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Prudencia aceptó la presencia del animal porque sabía que no le quedaba más remedio. Te hará compañía, le decía con sorna mientras lo miraba con desprecio, compañía. Tanto lo repitió que el perro creyó que era su nombre y movía el rabo cuando la oía decir: ¡Sí, sí, compañía! Y la seguía por toda la casa. Se acostumbró pronto, la acompañaba de verdad, y llegó a necesitarlo. En esta ocasión su marido tenía razón, le fue perdiendo el miedo sin darse cuenta. Le hacía gracia que mordisqueara su muleta y que la mirara con una oreja levantada, la cabeza ladeada y ojos de entenderlo todo. Le enseñó a hacer sus necesidades en la terraza y a que no se comiera sus plantas, que no mordiera el tapizado del sofá ni tirara del mantel cuando estaba la mesa puesta. Aprendió a reírse de sus gracias y a querer al animal con todo el cariño que le sobraba a Prudencia.

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