Duncan se trazó un programa. A intervalos regulares inspeccionaría esto y aquello, revisaría tal máquina y tal otra, etcétera. Pero cumplir al pie de la letra un programa inútil requiere mucha fuerza de voluntad. Las máquinas, por ejemplo, estaban construidas para funcionar durante largos períodos de tiempo sin necesidad de revisiones. En caso de avería, la máquina dejaría de funcionar. Y, en tal caso, lo único que podría hacer seria llamar a Callisto para que enviaran una nave-cohete a recogerlos hasta que llegara una nave para repararla. La Compañía le había explicado claramente que una avería sería la única cosa que justificaría su abandono de la estación. Y habían añadido que provocar una avería con el fin de conseguir un «cambio de ambiente» podía darle muy malos resultados. Lo cierto es que Duncan no se atuvo por mucho tiempo a su programa.
Había ocasiones en que Duncan se preguntaba a sí mismo si la idea de traerse a Lellie había sido tan buena, después de todo. En el aspecto puramente práctico, él no hubiera cocinado tan bien como ella lo hacía, y probablemente hubiera vivido rodeado de la misma suciedad que su predecesor, pero, si Lellie no hubiera estado allí, la necesidad de ocuparse de sí mismo le hubiese proporcionado un poco de distracción. Incluso desde el punto de vista de la compañía... Bueno, Lellie era una compañera remota, extraña; era una especie de robot, y completamente tonta; desde luego, nada divertida. Y había ocasiones, cada vez más frecuentes, en que sólo el verla le irritaba extraordinariamente; le irritaba su modo de moverse, y sus gestos, y su estúpido ceceo cuando hablaba, y su alejamiento, y todas sus desemejanzas, y el hecho de que sin ella tendría 2.360 libras más en su cuenta... Y ella no realizaba el menor esfuerzo para poner remedio a sus defectos, aunque dispusiera de los medios para ello. Su cara, por ejemplo. Cualquier muchacha trataría de mejorar su aspecto en lo posible. Cualquier muchacha, menos ella. Aquellas cejas torcidas, por ejemplo: le daban un aspecto de payaso aturdido... Pero a ella le importaba un comino.
—Por lo que más quieras —le dijo Duncan a Lellie una vez más—, deja de bizquear. Me pones nervioso. ¿Es que no has aprendido todavía a mirar en línea recta? Y te has puesto mal el colorete, también. Mira esta fotografía... y ahora mírate en el espejo: un pegote de colorete, y mal puesto, además. Y tu pelo... otra vez parece un estropajo. Péinatelo bien, y vuelve a peinártelo las veces que haga falta. Sé que no puedo evitar que seas una estúpida marciana, pero al menos puedes intentar parecerte a una mujer de veras.
Lellie contempló la fotografía en colores, y luego se miró al espejo, comparando.
—Zí... muy bien —dijo, con absoluto despego.
Duncan lanzó un bufido.
—¡Esta es otra! ¡Tu maldito ceceo! No es «zí», es «sí». S-í, sí. Vamos, di «sí».
—Zí —dijo Lellie, solícitamente.
—¡Oh! ¿Es que no puedes oír la diferencia? S-ss, no z-z-z. Sssí.
—Zí —dijo Lellie.
—No. Cierra los dientes y no apoyes la lengua en ellos. Sssí:
La lección se prolongó un buen rato. Finalmente, Duncan perdió los estribos.
—¿Crees que vas a tomarme el pelo indefinidamente? ¡Ten cuidado, niña! Ahora, di «sí».
—Z-zí —murmuró Lellie, nerviosamente.
La mano de Duncan cruzó su rostro con más fuerza de la que él mismo quiso imprimirle. El impacto le hizo perder su contacto magnético con el suelo y la envió volando a través de la habitación, en un remolino de brazos y piernas. Chocó contra la pared opuesta y rebotó en ella para flotar desválidamente, lejos del alcance de algo a que agarrarse. Duncan se acercó a ella a grandes zancadas, la agarró con fuerza y la puso nuevamente en pie. Su mano izquierda aferró el buzo de la muchacha por la parte delantera, inmediatamente debajo de la garganta de Lellie. Su mano derecha se alzó, amenazadora.
—¡Otra vez! —ordenó.
Los ojos de Lellie se abrieron todavía más, con expresión de desamparo. Duncan la sacudió fuertemente. Lellie probó. A la sexta tentativa, articuló:
—Z-sí.
