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Todas recordaban los tiempos viejos de la casa.

– Tu padre, ¡qué gran señor!, con su barba corrida…

– Tus hermanas, ¡qué traviesas eran!… Señor, Señor, lo que ha cambiado tu casa.

– ¡Lo que han cambiado los tiempos!

– Sí, los tiempos…

(Y se miraban azoradas.)

– ¿Te acuerdas, Angustias, de aquel traje verde que llevabas el día que cumpliste veinte años? La verdad es que nos reunimos aquella tarde una caterva de buenas mozas… ¿Y aquel pretendiente tuyo, aquel Jerónimo Sanz, por el que estabas tan loca? ¿Qué se hizo de él?

Alguien pisa el pie de la charlatana, que se calla asustada. Pasan unos segundos angustiosos y luego todas rompen a hablar a la vez.

(La verdad es que eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño.)

– Yo no sé, chica -decía Gloria-, por qué Angustias no se ha marchado con don Jerónimo, ni por qué se mete a monja, si ella no sirve para rezar…

Gloria estaba tumbada en su cama, por donde gateaba el niño, y se esforzaba en pensar, quizá por primera vez en su vida.

– ¿Por qué crees que no sirve Angustias para rezar? -le pregunté, admirada-. Ya sabes cuánto le gusta ir a la iglesia.

– Porque la comparo con tu abuelita, que sí que es buena rezadora, y veo la diferencia… Mamá se queda toda traspasada como si le vinieran músicas del cielo a los oídos. Por las noches habla con Dios y con la Virgen. Dice que Dios es capaz de bendecir todos los sufrimientos y que por eso Dios me bendice a mí, aunque yo no rezo tanto como debiera… ¡Y qué buena es! Nunca ha salido de su casa y, sin embargo, entiende todas las locuras y las perdona. A Angustias no le da Dios ninguna calidad de comprensión, y cuando reza en la iglesia no oye músicas del cielo, sino que mira a los lados para ver quién ha entrado en el templo con mangas cortas y sin medias… Yo creo que en el fondo el rezo le importa tan poco como a mí, que no sirvo para rezar… Pero la verdad -concluía-, ¡qué bien que se marche!… La otra noche me pegó Juan por su culpa. Por su culpa nada más…

– ¿Adonde ibas, Gloria?

– ¡Ay, chica! A nada malo. A ver a mi hermana, ya ves tú… Ya sé que no me crees, pero a eso iba y te lo puedo jurar. Es que Juan no me deja ir, y de día me vigila. Pero no me mires así, no me mires así, Andrea, que me da muchas ganas de reír esa cara que pones.

– ¡Bah! -dijo Román-. Me alegro de que se vaya Angustias, porque ahora es un trozo viviente del pasado que estorba la marcha de las cosas… De mis cosas. Que nos molesta a todos, que nos recuerda a todos que no somos seres maduros, redondos, parados, como ella; sino aguas ciegas que vamos golpeando, como podemos, la tierra para salir a algo inesperado… Por todo eso me alegro. Cuando se vaya la querré, Andrea, ¿sabes? Y me conmoverá el recuerdo de su feísimo gorro de fieltro con la pluma erguida, hasta el último momento, como un pabellón…, indicando que aún late el corazón de un hogar que fue y que nosotros, los demás, hemos perdido… -se volvió hacia mí sonriendo como si compartiéramos los dos un secreto-. Al mismo tiempo siento que se vaya, porque ya no podré leer las cartas de amor que recibe, ni su diario… ¡Qué cartas tan sentimentales y qué diario tan masoquista! Satisfacía todos mis instintos de crueldad leerlo.

Y Román se pasó la lengua por los labios rojos.

Juan y yo parecíamos ser los únicos sin opinión ante el desarrollo de los acontecimientos. Yo estaba demasiado maravillada, pues el único deseo de mi vida ha sido que me dejen en paz hacer mi capricho y en aquel momento parecía que había llegado la hora de conseguirlo sin el menor trabajo por mi parte. Recordaba la lucha sorda que tuve durante dos años con mi prima Isabel para que al fin me permitiera marchar de su lado y seguir una carrera universitaria. Cuando llegué a Barcelona venía disparada por mi primer triunfo, pero enseguida encontré otros ojos vigilantes sobre mí y me acostumbré al juego de esconderme, de resistirme… Ahora, de pronto, me iba a encontrar sin enemigo.

