– Pero tú, Román, te vas al diablo también detrás de esa gente a la que despides… Nunca he hecho tanto caso yo de la gente como tú, ni he tenido tanta curiosidad de sus asuntos íntimos… Ni registro sus cajones, ni me importa lo que tienen en sus maletas los demás.
Me puse encarnada y lo sentí, porque estaba encendida la luz y estaba encendido un claro fuego en la chimenea. Al darme cuenta, me subió una nueva oleada de sangre, pero me atreví a mirar la cara de mi tío.
Román levantaba una ceja.
– ¡Ah! ¿Conque es eso lo que motivaba las huidas de estos días?
– Mira -cambió de tono-, no te metas en lo que no puedes comprender, mujer… No sabrías entenderme si te explicara mis acciones. Y, por lo demás, no he soñado en darte a ti explicaciones de mis actos.
– Yo no te las pido.
– Sí… Pero tengo ganas de hablar yo… Tengo ganas de contarte cosas.
Aquella tarde me pareció Román trastornado. Por primera vez tuve frente a él la misma sensación de desequilibrio que me hacía siempre tan desagradable la permanencia junto a Juan. En el curso de aquella conversación que tuvimos hubo momentos en que toda la cara se le iluminaba de malicioso buen humor, otras veces me miraba medio fruncido el ceño, tan intensos los ojos como si realmente fuera apasionante para él lo que me contaba. Como si fuera lo más importante de su vida.
Al principio parecía que no sabía cómo empezar. Manipuló con la cafetera. Apagó la luz y nos quedamos con la claridad única de la chimenea para beber más confortablemente el café. Yo me senté sobre la estera del suelo, junto al fuego, y él estuvo a mi lado un rato, en cuclillas, fumando. Luego se levantó.
«¿Le pediré que haga un poco de música como siempre?», pensé, al ver que el silencio se hacía tan largo. Parecía que habíamos recobrado nuestro ambiente normal. De pronto me asustó su voz.
– Mira, quería hablar contigo, pero es imposible. Tú eres una criatura… «lo bueno», «lo malo», «lo que me gusta», «lo que me da la gana de hacer»…, todo eso es lo que tú tienes metido en tu cabeza, con una claridad de niño. Algunas veces creo que te pareces a mí, que me entiendes, que entiendes mi música, la música de esta casa… La primera vez que toqué el violín para ti, yo estaba temblando por dentro de esperanza, de una alegría tan terrible cuando tus ojos cambiaban con la música… Pensaba, pequeña, que tú me ibas a entender hasta sin palabras; que tú eras mi auditorio, el auditorio que me hacía falta… Y tú no te has dado cuenta siquiera de que yo tengo que saber -de que de hecho sé- todo, absolutamente todo, lo que pasa abajo. Todo lo que siente Gloria, todas las ridículas historias de Angustias, todo lo que sufre Juan… ¿Tú no te has dado cuenta de que yo los manejo a todos, de que dispongo de sus vidas, de que dispongo de sus nervios, de sus pensamientos…? ¡Si yo te pudiera explicar que a veces estoy a punto de volver loco a Juan!… Pero ¿tú misma no lo has visto? Tiro de su comprensión, de su cerebro, hasta que casi se rompe… A veces, cuando grita con los ojos abiertos, me llega a emocionar. ¡Si tú sintieras alguna vez esta emoción tan espesa, tan extraña, secándote la lengua, me entenderías! Pienso que con una palabra lo podría calmar, apaciguar, hacerle mío, hacerle sonreír… Tú eso lo sabes, ¿no? Tú sabes muy bien hasta qué punto Juan me pertenece, hasta qué punto se arrastra tras de mí, hasta qué punto le maltrato. No me digas que no te has dado cuenta… Y no quiero hacerle feliz. Y le dejo, así, que se hunda solo… Y a los demás… Y a toda la vida de la casa, sucia como un río revuelto… Cuando vivas más tiempo aquí, esta casa y su olor, y sus cosas viejas, si eres como yo, te agarrarán la vida. Y tú eres como yo… ¿No eres como yo? Di, ¿no te pareces a mí algo?
Así estábamos; yo sobre la estera del suelo y él de pie. No sabía yo si gozaba asustándome o realmente estaba loco. Había terminado de hablar casi en un susurro al hacerme la última pregunta. Estaba yo, quieta, con muchas ganas de escapar, nerviosa.
