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Mientras yo hablaba con Pons, ella me saludó con la mano. Luego vino a buscarme atravesando los grupos bulliciosos que esperaban en el patio de letras la hora de la clase. Cuando llegó a mi lado tenía las mejillas encarnadas y parecía de un humor excelente.

– Déjanos solas, Pons, ¿quieres?

– Con Pons -me dijo cuando vio la delgada figura del muchacho que se alejaba- hay que tener cuidado. Es de esas personas que se ofenden enseguida. Ahora mismo cree que le he hecho un agravio al pedirle que nos deje…, pero tengo que hablarte.

Yo estaba pensando que hacía sólo unos minutos también me había sentido herida por burlas suyas de las que hasta entonces no tenía la menor idea. Pero ahora estaba ganada por su profunda simpatía.

Me gustaba pasear con ella por los claustros de piedra de la universidad y escuchar su charla pensando en que algún día yo habría de contarle aquella vida oscura de mi casa, que en el momento en que pasaba a ser tema de discusión, empezaba a aparecer ante mis ojos cargada de romanticismo. Me parecía que a Ena le interesaría mucho y que entendería aún mejor que yo sus problemas. Hasta entonces, sin embargo, no le había dicho nada de mi vida. Me iba haciendo amiga suya gracias a este deseo de hablar que me había entrado; pero hablar y fantasear eran cosas que siempre me habían resultado difíciles, y prefería escuchar su charla, con una sensación como de espera, que me desalentaba y me parecía interesante al mismo tiempo. Así, cuando nos dejó Pons aquella tarde no podía imaginar que la agridulce tensión entre mis vacilaciones y mi anhelo de confidencias iba a terminarse.

– He averiguado hoy que un violinista de que te hablé hace tiempo…, ¿te acuerdas?…, además de llevar tu segundo apellido, tan extraño, vive en la calle de Aribau como tú. Su nombre es Román. ¿De veras no es pariente tuyo? -me dijo.

– Sí, es mi tío; pero no tenía idea de que realmente fuera un músico. Estaba segura de que aparte de su familia nadie más sabía que tocara el violín.

– Pues ya ves que yo sí que le conocía de oídas.

A mí me empezó a entrar una ligera excitación al pensar que Ena pudiera tener algún contacto con la calle de Aribau. Al mismo tiempo me sentí casi defraudada.

– Yo quiero que me presentes a tu tío.

– Bueno.

Nos quedamos calladas. Yo estaba esperando que Ena me explicara algo. Ella, tal vez que hablara yo. Pero sin saber por qué me pareció imposible comentar ya, con mi amiga, el mundo de la calle de Aribau. Pensé que me iba a ser terriblemente penoso llevar a Ena delante de Román -«un violinista célebre»- y presenciar la desilusión y la burla de sus ojos ante el aspecto descuidado de aquel hombre. Tuve uno de esos momentos de desaliento y vergüenza tan frecuentes en la juventud, al sentirme yo misma mal vestida, trascendiendo a lejía y áspero jabón de cocina junto al bien cortado traje de Ena y al suave perfume de su cabello.

Ena me miraba. Recuerdo que me pareció un alivio enorme que en aquel momento tuviéramos que entrar en clase.

– ¡Espérame a la salida! -me gritó.

Yo me sentaba siempre en el último banco y a ella le reservaban un sitio sus amigos, en la primera fila. Durante toda la explicación del profesor yo estuve con la imaginación perdida. Me juré que no mezclaría aquellos dos mundos que se empezaban a destacar tan claramente en mi vida: el de mis amistades de estudiante con su fácil cordialidad y el sucio y poco acogedor de mi casa. Mi deseo de hablar de la música de Román, de la rojiza cabellera de Gloria, de mi pueril abuela vagando por la noche como un fantasma, me pareció idiota. Aparte del encanto de vestir todo esto con hipótesis fantásticas en largas conversaciones, sólo quedaba la realidad miserable que me había atormentado a mi llegada y que sería la que Ena podría ver, si llegaba yo a presentarle a Román.

Así, en cuanto terminó la clase de aquel día me escabullí fuera de la universidad y corrí a mi casa como si hubiera hecho algo malo, huyendo de la segura mirada de mi amiga.

