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Jaime era hijo único y había empezado a estudiar la misma carrera que su padre. La guerra partió por la mitad sus estudios, y cuando concluyó Jaime se había encontrado huérfano y con una fortuna bastante grande. Le faltaban dos cursos para hacerse arquitecto, pero no se había preocupado de continuar estudiando. Se dedicaba a divertirse y a no hacer nada en todo el día. En opinión de Iturdiaga, era un ser despreciable. Me acuerdo de Iturdiaga, mientras decía estas cosas: estaba sentado con las piernas cruzadas, con cara de ángel de la justicia, casi inflamado de indignación.

– Y ¿cuándo vas a empezar a estudiar para el examen de estado, Iturdiaga? -le dije en una pausa, sonriendo.

Iturdiaga me miró altivo. Abrió los brazos… Luego continuó su diatriba contra Jaime.

Pons me observaba mucho y empezó a fastidiarme.

– Anoche, por más señas, vi a este Jaime en un cabaret del Paralelo -dijo Iturdiaga-, iba solo y estaba más aburrido que una mona, en su rincón.

– Y tú, ¿qué hacías?

– Yo me inspiraba. Tomaba tipos para mis novelas… Tengo, además, un camarero que me proporciona absenta legítima…

– ¡Bah! ¡Bah!… Agua teñida de verde será -dijo Guíxols.

– ¡No, señor!… Pero, escuchadme. He querido contaros mi nueva aventura desde que llegué y me he distraído. Anoche mismo encontré mi alma gemela, la mujer ideal. Nos hemos enamorado sin decirnos una sola palabra. Ella es extranjera. Debe de ser rusa o noruega. Tiene pómulos eslavos y los ojos más soñadores y misteriosos que he visto. Estaba en aquel mismo cabaret donde vi a Jaime, pero parecía descentrada allí. Iba elegantísima y la acompañaba un tipo extraño que se la comía con los ojos. Ella le hacía muy poco caso. Estaba aburrida, parecía nerviosa… En ese momento me miró… Fue un segundo solamente, amigos, pero ¡qué mirada! Me lo decía todo con ella: sus sueños, sus esperanzas… Porque he de advertiros que no es una aventurera, se trata de una muchacha tan joven como Andrea, delicada, purísima…

– Te conozco, Iturdiaga. Ya tendrá cuarenta años, llevará el pelo teñido y habrá nacido en la Barceloneta…

– ¡Guíxols! -gritó Iturdiaga.

– Perdona, noi,pero sé cómo las gastas…

– Bueno, pues, no termina ahí la aventura. En aquel momento el tipo que la acompañaba volvió porque había ido a pagar la cuenta y los dos se levantaron. Yo no sabía qué hacer. Cuando llegaban a la puerta, la muchacha se volvió a mirar hacia dentro del cabaret, como buscándome… ¡Amigos! Salté de la silla, dejé el café sin pagar…

– Luego era café y no absenta.

– Dejé el café sin pagar y corrí tras ellos. En aquel momento mi rubia desconocida y su acompañante subían a un taxi… No sé lo que sentí. No hay palabras para expresar aquel desgarramiento… Porque ella cuando me miró la última vez lo hizo con verdadera tristeza. Era casi una llamada de socorro. Hoy he pasado todo el día medio loco buscándola. Es necesario que la encuentre, amigos míos. Una cosa así, tan fuerte, no pasa más que una vez en la vida.

– A ti (que eres un ser privilegiado) te sucede cada semana, Iturdiaga…

Iturdiaga se levantó y empezó a dar paseos por el estudio dando chupadas a su pipa. Un rato después llegó Pujol con una gitana suicísima que quería proponer como modelo a Guíxols. Era una muchachilla con la boca enorme, llena de dientes blancos. Pujol se pavoneaba con ella y la llevaba del brazo. Quería darnos a entender que era su amante. Yo sabía que mi presencia le estorbaba mucho para su conversación y que por eso me guardaba rencor aquel día que él hubiese querido lucirse entre sus amigos. Pons había traído vino y pasteles y se manifestaba, por el contrario, encantado. Quería celebrar el éxito de final de curso. Lo pasamos muy bien. Hicieron bailar a la gitana, que resultaba muy graciosa.

Salimos del estudio bastante tarde. Yo quise ir andando hasta casa y me acompañaron Iturdiaga y Pons. La noche se presentaba espléndida, con su aliento tibio y rosado como la sangre de una vena, abierta dulcemente sobre la calle.