Rozó con las puntas de los dedos mi cabeza y me levanté de un salto, ahogando un grito.
Entonces se echó a reír de verdad, entusiasmado, infantil, encantador como siempre.
– ¡Qué susto! ¿Verdad, Andrea?
– ¿Por qué me has dicho tantos disparates, Román?
– ¿Disparates? -pero se reía-. No estoy tan seguro de que lo sean… ¿No te he contado la historia del dios Xochipilli, mi pequeño idolillo acostumbrado a recibir corazones humanos? Algún día se cansará de mis débiles ofrendas de música y entonces…
– Román, ya no me asustas, pero estoy nerviosa… ¿No puedes hablar en otro tono? Si no puedes, me voy…
– Y entonces -Román se reía más, con sus blancos dientes bajo el bigotillo negro-, entonces le ofreceré Juan a Xochipilli, le. ofreceré el cerebro de Juan y el corazón de Gloria…
Suspiró.
– Mezquinos ofrecimientos, a pesar de todo. Tu hermoso y ordenado cerebro quizá fuera mejor…
Bajé las escaleras hasta la casa, corriendo, perseguida por la risa divertida de Román. Porque de hecho me escapé. Me escapé y los escalones me volaban bajo los pies. La risa de Román me alcanzaba, como la mano huesuda de un diablo que me cogiera la punta de la falda…
No quise cenar para no encontrarme con Román. No porque le tuviera miedo, no; un minuto después de terminada me había parecido absurda la conversación, pero me había trastornado, me sentía enervada y sin ganas de afrontar sus ojos. Ahora y no cuando le vi husmear mezquino, sin respeto a la vida de los demás, ahora y no todos aquellos días anteriores en que me escapaba de él, creyendo despreciarle, era cuando empezaba a sentir contra Román una repulsión indefinible.
Me acosté y no podía dormirme. La luz del comedor ponía una raya brillante debajo de la puerta del cuarto; oía voces. Los ojos de Román estaban sobre los míos: «No necesitarás nada cuando las cosas de la casa te agarren los sentidos»… Me pareció un poco aterrador este continuo rumiar de las ideas que él me había sugerido. Me encontré sola y perdida debajo de mis mantas. Por primera vez sentía un anhelo real de compañía humana. Por primera vez sentía en la palma de mis manos el ansia de otra mano que me tranquilizara… Entonces el timbre del teléfono, allí, en la cabecera de la cama, empezó a sonar. Me había olvidado de que existía ese chisme en la casa, porque sólo Angustias lo utilizaba. Descolgué el auricular sacudida aún por el escalofrío de la impresión de su sonido agudo, y se me entró por los oídos una alegría tan grande (porque era como una respuesta a mi estado de ánimo) que al pronto ni la sentí.
Era Ena, que había encontrado mi número en el listín de teléfonos y me llamaba.
8
Angustias volvió en un tren de medianoche y se encontró a Gloria en la escalera de la casa. A mí me despertó el ruido de las voces. Rápidamente me di cuenta de que estaba durmiendo en un cuarto que no era el mío y de que su dueña me lo reclamaría.
Salté de la cama traspasada de frío y de sueño. Tan asustada, que tenía la sensación de no poder moverme aunque, en realidad, no hice otra cosa: en pocos segundos arranqué las ropas de la cama y me envolví con ellas. Tiré la almohada, al pasar, en una silla del comedor y llegué hasta el recibidor envuelta en una manta, descalza sobre las baldosas heladas, en el momento en que Angustias entraba de la calle seguida del chofer con sus maletas y conduciendo a Gloria por un brazo. La abuelita apareció también, aturrullada y balbuciente al ver a Gloria.
– Vamos, hija, vamos… ¡Corre a mi cuarto! -le dijo. Pero Angustias no soltaba el brazo de Gloria.
– No, mamá. No, de ninguna manera. El chofer miraba de reojo la escena. Angustias le pagó y cerró la puerta. Enseguida se volvió a Gloria.
– ¡Sinvergüenza! ¿Qué hacías a estas horas en la escalera, di? Gloria estaba reconcentrada como un gato. Su boca pintada resultaba muy oscura.