Cuando llegué a nuestro piso de la calle de Aribau deseé, sin embargo, encontrar a Román, porque era una tentación demasiado fuerte darle a entender que conocía el secreto -secreto que al parecer él guardaba celosamente- de su celebridad y de su éxito en un tiempo pasado. Pero aquel día no vi a Román a la hora de la comida. Esto me decepcionó, aunque no llegó a extrañarme, porque Román se ausentaba con frecuencia. Gloria, sonando los mocos a su niño, me pareció un ser infinitamente vulgar, y Angustias estuvo insoportable.

Al día siguiente y algunos otros días más rehuí a Ena hasta que pude convencerme de que al parecer ella había olvidado sus preguntas. A Román no se le veía por casa.

Gloria me dijo:

– ¿Tú no sabes que él se va de cuando en cuando de viaje? No se lo dice a nadie, ni nadie sabe adonde va más que la cocinera… («¿Sabrá Román -pensaba yo- que algunas personas le consideran una celebridad, que la gente aún no le ha olvidado?») Una tarde me acerqué a la cocina.

– Diga, Antonia, ¿sabe usted cuándo volverá mi tío?

La mujer torció hacia mí, rápidamente, su risa espantosa.

– Él volverá. Él nunca deja de volver. Se va y vuelve. Vuelve y se va… Pero no se pierde nunca, ¿verdad, Trueno?No hay que preocuparse.

Se volvía hacia el perro que estaba, como de costumbre, detrás de ella, con su roja lengua fuera.

– ¿Verdad, Trueno,que no se pierde nunca?

Los ojos del animal relucían amarillos mirando a la mujer y los ojos de ella brillaban también, chicos y oscuros, entre los humos de la lumbre que estaba comenzando a encender.

Estuvieron así los dos unos instantes, fijos, hipnotizados. Tuve la seguridad de que Antonia no añadiría una palabra a sus poco informadores comentarios.

No hubo manera de saber nada de Román hasta que él mismo apareció un atardecer. Estaba yo sola con la abuela y con Angustias, y además me encontraba algo así como en prisión correccional, pues Angustias me había cazado en el momento en que yo me disponía a escaparme a la calle andando de puntillas. En un instante así, la llegada de Román me causó una alegría inusitada.

Me pareció más moreno, con la frente y la nariz quemada del sol, pero demacrado, sin afeitar y con el cuello de la camisa sucio.

Angustias le miró de arriba abajo, -¡Quisiera yo saber dónde has estado!

Él la miró a su vez, maligno, mientras sacaba al loro para acariciarle.

– Puedes estar segura de que te lo voy a decir… ¿Quién me ha cuidado al loro, mamá?

– Yo, hijo mío -dijo la abuela, sonriéndole-, no me olvido nunca…

– Gracias, mamá.

La enlazó por la cintura, de modo que parecía que iba a levantarla, y le dio un beso en el cabello.

– A ningún sitio muy bueno habrás ido. Ya me han puesto sobre aviso de tus andanzas, Román. Te advierto que sé que no eres el mismo de antes…, tu sentido moral deja bastante que desear.

Román ensanchó el pecho, como para sacudirse del enervamiento del viaje.

– ¿Y si te dijera que tal vez en mis andanzas he logrado averiguar algo sobre el sentido moral de mi hermana?

– No digas absurdos, ¡necio! Y menos delante de mi sobrina.

– Nuestra sobrina no se espantará. Y mamá, aunque abra esos ojillos redondos, tampoco…

Los pómulos de Angustias aparecieron amarillos y rojos y me pareció curioso que su pecho ondulase como el de cualquier otra mujer agitada.

– He estado corriendo algo por el Pirineo -dijo Román-, he parado unos días en Puigcerdá, que es un pueblo precioso, y naturalmente he ido a visitar a una pobre señora a quien conocí en mejores tiempos y a la que su marido ha hecho encerrar en su casona lúgubre, custodiada por criados como si fuese un criminal.

– Si te refieres a la mujer de don Jerónimo, del jefe de mi oficina, sabes perfectamente que la pobre se ha vuelto loca y que antes de mandarla al manicomio él ha preferido…

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