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Aplastó su cigarrillo contra el cenicero y dio unos pasos por la desordenada y polvorienta oficina.

—Estoy de acuerdo en que diez millones de hombres, mal organizados, sin poseer una sola bomba H, no podrían derrocar un imperio que abarca a todo el planeta... No, Lewisohn, no vamos a luchar contra los tanques con fusiles ametralladores, desde luego. Vamos a equiparnos con un arma que dejará anticuados a los tanques y a las bombas, que los hará completamente inútiles. Y para ello le hemos traído a usted aquí.

Debo dejar bien sentado que Hare no era un animal dañino escapado del infierno. Era un hombre fuerte, inteligente, incluso amable, que había llevado a cabo una obra ingente. No hay que olvidar que a él se debía que las costas del Este y del Oeste volvieran a estar habitadas. Incluso después de desaparecida la radioactividad, la gente tenía miedo a regresar. Hare obligó a la gente a regresar, puso arados en sus manos y gérmenes vivos en sus tierras, y recuperó una cuarta parte del continente.

Creo, sinceramente, que Hare o alguien como él era inevitable. Después de la III Guerra Mundial, si puede llamársele guerra a unos cuantos días de carnicería nuclear seguida de varios años de hambre y de caos, el poder mundial había quedado al alcance del primer país que se convirtiera otra vez en civilizado. Hare, un oscuro general, utilizó sus andrajosas fuerzas como un punto de partida. La gente le siguió porque les ofrecía alimentos y esperanza. Lo mismo hicieron otros señores de la guerra, pero Hare les derrotó. Hare derrotó también a China y a Egipto, cuando trataron de obtener la supremacía mundial, y convirtió toda la Tierra en un Protectorado.

Sí, era un dictador. Pero había sido la única solución posible. Yo mismo le había apoyado, incluso había luchado en su ejército veinte años atrás. Teníamos necesidad de un Cincinnatus... entonces.

«Mientras dure el estado de emergencia», decía el Acta del Congreso. Porque había un Congreso nombrado por decreto en Bloomington, y la asustada sombra de un Presidente, y un sello de goma del Tribunal Supremo. Jurídicamente, Hare no era más que el Comandante en Jefe del Cuerpo de Seguridad Nacional, un brazo ejecutivo del Departamento de Defensa y Justicia. Su jefe nominal era nombrado por el Presidente y confirmado por el Senado. Se había retirado del ejército para «mantener un control civil sobre el gobierno».

Sin embargo, mientras durase el estado de emergencia, el Cinc poseía poderes extraordinarios. Y ahora habíamos reconstruido muchísimo, y el mundo —si no tranquilo y contento— estaba bien guardado, y podía pensarse, en consecuencia, que el estado de emergencia había desaparecido.

Sólo que... bueno, hubo la gran epidemia de tifus, y al año siguiente se produjo la revuelta de Indonesia, y al año siguiente el gobernador de Valle Colorado necesitó cinco millones de trabajadores, y así por el estilo durante veinte años.

De modo que Cincinnatus no retornó a su oscura situación de general.

Yo ignoraba los detalles de organización del Comité. No me importaban, no estaba permitido conocerlos y no disponía de tiempo para interesarme por ellos. Lo único que puedo decir es que el golpe estaba planeado con una minuciosidad sin precedentes en la Historia.

Sin haber cumplido los treinta años, Achtmann erala revolución. Desde luego, no manejaba todos los detalles... tenía estados mayores para los aspectos militar, económico y político. Pero estaba al corriente de todo, y en su oficina particular había una cantidad increíble de memorándums.

Su posición era una consecuencia lógica de las circunstancias. El padre de Achtmann había sido el genio rector de los primeros tiempos, y el hijo había crecido al lado del padre. Cuando el anciano fue encontrado muerto en su despacho, una mañana, se requirió naturalmente la opinión y el consejo del joven —nadie conocía como él todas las ramificaciones—, y repentinamente, dos años más tarde, el Consejo de Directores se dio cuenta de que no habían elegido aún un nuevo Presidente. La elección recayó por unanimidad en el joven Achtmann.