Me volví humilde con Angustias aquellos días. Hubiera besado sus manos si ella lo hubiera querido. La alegría espantosa parecía socavarme el pecho algunos ratos. En los demás no pensaba, en Angustias, no pensaba: sólo en mí.

Me extrañó, sin embargo, la falta de don Jerónimo en aquel interminable desfilar de amistades. Todas eran mujeres, exceptuando algún raro marido tripudo que aparecía alguna vez.

– Parecen días de entierro, ¿eh? -gritó Antonia desde su cocina.

A todos se nos vinieron a la imaginación pensamientos macabros en aquellas horas.

Gloria me dijo que don Jerónimo y Angustias se veían todas las mañanas en la iglesia, que ella lo sabía bien… Toda la historia de Angustias resultaba como una novela del siglo pasado.

El día en que se marchó tía Angustias recuerdo que los diferentes personajes de la familia nos encontramos levantados casi con el alba. Nos tropezábamos por la casa poseídos de nerviosismo. Juan empezó a rugir palabrotas por cualquier cosa. A última hora decidimos ir todos a la estación, menos Román. Román fue el único que no apareció en todo el día. Luego, mucho más tarde, me contó que había estado muy de mañana en la iglesia siguiendo a Angustias y viendo cómo se confesaba. Yo me imaginé a Román con las orejas tendidas hacia aquella larga confesión, envidiando al pobre cura, viejo y cansado, que derramaba desapasionadamente la absolución sobre la cabeza de mi tía.

El taxi que nos condujo estaba repleto. Con nosotros venían tres amigas de Angustias, las tres más íntimas.

El niño, espantadizo, se agarraba al cuello de Juan. No le sacaban de paseo casi nunca, y aunque estaba gordo, su piel tenía un tono triste al darle el sol.

En el andén estábamos agrupados alrededor de Angustias, que nos besaba y nos abrazaba. La abuelita apareció llorosa después del último abrazo.

Formábamos un conjunto tan grotesco que algunas gentes volvían la cabeza a mirarnos.

Cuando faltaban unos minutos para salir el tren, Angustias subió al vagón y desde la ventanilla nos miraba hierática, llorosa y triste, casi bendiciéndonos como una santa.

Juan estaba nervioso; lanzando muecas irónicas a todos lados, espantando a las amigas de Angustias -que se agruparon lo más distante posible- con el girar de sus ojos. Las piernas le empezaron a temblar en los pantalones. No podía contenerse.

– ¡No te hagas la mártir, Angustias, que no se la pegas a nadie! Estás sintiendo más placer que un ladrón con los bolsillos llenos… ¡Que a mí no me la pegas con esa comedia de tu santidad!

El tren empezó a alejarse y Angustias se santiguó y se tapó los oídos porque la voz de Juan se levantaba sobre todo el andén.

Gloria agarró a su marido por la americana, aterrada. Y él se revolvió con sus ojos de loco, furioso, temblando como si le fuera a dar un ataque epiléptico. Luego echó a correr detrás de la ventanilla, dando gritos que Angustias ya no podía oír.

– ¡Eres una mezquina! ¿Me oyes? No te casaste con él porque a tu padre se le ocurrió decirte que era poco el hijo de un tendero para ti… ¡Por esooo! Y cuando volvió casado y rico de América lo has estado entreteniendo, se lo has robado a su mujer durante veinte años…, y ahora no te atreves a irte con él porque crees que toda la calle de Aribau y toda Barcelona están pendientes de ti…

¡Y desprecias a mi mujer! ¡Malvada! ¡Y te vas con tu aureola de santa!…

La gente empezó a reírse y a seguirle hasta la punta del andén, donde, cuando el tren se había marchado, seguía gritando. Le corrían las lágrimas por las mejillas y se reía, satisfecho. La vuelta a casa fue una calamidad.

SEGUNDA PARTE

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Salí de casa de Ena aturdida, con la impresión de que debía de ser muy tarde. Todos los portales estaban cerrados y el cielo se descargaba en una apretada lluvia de estrellas sobre las azoteas.

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