Duncan se dio por satisfecho, de momento.
—Puedes hacerlo. ¿Te das cuenta? Puedes hacerlo... si te la gana. Lo que tú necesitas, niña, es un poco de mano dura.
La soltó. Lellie se apartó de él, tambaleándose, sosteniéndose cl dolorido rostro con las manos.
Muchas veces, mientras las semanas se deslizaban lentamente hasta convertirse en meses, Duncan se sorprendió a sí mismo preguntándose si iba a resistirlo. Prolongaba tanto como podía las tareas que le estaban encomendadas, pero a pesar de ello le quedaba aún mucho tiempo que no sabía en qué invertir.
Un hombre de cuarenta años que no ha leído más que un artículo de una revista muy de cuando en cuando, no soporta los libros. Los discos de música ligera, tal como había profetizado su predecesor, le ponían de peor humor, y los otros le resultaban insoportables. Aprendió a mover las piezas del ajedrez, valiéndose de un manual, y luego le enseñó a Lellie a moverlas, para ver si con un poco de práctica se ponía en condiciones de retar al ajedrecista de Callisto. Sin embargo, Lellie le ganaba una y otra vez, hasta que Duncan llegó a la conclusión de que no poseía el tipo de mentalidad que requería aquel juego. Entonces le enseñó a Lellie una especie de doble solitario, pero tampoco esto duró mucho tiempo; todas las cartas favorables parecían corresponderle siempre a ella.
De modo que se pasaba la mayor parte del tiempo sentado, sin hacer nada, odiando al satélite, furioso consigo mismo y enojado con Lellie.
Lo que más le irritaba era la flema con que la muchacha se dedicaba a sus tareas. Le parecía injusto que ella pudiera tomárselo con más calma que él, simplemente porque era una estúpida marciana. Cuando su malhumor se convertía en vocal, la mirada de Lellie mientras le escuchaba le exaspera ha todavía más.
—¿Es que no puedes hacer que ese estúpido rostro que tienes exprese algo? —le dijo un día—. ¿No puedes reír, o llorar, o volverte loca? ¡Siempre la misma cara, siempre la misma cara! No puedo evitar que seas tonta, pero cambia un poco de cara, por lo que más quieras. ¡Dale un poco de expresión!
Lellie continuó mirándole, sin que en su rostro se produjera el menor cambio.
—¿Es que no me has oído? ¡Vamos, sonríe! ¡Maldita estúpida! ¡Sonríe!
La boca de Lellie se torció ligeramente.
—¿A eso le llamas una sonrisa? ¡Mira, esto es una sonrisa! —Señaló una fotografía pegada a la pared: una sonriente starlett, mostrando una blanquísima dentadura—. ¡Así! ¡Así!
—No dijo Lellie—. Mi cara no puede arrugarse como las caras terrestres.
—¿Arrugarse? —estalló Duncan—. ¿A eso le llamas arrugarse? —Avanzó hacia ella con aire amenazador. Lellie retrocedió hasta que su espalda tropezó en la pared—. ¡Yo haré que tu cara se arrugue, niña! ¡Vamos, sonríe!
Levantó su mano.
Lellie se cubrió el rostro.
—¡No! —protestó—. ¡No... no... no!
El mismo día en que se cumplían ocho meses de su estancia en el satélite, Duncan recibió aviso de Callisto de que había una nave en camino. Un par de días después pudo establecer contacto directo con la nave, la cual confirmó su llegada dentro de una semana. Duncan se mostró tan excitado como si se hubiera bebido unas copas de más. Había preparativos que hacer, almacenes que revisar... Duncan puso manos a la obra con renovado entusiasmo, canturreando en voz baja mientras trabajaba. Incluso dejó de estar enojado con Lellie. En cuanto a ella, ¿quién podía saber el efecto que le había causado la noticia?
En el momento previsto, la nave aterrizó en el satélite. Duncan subió a bordo, con la sensación de que regresaba a un mundo que había creído definitivamente perdido. El capitán le acogió calurosamente y le invitó a beber. Todo pura rutina: incluso el tartamudeo de Duncan y su leve embriaguez eran cosas normales en circunstancias como aquellas. El procedimiento sólo se apartó de lo normal cuando el capitán le presentó a un hombre, diciéndole: