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El cortejo avanzó por el paseo bordeado de pinos. Lloraban los de delante. Los de atrás hablaban en voz baja, el marido de Ulrike caminaba entre ellos mirando a sus hijos desde lejos.

La tierra sacada de la tierra había sido depositada en un lateral de la sepultura y cubierta por un manto verde, en la parte delantera habían amontonado una pequeña loma, cantidad suficiente para que todos los deudos pudieran arrojar un poco sobre el ataúd. Introdujeron la caja en la fosa con un sistema mecánico. El maestro de ceremonias ofreció a Peter una pala ancha de jardinería, diminuta, de mango corto, él la rechazó, se agachó, tomó un puñado del montículo con sus manos y lo repartió en las de Maren y Curt, su sobrino la dejó caer sobre el féretro y depositó su ramo a los pies de la tumba. Maren hizo volar las flores hacia su madre, se llevó el puño cerrado al pecho, lo apretó contra sí, y se guardó la tierra en el bolsillo. Los tres se apartaron llorando.

Blanca aceptó la pala. De pie, ante la tumba de Ulrike, mientras escuchaba el sonido del ataúd golpeado por la tierra que ella vertía, evocó las palabras subrayadas en el libro de Staden: «Prisionero. En el corazón de la tribu».

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