Cuando subíamos por la vía Layetana, yo no tuve más remedio que mirar hacia la casa de Ena, recordando a mi amiga y las extrañas palabras que me había dicho Jaime para ella. Estaba pensando así, cuando la vi aparecer realmente delante de mis ojos. Iba cogida del brazo de su padre. Hacían los dos una pareja espléndida, tan guapos y elegantes resultaban. Ella también me había visto y me sonreía. Sin duda volvían hacia su casa.

– Esperad un momento -dije a los chicos, interrumpiendo un párrafo de Iturdiaga. Crucé la calle y fui hacia mi amiga. La alcancé en el momento en que ella y su padre entraban en el portal.

– ¿Puedo decirte dos palabras?

– Claro que sí. No sabes cuánto me alegro de verte. ¿Quieres subir?

Esto equivalía a una invitación a cenar.

– No puedo, me esperan mis amigos… El padre de Ena sonrió:

– Yo me voy arriba, mis niñas. Ya subirás, Ena.

Nos saludó con la mano. El padre de Ena era canario, y aunque había pasado la mayor parte de su vida fuera de sus islas conservaba la costumbre de hablar de la manera especial, cariñosa, propia de su tierra.

– He visto a Jaime -dije rápidamente en cuanto desapareció-. He estado paseando hoy con él y me ha dado un recado para ti.

Ena me miró con expresión cerrada.

– Me ha dicho que tiene confianza en ti, que no te preguntará nada y que necesita verte.

– ¡Ah! Bueno, está bien, Andrea. Gracias, querida.

Estrechó mi mano y se marchó dejándome parada con cierta decepción. Ni siquiera me había permitido ver sus ojos.

Al volverme encontré a Iturdiaga que había cruzado la calle saltando, con sus largas zancas, entre una oleada de coches…

Miró como atontado hacia el fondo de la portería, donde ya subía el ascensor con Ena dentro.

– ¡Es ella! ¡La princesa eslava!… Soy un imbécil. ¡Me he dado cuenta en el mismo momento en que se despedía de ti! ¡Por Dios!

¿Cómo es posible que tú la conozcas? ¡Habla, por tu vida! ¿En qué país ha nacido? ¿Es rusa, sueca, polaca quizá?

– Catalana.

Iturdiaga se quedó atontado.

– Entonces, ¿cómo es posible que estuviera en un cabaret anoche? ¿De qué la conoces tú?

– Es compañera de clase -expliqué vagamente, mientras me cogía del brazo Iturdiaga para cruzar la calle.

– ¿Y todos esos hombres que la acompañan?

– El de hoy era su padre. El de ayer, como comprenderás, no sé…

(Y mientras tanto le decía esto a Iturdiaga, se me representaba nítidamente la imagen de Román…)

Fui distraída todo el camino, pensando en que siempre se mueve uno en el mismo círculo de personas por más vueltas que parezca dar.

17

El mes de junio iba subiendo y el calor aumentaba. De los rincones llenos de polvo y del mugriento empapelado de las habitaciones empezó a salir un rebaño de chinches hambrientas. Empecé contra ellas una lucha feroz, que todas las mañanas agotaba mis fuerzas. Espantada veía que los demás habitantes de la casa no parecían advertir ninguna molestia. El primer día en que me metí a hacer una limpieza en mi cuarto, a fondo, con desinfectante y agua caliente, la abuelita asomó la cabeza moviéndola con desagrado.

– ¡Niña! ¡Niña! ¡Que haga eso la muchacha!

– Déjala, mamá. A la sobrina le pasa eso por ser más sucia que los demás… -dijo Juan.

Me ponía el traje de baño para hacer esta tarea que me repugnaba. Era el mismo traje de baño azul que me había servido en el pueblo para entrar en el río el verano anterior. El río aquel, que junto a la huerta de mi prima pasaba profundo, doblándose en deliciosos recodos, con las orillas llenas de juncos y de fango… En primavera corría turbio, cargado de semillas de árboles y de imágenes de frutales florecidos. En verano se llenaba de sombras verdes que temblaban entre mis brazos al nadar… Si me dejaba arrastrar por la corriente, aquellas sombras se cargaban de reflejos sobre mis ojos abiertos. En los crepúsculos el agua tomaba un color rojo y ocre.

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