El indígena no hizo caso de las sillas y se encaró con Dillinger.
—Me veo en el desagradable deber de informarle que usted y el personal de su nave se encuentran detenidos.
Dillinger se dejó caer en una silla. Se volvió hacia Protz, el cual le guiñó un ojo. Detrás de él, un oficial no consiguió reprimir una risita ahogada. El indígena había hablado en voz alta, y sus palabras habían traspasado la lona de la tienda. En el exterior se oyeron murmullos y risas apenas disimuladas.
Un indígena pelirrojo armado con una lanza se permitía detener al Rirga. Sería un chiste muy bueno cuando lo contaran..., aunque todo el mundo lo tomaría por un simple chiste.
Dillinger fingió que no había visto el guiño de Protz.
—¿Cuál es la acusación?
El indígena recitó en un tono inexpresivo:
—Aterrizaje en una zona prohibida, evitación voluntaria de la aduana y de la cuarentena, carencia del permiso oficial de inmigración, sospecha de contrabando, y acarreo de armas sin la debida autoridad. Sígame, por favor, y le conduciré a su zona de detención.
Protz se puso repentinamente serio.
—No ha aprendido a hablar galáctico de ese modo de las tripulaciones de las naves de reconocimiento —susurró—. Sólo hace un mes que desapareció la primera de las naves.
Dillinger se volvió hacia los oficiales que le rodeaban.
—Les ruego que dejen de reír. Éste es un asunto serio.
Las risas cesaron.
—¿Es que no se dan cuenta, imbéciles? Este hombre representa a la autoridad civil. A menos que existan arreglos especiales en ese aspecto, el personal militar está sometido a las leyes de cualquier planeta que tenga un gobierno central. Si existen varios gobiernos autónomos... —Se dirigió al indígena—: ¿Tiene este planeta un gobierno central?
—Lo tiene —dijo el indígena.
—¿Tienen ustedes detenido al personal de las naves de reconocimiento?
—Desde luego.
—Ordene a todo el personal que regrese a la nave —le dijo Dillinger a Protz. Y al indígena—: Compréndalo... Debo informar a mis superiores acerca de esto.
—Con dos condiciones. Todas las armas que han sido desembarcadas de la nave quedarán confiscadas. Y no se permitirá a nadie, excepto a usted, regresar a la nave.
Dillinger se volvió hacia Protz.
—Haga que los hombres dejen sus armas en el lugar que él señale.
Transcurrieron ocho días antes que Dillinger pudiera entablar las negociaciones finales. Antes que empezara la conferencia, solicitó hablar con uno de los hombres de las naves de reconocimiento. Los indígenas lo trajeron a la tienda, bronceado por el sol, robusto, sin más ropa que un taparrabo como los que usaban los indígenas. Sonrió tímidamente a Dillinger.
—Casi lamento verle a usted, comandante.
—¿Cómo le han tratado?
—Estupendamente. No puede pedirse mejor trato. La comida es maravillosa. Tienen una bebida que juraría que es lo mejor que hay en toda la galaxia. Nos construyeron algunas chozas en la playa, y nos dijeron dónde podíamos ir y qué podíamos hacer, y nos dejaron solos. A excepción de los que nos traen la comida, y algunas barcas de pesca, apenas vemos a los indígenas.
—Tres nativas por cabeza, supongo —dijo secamente Dillinger.
—Nada de eso. Las mujeres no se acercan a nosotros. De todos modos, si tiene usted que ponerle nombre a este planeta, puede llamarlo Paraíso. Nos pasamos la mayor parte del tiempo nadando y pescando. ¡Debería usted ver la cantidad y calidad de peces que hay en este océano!
—¿Están ustedes armados?
—No. Nos tomaron por sorpresa, nos desarmaron, y eso fue todo. Lo mismo les ocurrió a los de las otras naves.
—Bien, es todo lo que quería saber —dijo Dillinger.
Los indígenas se llevaron al hombre, y Dillinger abrió las negociaciones. Se sentó a un extremo de la mesa, flanqueado por dos de sus oficiales. Fornri y otros dos jóvenes estaban en frente de ellos, al otro lado de la mesa.
