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—Un lugar infernal para ir a trabajar —dijo secamente.

Nadie replicó. Sabían las condiciones en que se encontraba un hombre cuando le era ofrecida una de aquellas plazas.

Tal como la Compañía subrayaba con frecuencia, la jubilación a la edad de cuarenta años no podía representar ningún problema para sus empleados: los sueldos eran excelentes, y podían citar numerosos casos de hombres que se habían labrado un brillante porvenir con los ahorros que habían hecho en su época de servicios espaciales. Esto era completamente cierto para los hombres que habían ahorrado, y no habían estado obsesivamente interesados en el hecho de que un animal de cuatro patas puede correr más rápidamente que otro. Lo cierto es que cuando a Duncan le llegó el momento del retiro no tenía dónde caerse muerto, y aceptó la oferta de la Compañía.

Nunca había estado en Júpiter IV/II, pero no le era difícil imaginar cómo sería; sabía que era la segunda luna de Callisto; una cuarta luna, en orden de descubrimiento, de Júpiter; sería, inevitablemente, uno de los peores tipos de roca cósmica. Duncan firmó el contrato en las condiciones habituales: 5.000 libras al año por un período de cinco, más la manutención, más cinco meses a media paga antes de que pudiera llegar allí, más seis meses, también a media paga, una vez finalizado el contrato, en concepto de «readaptación a la gravedad».

Bueno... esto significaba renunciar a los próximos seis años; cinco de ellos sin gastos, y una bonita suma ahorrada al final de ellos.

El problema consistía en resistir cinco años de aislamiento sin volverse loco. Aunque los psicólogos le dieran el visto bueno, uno no podía estar seguro. Algunos lo resistían: otros quedaban hechos polvo en unos cuantos meses, y tenían que ser relevados. Si se resisten los dos primeros años, decían, se aguantan perfectamente los cinco. Pero el único modo de saber si se resistían los dos primeros, era probándolo...

—¿Podría pasar el tiempo de espera en Marte? —inquirió Duncan—. La vida es allí mucho más barata.

Habían consultado tablas planetarias y horarios y catálogos de navegación, y descubrieron que también para ellos resultaría más barato. De modo que le habían sacado un pasaje para la semana siguiente, y arreglaron las cosas para que pudiera obtener del agente de la Compañía establecido allí, todo lo que necesitara, a crédito.

En la colonia marciana de Port Clarke abundan los navegantes del espacio que prefieren pasar allí las épocas de readaptación, debido a la menor gravedad, a la mayor economía, y, en general, a las facilidades que encuentran. Son hombres siempre dispuestos a dar un consejo. Duncan los escuchó, pero descartó la mayoría de ellos. Conservar la salud mental a base de aprenderse de memoria la Biblia o las obras de Shakespeare, o de copiar tres páginas de la enciclopedia cada día, o de construir modelos de naves espaciales metidos dentro de una botella, le parecieron métodos no solamente aburridos, sino también ineficaces. El único consejo al que prestó oídos fue al de que comprara una muchacha para que compartiera su exilio, y seguía pareciéndole un consejo excelente, a pesar de que Lellie le había costado ya 2.360 libras.

Conocía lo suficientemente la opinión general que merecía aquel hecho como para no replicarle a Wishart de un modo desabrido. Por lo tanto, contemporizó:

—Tal vez un lugar así no sea el más indicado para llevar a una verdadera mujer. Pero, tratándose de una marciana...

—Incluso una marciana... —empezó Wishart, pero se interrumpió al ver que los tubos de amortiguamiento empezaban a funcionar.

La conversación cesó mientras todo el mundo se dedicaba a la tarea de afianzar los objetos sueltos.

Júpiter IV/II era, por definición, una subluna, y probablemente un asteroide capturado. La superficie no estaba surcada de cráteres, como la de la Luna: era simplemente una extensión de rocas dentadas y hundidas. En conjunto, el satélite tenía la forma de un ovoide irregular; era un desolado bloque de piedras desprendido de algún desaparecido planeta, sin más ventaja que la de su situación.

