—Esta línea de defensa... Habrá que trasladarla.
Vorish le miró fríamente.
—¿Por qué?
—Dentro de dos o tres semanas empezaremos a trabajar en el campo de golf. A este lado de la línea sólo cabe la mitad del campo. Y tal vez menos. De modo que tendremos que trasladarla. No quiero tener a mis hombres trabajando sin protección. Pero, no hay prisa..., mañana lo haremos.
—Suponiendo que me diga lo que tiene en la imaginación —dijo Vorish.
Wembling llamó a una patrulla de exploración, y se pusieron en marcha bajo la vigilancia de una escolta militar. Avanzaron hacia el oeste de la península, la cual se ensanchaba repentinamente hasta convertirse en una parte del continente. Se abrieron camino a través de los árboles mientras el sudoroso Wembling, disfrutando enormemente, gesticulaba y señalaba los límites del futuro campo de golf.
Una hora más tarde, Vorish pasó revista al terreno que el campo de golf iba a ocupar, y dio a Wembling una rotunda negativa.
—La línea sería demasiado larga hasta aquí —dijo—. No tendría bastantes hombres.
Wembling sonrió.
—El comandante siempre está de broma. Tiene usted hombres de sobra. La mayoría se pasan el tiempo en la playa.
—Mis hombres trabajan por turnos, lo mismo que los de usted. Si pongo a esos hombres de guardia, no tendrán ningún descanso.
—Los dos sabemos que puede usted establecer una línea de defensa que no exigiría ningún hombre —dijo Wembling.
—Los dos sabemos que no voy a establecerla. Sus hombres pueden trabajar sin protección naval. Están seguros.
—De acuerdo, si usted lo quiere así. Pero, si les ocurre algo...
—Otra cosa —dijo Vorish—. ¿Qué piensa usted hacer con aquel poblado indígena abandonado en el cual se supone que debe ponerse el hoyo número ocho?
Wembling contempló desdeñosamente las lejanas chozas.
—Derruirlo. Está deshabitado.
—No puede usted hacer eso —dijo Vorish—. Es propiedad de los indígenas. Necesita usted un permiso.
—¿Permiso de quién?
—Permiso de los indígenas.
Wembling echó hacia atrás su cabeza y estalló en una carcajada.
—Deje que lleven el asunto a un tribunal, si desean seguir derrochando su dinero. El último caso debió costarles unos cien mil créditos, y, ¿sabe usted a cuánto ascendieron los daños? A setecientos cincuenta créditos. Cuanto más pronto gasten su dinero antes dejarán de molestarme.
—Las órdenes que tengo me obligan a proteger a los indígenas y a sus bienes, tanto como a protegerle a usted y a sus bienes —dijo Vorish—. Los indígenas no le detendrán a usted, pero yo sí lo haré.
Se marchó sin mirar hacia atrás. Tenía prisa por llegar a su oficina del Hiln, y sostener una conversación con el teniente Charles. Había algo que recordaba haber leído, hacía mucho tiempo, en su escasamente utilizado manual de régimen militar...
Los días se deslizaron agradablemente, salpicados de las violentas protestas de Wembling cada vez que un indígena se presentaba para retrasar los trabajos de construcción. Vorish vigilaba atentamente la «Operación Campo de Golf» de Wembling, y esperaba con impaciencia alguna reacción oficial a su informe sobre el tratado de Langri.
La reacción oficial no se producía, pero los obreros de Wembling seguían avanzando por el interior del bosque. Los árboles eran derribados para ser convertidos en tablones. El exquisito jaspeado de sus vetas constituiría un motivo ornamental completamente original para los artesonados del hotel.
Los obreros habían llegado al poblado indígena abandonado y trabajaban en sus alrededores. No hacían el menor esfuerzo por cruzarlo, aunque Vorish vio que dirigían nerviosas miradas en aquella dirección de cuando en cuando, como si temieran la llegada del momento de adentrarse en él.
Al efectuar su ronda matinal por los puestos de guardia, Vorish se detuvo casualmente para enfocar sus prismáticos hacia los alrededores del poblado.
—Se está usted jugando el cuello en esto —dijo Smith—. Espero que se dará cuenta.