El «cinturón protector» —el arma de que Achtmann me había hablado— era creación suya. Su insaciable apetito de lector había descubierto un articulo al parecer sin importancia publicado en una revista de física poco antes de que estallara la guerra, relativo a un extraño efecto observado cuando un campo eléctrico de una determinada alta frecuencia establecía contacto con un determinado complejo de altas frecuencias. Achtmann habló del asunto con uno de los físicos de su estado mayor, le preguntó qué material haría falta, consiguió el material y comenzaron los trabajos. Al cabo de dos años de esfuerzos, la posibilidad de establecer un cinturón protector alrededor del propio ejército se hizo evidente. Durante los cinco años siguientes, se resolvieron todos los problemas técnicos que presentaba la nueva arma. Un año más tarde, fue probada con éxito la pantalla generadora. Ahora, dos años después, las piezas estaban listas para su ensamble.

No disponíamos de las instalaciones necesarias para un trabajo en cadena. En consecuencia, cada pieza tenía que ser electrificada por separado, una delicada operación que requería un calculador de alta velocidad adaptado al circuito generador. Yo estaba allí para atender al calculador.

Por espacio de tres semanas casi no supe lo que era dormir. Trabajaba por la libertad, por librar a mis hijos del temor y en memoria del anciano profesor Biancini. Los Ns podían haber considerado necesario atar a Biancini a un poste de farol, pero rociarlo con gasolina y prenderle fuego había sido un exceso de entusiasmo...

Achtmann me miró a través de la mesa escritorio. Su ancho y cuadrado rostro estaba muy pálido, ya que era uno de los que no salían nunca al exterior.

—¿Café? —me preguntó—. Es casi todo achicoria, pero no deja de ser una bebida caliente.

—Gracias —dije.

—De modo que ya está todo listo —Su mano tembló ligeramente mientras me servía el café—. Parece imposible.

—La última unidad quedó montada y comprobada hace una hora —dije—. Los camiones están ya en camino.

—Día D. —Sus ojos estaban vacíos, fijos en el reloj colgado de la pared—. Dentro de cuarenta y ocho horas...

De repente, hundió su rostro entre sus manos.

—¿Qué es lo que voy a hacer? —murmuró.

Le contemplé con una expresión de sorpresa.

—¿Qué va a hacer? Dirigir la revolución... ¿no es cierto? —inquirí, tras una larga pausa.

—¡Oh, sí! Si. Pero, ¿y después? —Se inclinó sobre la mesa, temblando—. Me gusta usted, profesor. Se parece mucho a mi padre, ¿no lo sabía? Pero es mucho más amable que él. Mi padre vivía únicamente para la revolución, para la gran causa sagrada. ¿Puede usted imaginar lo que significa crecer al lado de un hombre que no es un hombre, sino una voluntad incorpórea? ¿Puede usted imaginar lo que significa pasar toda la juventud sin tomar una cerveza con los amigos, sin oír un concierto, sin bañarse una sola vez en las azules aguas del mar? Yo tenía diecisiete años cuando una pareja de novios que habían salido de excursión se presentaron en Virginia City y vieron demasiadas cosas. Ordené que les mataran a los dos... yo, a los diecisiete años. —Apartó las manos del rostro—. Dentro de una semana, un gran número de personas decentes morirán... y no sólo en nuestro bando. ¡Dios mío! ¿Cree que después de ordenar eso puedo retirarme a... a...? ¿En qué voy a convertirme?

Durante un largo rato, en la oficina no se oyó más ruido que el de su agitada respiración.

—Puede marcharse —dijo finalmente, sin mirarme—. Informe al general Thomas, de la oficina logística. Le hará usted falta. Todos haremos falta.

Con ropas de paisano —en trenes, autobuses, aviones, camiones... desde los más remotos lugares del imperio alrededor del planeta—, nuestro ejército se acercó a Bloomington. El movimiento no fue captado por el habitual servicio de vigilancia del tráfico, porque en Méjico había estallado una revuelta cuidadosamente planeada. Era una revuelta condenada al fracaso desde el primer momento, una maniobra de diversión en la cual unos enfurecidos peones iban a enfrentarse con lanzallamas, pero así son las necesidades de la guerra.

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