Tenían que existir estaciones de carga intermedias. Construir grandes naves capaces de aterrizar en los mayores planetas resultaría antieconómico. Hacía mucho tiempo que no se construían naves destinadas a soportar las intensas presiones de una elevada gravitación: las naves modernas eran verdaderas naves espaciales. Realizaban sus viajes, llevando combustible, víveres, carga y pasajeros, exclusivamente entre satélites. Los tipos más nuevos no llegaban ni siquiera a la Luna, sino que utilizaban el satélite artificial, Pseudos, como estación terminal desde la Tierra.

El transporte entre las estaciones de carga y los puntos de destino suele efectuarse en una especie de cilindros conocidos con el nombre de canastas; los pasajeros, a su vez, viajan en pequeñas naves-cohete. Estaciones tales como Pseudos, o Daimos, la principal estación de carga de Marte, desarrollan una actividad que mantiene ocupados a un gran número de hombres, pero en las estaciones de poca importancia un hombre solo puede realizar todo el trabajo. Las naves las visitan con muy poca frecuencia. En lo que respecta a Júpiter IV/II, según los informes que poseía Duncan, sólo aterrizaba allí una nave cada ocho o nueve meses, procedente de la Tierra.

La nave continuó descendiendo en espiral, adaptando su velocidad a la del satélite. Los giroscopios empezaron a funcionar, actuando de elementos estabilizadores. El pequeño y desolado mundo creció hasta llenar las mirillas de observación. La nave se movía en una órbita muy cerrada. Millas y millas de rocas informes se deslizaron monótonamente debajo de ella.

La estación apareció a la izquierda de la pantalla; una zona de unos cuantos acres, toscamente aplanada; la primera y única señal de orden en el caos de piedra. En el extremo más apartado había un par de cabañas hemisféricas, una mucho mayor que la otra. En el extremo más próximo, unas cuantas canastas cilíndricas estaban alineadas junto a una rampa de lanzamiento labrada en la roca, había largas hileras de recipientes de lona, algunos llenos de un material de forma cónica, otros deshinchados, vacíos o semivacíos. Un enorme espejo parabólico se erguía en lo alto de una roca detrás de la estación, como una monstruosa flor. Y en todo el escenario no había más que una señal de movimiento: una diminuta figura enfundada en un traje espacial, en frente de la mayor de las cabañas, agitando frenéticamente los brazos en dirección a la nave.

Duncan se apartó de la pantalla y regresó a la cabina. Encontró a Lellie luchando con una enorme maleta que, bajo la influencia de la deceleración parecía dispuesta a aplastarla contra la pared. Duncan empujó la maleta a un lado y tiró de la muchacha hacia sí.

—Ya estamos llegando —le dijo—. Ponte el traje espacial.

Los redondos ojos de Lellie dejaron de prestar atención a la maleta y se volvieron hacia él. Pero no revelaron nada de lo que sentía, nada de lo que pensaba.

Dijo, simplemente:

—Traje ezpazial. Zí... muy bien.

En la cámara de descompresión de la cabaña, el superintendente que debía ser relevado por Duncan prestó más atención a Lellie que al disco regulador. Sabía por experiencia el giro exacto que debía darle, y lo giró sin mirar siquiera la saeta indicadora.

—Ojalá se me hubiese ocurrido a mí traerme una —dijo—. Me hubiera sido muy útil.

Abrió la puerta interior y les invitó a pasar.

—Esta es su casa. Bienvenidos a ella —dijo.

La habitación principal tenía una forma sumamente irregular a causa de la construcción en cúpula de la cabaña, pero era muy espaciosa. Estaba sumamente desarrollada y excesivamente sucia.

—¿Para qué iba a limpiarla? No esperaba recibir ninguna visita —explicó el superintendente saliente. Miró a Lellie. El rostro de la muchacha no expresaba en absoluto lo que pensaba del lugar—. Estos marcianos no se sabe nunca lo qué piensan —añadió—. No parecen captar ninguna impresión.

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