Vorish no contestó. Tenía su propia opinión de los oficiales de la marina que se preocupaban indebidamente por sus cuellos.
—Allí está Wembling —dijo.
Con sus guardaespaldas pegados a sus talones, Wembling se movía con su acostumbrada velocidad a través del terreno que había sido desbrozado. El capataz salió a su encuentro. Wembling habló brevemente con él, señalando hacia adelante. El capataz se volvió hacia sus hombres y señaló en la misma dirección. Un momento después, la primera choza era derribada.
—Vamos para allá —dijo Vorish.
Smith dio la orden de marcha a una patrulla de marinos y echó a andar detrás de ellos. Los marinos llegaron al poblado y apartaron a un lado a los obreros de Wembling. Cuando Vorish llegó allí, Wembling estaba temblando de impotente furor.
Vorish contempló la hilera de chozas derribadas.
—¿Tiene usted permiso de los indígenas para hacer esto? —le preguntó a Wembling.
—No —respondió Wembling—. Pero tengo una autorización de la Oficina de Colonias. ¿No es suficiente?
—Teniente Smith, detenga a estos hombres —ordenó Vorish, y dio media vuelta para marcharse.
Ante su sorpresa, Wembling no dijo nada. Su aspecto era el de un hombre sumido en profundas meditaciones.
Vorish encerró a Wembling en su tienda, en calidad de detenido. Suspendió todos los trabajos en el hotel. Luego envió un informe completo del incidente al Cuartel General de la Marina, y se sentó a esperar los resultados.
La indiferencia mostrada por el cuartel general, en lo que respecta a su informe sobre Langri, le había intrigado. ¿Lo habrían archivado por intrascendente, o existía una conjetura, tejida por la corrupción, en las altas esferas del gobierno? En cualesquiera de los casos, se estaba cometiendo una injusticia. Los indígenas necesitaban tiempo para algo que ellos llamaban el Plan. Vorish necesitaba tiempo para llamar la atención de alguien acerca de lo que estaba sucediendo. Sería una vergüenza permitir que Wembling terminara su hotel mientras el informe sobre la situación de Langri se moría de asco en el cajón del escritorio de un funcionario subalterno.
Con Wembling detenido y el trabajo interrumpido, Vorish disfrutaba viendo cómo Wembling enviaba frenéticos mensajes a personas que ocupaban altos cargos en el gobierno de la Federación.
«Veremos si ahora se olvidan también de Langri», se dijo Vorish con satisfacción.
Habían transcurrido tres semanas cuando el Cuartel General rompió súbitamente el silencio. El crucero de combate Bolar había salido en dirección a Langri, al mando del almirante Corning. El almirante iba a realizar una investigación sobre el terreno.
—No parece que vayan a relevarle a usted —dijo Smith—. ¿Conoce usted a Corning?
—He servido a sus órdenes en distintas ocasiones, en diversos lugares y con diferentes graduaciones. Puedo considerarle como un viejo amigo.
—Eso es muy beneficioso para usted.
—Podría ser peor —admitió Vorish.
Tenía la sensación de haberse cubierto a sí mismo perfectamente, y que Corning, a pesar que era un hombre rudo, temperamental y fanático de la exactitud, no tomaría ninguna medida que no fuese justa y que pudiera perjudicar a un amigo suyo.
Vorish nombró una guardia de honor para el almirante y le recibió con toda ceremonia. Corning descendió ágilmente por la rampa del Bolar y dirigió una mirada de aprobación a su alrededor.
—Me alegro de volver a verle, Jim —dijo, sin apartar los ojos de una de las invitadoras playas de Langri—. Éste es un lugar encantador. Realmente encantador. —Se volvió hacia Vorish y examinó su bronceado rostro—. Y, por lo que veo, lo ha aprovechado usted bien. Ha engordado.
—Y usted ha adelgazado —dijo Vorish.
—Siempre he sido delgado —dijo Corning—. Pero lo que he perdido en anchura lo he ganado en altura. —Echó una ojeada al círculo de oficiales que escuchaban con respetuosa atención y bajó la voz—: Lléveme a un lugar donde podamos hablar.