Dieciocho grados bajo cero. Hamburgo. Blanca recuerda. Después de haber visto a Ulrike enredada entre cables y tubos, llegaron sus hijos, Maren y Curt, dos adolescentes que no habían cumplido aún los veinte años. Curt se agarraba al brazo de su hermana, se aferraba a ella como si temiera perderla, como a su padre, que se fue antes de que él naciera, como a su madre, que se iba, se iba. Blanca se abrazó a él llorando. No hubo necesidad de palabras, el abrazo fue más intenso que todo lo que no hubieran podido decirse, otra vez el idioma; igual con Maren. Estuvieron mirando juntos a Ulrike, inerte, indiferente al dolor que la rodeaba. Heiner no acudió al hospital.
Una enfermera les indicó que tenían que marcharse. Blanca y Maren salieron a la calle cogidas de la mano, Peter y Curt las seguían en silencio. Caminaron por la noche helada buscando un taxi que los llevara a casa, allí esperaba Heiner. Dejaron a Ulrike sola. Blanca estaba angustiada. ¿Y si despertaba y no había nadie con ella? ¿Nadie que recogiera su mirada? Aceptar que es imposible que despierte es dejar que la esperanza muera en su misma cama. No hay esperanza, ha muerto antes que ella.
Cuando llegaron a casa, Peter se fue directo al dormitorio de Ulrike, miró en el armario. La carpeta estaba dispuesta para ser encontrada de inmediato. Varios sobres. Nombres escritos con la letra de Ulrike. Peter. Heiner. Maren. Curt.