, y hacen que se nos ocurra lo que nunca habríamos concebido.

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