—Estoy autorizado —dijo Dillinger— para aceptar incondicionalmente su relación de multas y sanciones. En el Banco de la Galaxia han sido depositados cuatrocientos mil créditos a nombre de su gobierno.
Empujó un recibo a través de la mesa. Fornri lo tomó indiferentemente.
—El estado legal de este planeta como mundo independiente será aceptado —continuó Dillinger—. Sus leyes serán respetadas por la Federación Galáctica y se aplicarán en los tribunales de la Federación de los cuales dependen los ciudadanos de la propia Federación. Proporcionaremos al gobierno un centro de comunicaciones, de modo que pueda mantener contacto con la Federación, y a fin que las naves que deseen tomar tierra en este planeta puedan obtener el permiso oficial.
»A cambio, esperamos la inmediata puesta en libertad del personal, la devolución del equipo, y el permiso de partida para las naves de la Federación.
—Me parece satisfactorio —dijo Fornri—. Siempre, desde luego, que los términos del acuerdo sean por escrito.
—Me ocuparé de ello inmediatamente —dijo Dillinger. Vaciló, sintiéndose un poco intranquilo—. Espero que habrá comprendido que esto significa que deben ustedes devolver todas las armas que han confiscado, lo mismo las del Rirga que las de las naves de reconocimiento.
—Desde luego —dijo Fornri. Sonrió—. Somos un pueblo pacífico. No necesitamos armas.
Dillinger respiró profundamente. Por algún motivo, había esperado que las negociaciones fracasaran al llegar a aquel punto.
—Teniente Protz —dijo—, ¿quiere usted ocuparse para que redacten los términos del acuerdo?
Protz asintió y se puso en pie.
—Un momento —dijo Dillinger—. Hay algo más. Debemos dar un nombre oficial a su planeta. ¿Cómo lo llaman ustedes?
Fornri pareció intrigado.
—¿Llamarlo?
—Hasta ahora, ustedes han sido únicamente coordenadas y un número para nosotros. Deben tener un nombre. Y será mejor que se lo den ustedes mismos. Si no lo hicieran lo harían otros, y a ustedes quizá no les gustase. Podría ser el que le aplican en su idioma, o un vocablo descriptivo..., en fin, que sea de su agrado.
Fornri vaciló.
—Creo que tendremos que discutir el asunto.
—Desde luego —dijo Dillinger—. Pero, tengo que advertirle una cosa: una vez que se le haya designado un nombre al planeta, será muy difícil cambiarlo.
—Comprendo —dijo Fornri.
El indígena se retiró, y Dillinger se retrepó en su asiento con una sonrisa, sorbiendo un trago de la bebida indígena que le habían servido en una especie de cubilete. La bebida era tan deliciosa como había asegurado el tripulante de la nave de reconocimiento.
«Tal vez Paraíso sería un nombre adecuado para este lugar —pensó—. Pero entonces... Será mejor que lo decidan los indígenas. Paraíso puede significar algo muy distinto para ellos. Cuando los planetas reciben su nombre de algún forastero, se presentan toda clase de complicaciones.»
Recordó la famosa historia de la nave de reconocimiento que pidió ayuda desde una zona pantanosa de un planeta desconocido. «¿Dónde están ustedes?», preguntó la Base. La nave de reconocimiento dio sus coordenadas y añadió, innecesariamente: «Esto es el infierno». Los habitantes del planeta llevaban dos siglos solicitando que se les cambiara el nombre, pero en todos los mapas oficiales el planeta figuraba aún como «Infierno».
Tres horas después estaban en el espacio, en camino hacia Fron, la capital del sector. Protz miró hacia atrás, contemplando el planeta cada vez más diminuto, y sacudió la cabeza.
—Langri —murmuró—. ¿Qué cree usted que significa?
En Fron, Dillinger informó al gobernador del sector.
—De modo que le han dado el nombre de Langri... —dijo el gobernador—. Y..., ¿dice usted que hablan galáctico?
—Lo hablan bastante bien, con un acento especial.
—Fácilmente explicable, desde luego. Una nave aterrizó allí en alguna época pasada. A la gente le gustó el lugar y se quedó, posiblemente. ¿Vio usted algún rastro de una nave, o naves?