El marciano medía poco más de un metro, era flaco y estaba desarmado, pero se lanzó sobre el terrícola como un pequeño vendaval. Sus piernas se arrollaron a la cintura del hombre y sus manos se aferraron a la garganta.
Riordan cayó al sentir la acometida. Rugió como un tigre y enganchó sus manos en la estrecha garganta del marciano. Kreega le atacó inútilmente con su pico. Rodaron ambos en una nube de polvo. Los matorrales murmuraban excitados.
Riordan trató de romperle el cuello, pero Kreega lo evitó revolviéndose hacia atrás.
Con un estremecimiento de terror, Riordan oyó el silbido del aire que se le escapaba cuando el pico y las garras de Kreega abrieron el tubo de oxígeno. Riordan maldijo, y de nuevo trató de agarrar la garganta del marciano. Lo consiguió y así se mantuvo a pesar de todos los esfuerzos de Kreega para romper aquel lazo.
Riordan sonrió cansadamente, sin dejar su presa. Al cabo de unos cinco minutos, Kreega ya no se movía. Siguió apretando otros cinco minutos, para asegurarse bien. Luego lo soltó y se palpó la espalda, tratando de alcanzar el aparato.
El aire que encerraba en su traje era impuro y caliente. No conseguía conectar el tubo con la bomba.
Miró la ligera y silenciosa forma del marciano. Un débil aliento rizaba las plumas grises. ¡Qué luchador había sido! Sería el orgullo de su colección de trofeos cuando volviese a la Tierra. Desenrolló su saco y lo extendió cuidadosamente. De ningún modo podría regresar hasta el cohete con el aire que le quedaba; no había más remedio que emplear la suspensina, pero tenía que hacerlo cuando estuviera dentro del saco si no quería que las heladas noches le cuajaran la sangre.
Se arrastró hasta él, asegurando cuidadosamente las válvulas de cierre y abriendo la del depósito de suspensina. Se iba a aburrir horriblemente, tumbado allí hasta que Wisby captara la señal dentro de unos diez días y viniese a buscarle; pero sobreviviría. Sería otra experiencia que recordar. En aquel aire seco, la piel del marciano se conservaría perfectamente.
Sintió como la parálisis se apoderaba de él, cómo se atenuaban los latidos del corazón y la actividad de los pulmones. Sus sentidos y su mente estaban vivos, y se daba cuenta que la relajación completa también tiene sus aspectos desagradables. Pero había vencido. Había matado con sus propias manos a la presa más salvaje.
En aquel momento, Kreega se incorporó y se palpó cuidadosamente. Le pareció que tenía una costilla rota. Había permanecido asfixiado durante diez largos minutos; pero un marciano puede pasar hasta quince sin respirar.
Abrió el saco y le quitó las llaves a Riordan; después se dirigió lentamente hacia el cohete. Uno o dos días de experimentos le enseñaron a manejarlo. Volvería con sus congéneres, cerca de Syrtis. Ahora tenía una máquina terrestre y armas terrestres que copiar...
Pero primero había que atender a otra cosa. Volvió y arrastró al terrícola hasta una cueva, escondiéndole fuera de toda posibilidad que le encontrase alguna cuadrilla de salvamento.
Durante un rato, miró a los ojos de Riordan, sobrecogidos de horror. Luego habló lentamente, en inglés defectuoso:
—Por los que has matado y por ser extranjero en un mundo que no te necesita, y en espera del día en que Marte sea libre, te abandono.
Antes de irse trajo varios depósitos de oxígeno y los enchufó al aparato del hombre. Con aquello bastaba para que, en aquella hibernación provocada por la suspensina, se mantuviera vivo durante mil años.
Estado De Emergencia
Poul Anderson
Eran cuatro. Cualquiera de ellos podía haberme roto el cuello con una sola mano. Los Ns solían trabajar en grupos de cuatro, y salían alrededor de las cuatro de la mañana. De este modo, se veían menos estorbados por las multitudes. Durante el día, la gente podía reunirse para contemplar cómo un N molía a palos a alguien, y reaccionar desfavorablemente, pero durante la vacía oscuridad que precedía a la salida del sol el ruido de botas sólo les hacía dar gracias al cielo por no ser ellos los que recibían a tales huéspedes.
