Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—Quiero irme de aquí.

Tú pensabas todavía en la arena de sus pies.

—¿Cómo?

Matilde refrenó su impulso de repetirlo, y no lo hizo. Tú no volviste a preguntar.

Aisha os anunció que el aperitivo estaba servido en el porche. Matilde se puso un vestido azul estampado con flores pequeñas. Sobre sus hombros desnudos reposaban unos finísimos tirantes, que, inservibles, resbalaron por su piel dando a su caída una provocadora indolencia.

Bajaste detrás de Matilde mirando su cabello rojizo, se lo había anudado en una trenza que le llegaba al comienzo del vestido y, al moverse en su espalda, se le colaba por el escote. Estanislao Valle se dirigió a tu mujer nada más verla, le dijo que le favorecía el peinado y aprovechó para tocarle el pelo. Ulises y Estela los miraron mientras tú mirabas a Estela.

—Es muy traviesa, se le mete por aquí —Estanislao movía la trenza de Matilde acariciando con ella su espalda.

—Han tardado más que nosotros en llegar —la voz metálica de Estela estalló en los oídos de Matilde—. Ulises conduce más rápido que Estanislao, ¿dónde se han metido, querida?

Matilde, por respuesta, se apartó de Estanislao y se dirigió a Ulises:

—Me ha gustado mucho el paisaje que me ha enseñado.

—Me alegro —replicó él mirándola a los ojos—. Me alegra muchísimo que lo haya visto.

—Ah, sí —dijiste tú—, el paisaje es precioso, deberíamos tenerlo en cuenta para los exteriores.

Zanjaste la cuestión, pero en tu mente resonaban las palabras de Matilde. Me molesta la arena en los pies. Quiero irme de aquí. Recuerdas el comentario que Estanislao añadió:

—La mezcla perfecta de lo escarpado de Ítaca y el verdor de Irlanda. ¿Qué le parece, Matilde?

Recuerdas. Las frases se mezclan en desorden. Me molesta la arena en los pies. El paisaje que me ha enseñado.

—No conozco Ítaca, ni Irlanda. Y no he leído Ulises, lo he intentado varias veces, no puedo leer más de diez páginas sin que me entre un sueño mortal.

—Hay gente que no se atreve a decir eso —la voz de Ulises se funde en tu recuerdo con la de Matilde.

—¿Por qué?

—Porque Joyce es un genio.

Recuerdas que Estela mencionó a Virginia Woolf. Me molesta la arena. Me alegra muchísimo que lo haya visto.

—La Woolf despreció el manuscrito de Joyce y se negó a publicarlo. No se preocupe, querida.

—No me preocupa en absoluto, querida.

Intentas poner orden en tu memoria, y recuperas a Matilde haciendo hincapié en la palabra querida, que pronunció separando las sílabas: que-ri-da.

Ahora es tiempo de que sepas que tu réplica aumentó el desprecio de Matilde hacia ti:

—Debemos disculpar a Matilde, no es fácil entender a Joyce —dijiste.

—No es fácil —intervino Ulises—, pero no creo que haya que disculpar a nadie por eso —sonrió a Matilde—. Yo lo he leído esta misma semana, y no por gusto, sino por exigencias del guión. Y no pido disculpas.

—Debe rescatarlo entonces del destierro —le contestó ella en voz baja.

Ves a Matilde acercándose a Ulises, contestándole apenas con un murmullo. Debe rescatarlo entonces del destierro. Y oyes a Estanislao al mismo tiempo:

—Es usted un hombre sagaz, Ulises.

Y a Estela añadir:

—Bueno, la Woolf también lo reconsideró, más tarde.

Eres incapaz de recordar cómo llegó Estela a hablar de las depresiones de Virginia Woolf. Por qué contó que la obligaban al reposo, y que el reposo la hacía engordar. Por qué relató con detalle el ambiente en el que vivía y la forma en que murió. Por qué enumeró a los componentes del grupo de Bloomsbury. Por qué se deleitó con la variedad de sus relaciones amorosas. ¿Por qué lo contó? ¿Para qué?

Pero no te preguntas ¿Para quién? Quizá por eso no sabes que desde ese momento Matilde detestó a Virginia Woolf. Se formó una imagen de la escritora sin haber leído sus libros, y decidió que no los leería nunca. Le bastó la admiración con que Estela se refería a « la Woolf » para sentir una antipatía profunda por ella. Virginia Woolf apareció ante los ojos de Matilde como una señorita privilegiada, histérica y gorda que se podía permitir el lujo de admitir que no le gustaba el Ulises, sin que nadie le dijera por ello No se preocupe, querida.

Las conversaciones se confunden con los días y con las horas, todo se confunde en Aguamarina, las noches también. Sin Matilde. En la cama, en la misma cama los dos, la distancia entre ambos era más grande aún que en vuestro apartamento, donde os acostabais en habitaciones diferentes. En Aguamarina, ella dormía a tu lado, tan cerca que podrías tocarla sin moverte apenas, y tú intentabas dormir, inmóvil, para no tocarla.

Te levantabas, agotado por tu parálisis voluntaria, y bajabas a desayunar sin que os hubierais dicho al despertar ni una sola palabra. Después del desayuno Matilde se marchaba a la playa con Estela y Ulises. Y tú y Estanislao os encerrabais en la biblioteca a trabajar. Os volvíais a reunir a la hora de la comida; tomabais juntos el café y en la tarde, vosotros regresabais al guión y los demás leían, escuchaban música, paseaban o jugaban a las cartas hasta la hora de cenar.

Matilde no soportaba la compañía de Estela, de manera que al quinto día de resistir sus chapoteos en el agua, bajó a desayunar con un libro de recetas y se excusó diciendo que no iría a bañarse porque le apetecía cocinar. Ulises no lo esperaba, pero fue rápido en buscar una excusa para evitar ir a la playa con la mujer de Estanislao. Dijo que debía resolver problemas burocráticos en la ciudad y desdeñó la insinuación de Estela:

—No conozco Punta Algorba.

—Hoy tienen la noche libre Pedro y Aisha. Si le parece, podríamos cenar todos en el paseo marítimo.

Deshecho el grupo. Estela se marchó sola a darse un baño. Ulises se sintió aliviado de la facilidad con que Matilde lo consiguió. Y tú recelaste de la libertad de movimiento que significó para ellos, de la búsqueda de oportunidades para encontrarse a solas que sospechaste en los dos. Una realidad que ambos desearon, y temieron.

—Quizá cuando regrese le apetezca acompañarnos, nos serán de utilidad sus opiniones acerca del guión —dijiste.

Ulises aceptó la invitación y tomó por costumbre trabajar con vosotros todas las mañanas. Resolviste así tus cavilaciones para todo el día, porque él y Matilde pasaban las tardes con Estela.

TERCERA PARTE

Mi tienda beduina es una esposa

tan suave como mis orillas,

que se contrae, se curva, se cimbrea.

Mas se cubrió de herrumbre: El resplandor

es peñasco sentado en el borde del rostro,

profeta de su propio llanto...

ADONIS

217
{"b":"146093","o":1}