En mi calidad de profesor de la Universidad, me asignaron toda una habitación para mí y para mi familia. Cuando los chicos se hicieron mayores y Sarah murió, aquello significó que podía vivir completamente solo en un cuartito de ocho pies. Sospecho que esto me hizo bastante impopular entre todos los que vivían en el mismo edificio; pero, siendo mi trabajo el de pensar, necesitabaaislamiento.
—¿Lewisohn?
Fue una palabra escupida, no una pregunta real, desde la sombra vaga que se adivinaba detrás del rayo luminoso de la linterna proyectado sobre mis ojos.
No me fue posible contestar... mi lengua se había convertido en un trozo de madera encajada entre unas rígidas mandíbulas.
—Es él —gruñó otra voz—. ¿Dónde está el maldito interruptor?
Me incorporé en la cama.
—Vamos a dar un paseo —dijo el cabo. Cogió el busto de Nefertiti, una de las tres cosas inanimadas a las que yo tenía afecto, del estante en que se encontraba ylo tiró al suelo. Yo había saltado ya de la cama y un trozo de yeso chocó contra mis pies.
La segunda cosa a la cual tenía afecto: el retrato de Sarah, estaba siendo traspasada en aquel momento por el cañón de un revólver. Uno de los hombres vestidos de verde decidió entendérselas con la tercera, mi estantería de libros, pero el cabo se lo impidió.
—Deja eso, Joe —le dijo—. ¿No sabes que los libros tienen que ir a Bloomington?
—No. ¿De veras?
—Sí. Dicen que el Cinc los colecciona.
Joe frunció su estrecha frente, con aire intrigado. En algún apartado rincón de mi cerebro pude seguir sus pensamientos. Los intelectuales son todos sospechosos; el Cinc está por encima de toda sospecha; por lo tanto, el Cinc no puede ser un intelectual. Pero los intelectuales leían libros...
En realidad, Hare era un hombre complicado. Yo le había conocido superficialmente, hacía muchos años, cuando no era más que un ambicioso y joven oficial. Tenía una mente inquisitiva, que abarcaba muchas cosas, y era un violoncelista aficionado con bastante talento. No era amigo de la instrucción per se-tenía muchos pensadores en su propio estado mayor—; de lo que desconfiaba era de las mentes que llegaban demasiado lejos. Su frase: «Ésta no es una época para preguntar, es una época para construir», se había convertido en un slogannacional.
—Recoja un poco de ropa, amigo —me dijo el cabo—. Y llévese también un cepillo de dientes... Estará fuera una temporada.
—No creo que necesite cepillo de dientes —dijo otro de los N—. Mañana no tendrá ningún diente.
Se echó a reír.
—Cállate la boca. Arnold-Lewisohn-queda-usted-detenido-bajo-sospecha-de-haber-violado-el-apartado-10-del-Acta-de-Reconstrucción-de-Emergencia.
Se trataba de una especie de apartado general, que derogaba la mayor parte de las otras leyes.
«Al menos, no van a golpearme aquí», pensé, anhelando que no sacudieran demasiado a mis pobres huesos. Al menos esperarían a hacerlo cuando llegáramos a la comisaría general. Y pasaría más de media hora antes de que llegásemos allí, y me ficharán, y empezarán a golpearme.
O quizás más tiempo, me dije a mí mismo. Corría el rumor de que los Ns empezaban por drogar a los sospechosos. Si no confesaban sus delitos en aquel estado de hipnosis, llegaban a la conclusión de que habían sido preparados para aquella eventualidad, y lo entregaban a los muchachos encargados de aplicar el tercer grado. Pero yo no podría revelar nada, porque no sabía nada; por lo tanto...
—Mis hijos... ellos..., —revolví la lengua dentro de mi boca—. Ellos no tienen nada que ver con... ¿Podría...?