Efectuó también sus exploraciones, visitando docenas de asteroides y pequeños planetas que estaban por descubrir o que habían, sido olvidados. De un modo bastante inexplicable, se hizo rico. Llenó su pequeña nave de mineral de platino y se dispuso a regresar a la civilización para convertirlo en dinero.
Como de costumbre, no encontró el rumbo, y vagó por el espacio durante un mes, sacando el máximo partido a su combustible y a sus usados motores. Este planeta le había parecido su mejor oportunidad, y casi resultó ser su última oportunidad, ya que un escape en el depósito le dejó sin combustible y se vio obligado a realizar un aterrizaje forzoso, estrellándose contra el suelo.
Los indígenas le dispensaron una buena acogida. Se convirtió en un héroe al disparar su pistola contra unas aves de gran tamaño que a veces atacaban a los chiquillos. Gastó todas sus municiones, pero consiguió extinguir la especie. Exploró el solitario continente, y encontró depósitos de carbón y algunos metales..., insignificantes, pero suficientes para situar inmediatamente a los nativos en una edad de bronce. Luego se dedicó al mar, les enseñó a construir canoas a remos y velas, y continuó sus exploraciones.
En aquella época había perdido ya todo interés en ser rescatado. Era el Langri. Tenía sus esposas y sus hijos. Su poblado iba creciendo. Pudo haber sido el Anciano a una edad relativamente joven, pero la idea que él, un forastero, tuviera que gobernar a aquella gente, no le gustó. Su negativa hizo aumentar el respeto que los indígenas le profesaran. Era feliz.
También empezó a preocuparse. El planeta era tan pobre en recursos naturales, que nadie se sentiría atraído hacia él con miras de tipo económico. Pero tenía otra condición que lo hacía muy valioso.
Era un mundo maravilloso. Sus playas eran lisas y arenosas, sus aguas eran cálidas, su clima admirable. Para los habitantes de las miríadas de mundos inhóspitos cuyas riquezas naturales atraían a grandes masas de gente, mundos secos, mundos estériles, mundos sin atmósfera, sería un paraíso. Los que pudieran abandonar por unos días sus cúpulas de atmósfera artificial, o sus cavernas subterráneas, para trasladarse a este otro mundo de atmósfera rica en oxígeno, vivirían unas vacaciones que les permitirían reanudar su existencia normal con renovados bríos.
A lo largo de las playas se alzarían los hoteles de lujo. Y más al interior, junto a los bosques, se edificarían hoteles de menos categoría, casas de huéspedes y villas de veraneo. Los millonarios se disputarían los mejores trozos de playa para construir en ellos sus mansiones. Las playas quedarían infestadas de turistas. Los buques ofrecerían cruceros marítimos de descanso. Las naves submarinas iniciarían a los turistas en las maravillas de la vida en el fondo del mar. Se establecerían industrias para atender a las necesidades de los turistas. Sería un negocio permanente, ya que el clima era igualmente delicioso durante todo el año. Un negocio fabuloso.
Los indígenas, desde luego, serían hacinados en un rincón del planeta. Exterminados. Existirían leyes para proteger a los indígenas, y una impresionante oficina colonial para hacerlas cumplir, pero O’Brien conocía demasiado bien cómo eran aplicadas aquellas leyes: en su aspecto punitivo a los indígenas, y en su aspecto favorable a sus expoliadores.
Y un par de siglos más tarde, a los escolares les hablarían de la desaparición de la población indígena. «Tenían una espléndida civilización. Fue una verdadera lástima.»
Los jóvenes llegaron de todos los poblados. Llegaron navegando alegremente a lo largo de la costa, entonando sus mejores canciones. Llegaron en grupos de veinte, altos, bronceados, con los cabellos rubios descoloridos por el sol. Alinearon sus canoas debajo del promontorio y se presentaron al Langri con respetuoso temor.
Las preguntas del Langri les sobresaltaron. Se esforzaron por asimilar unas ideas extrañas. Lucharon por reproducir extraños sonidos. Fueron sometidos a pruebas de fortaleza y de resistencia. Se marcharon, y otros ocuparon sus lugares. Finalmente O’Brien escogió un centenar.
Detrás del bosque, O’Brien construyó un nuevo poblado. Se trasladó allí con sus cien alumnos, y empezó su magisterio. Contaban con pocos días y éstos eran demasiado cortos, pero trabajaron desde el amanecer hasta el crepúsculo, y, con frecuencia, durante la noche, mientras los otros indígenas se encargaban de procurarles comida, y los poblados enviaban mujeres para condimentarla. Toda la población observaba y esperaba.
O’Brien enseñó lo que sabía e improvisó cuando fue necesario. Enseñó idiomas y leyes de ciencias. Enseñó economía, sociología y disciplina militar. Enseñó guerra de guerrillas y procedimiento colonial. Enseñó la historia de los pueblos de la galaxia, y los jóvenes indígenas se sentaron bajo las estrellas por la noche y contemplaron con la boca abierta los cielos, mientras O’Brien les hablaba de las guerras del espacio, de seres fantásticos y de mundos situados detrás de otros mundos.
Transcurrieron los días, y se convirtieron en un año, y en dos años, y en tres. Los jóvenes llevaron a sus esposas al poblado. Las jóvenes parejas llamaban padre a O’Brien, y le llevaban a los recién nacidos para que los bendijera. Y la enseñanza continuó, y continuó.
Las fuerzas de O’Brien empezaron a menguar. La humedad de las noches le dejaba enfebrecido, y sus túmidos miembros le atormentaban. Pero seguía trabajando, y empezó a enseñar el Plan. Ordenó prácticas de alarma contra la invasión, y su inflexible severidad arrancó a los indígenas de otros poblados de su alegre indolencia. El Plan fue tomando forma lentamente.
Cuando O’Brien estuvo demasiado débil para abandonar su hamaca, reunió a su alrededor a los jóvenes más inteligentes y las lecciones continuaron.
Una tarde radiante, O’Brien perdió el conocimiento. Fue trasladado a su poblado, a su rincón favorito, cerca del mar. La noticia corrió a lo largo de la costa: el Langri estaba muriéndose. Llegó el Anciano, y los jefes de todos los poblados. Colocaron un dosel trenzado encima de su hamaca, y O’Brien vivió toda aquella noche, inconsciente y respirando trabajosamente, mientras los indígenas aguardaban en actitud humilde, con las cabezas inclinadas.
Ya había amanecido cuando abrió los ojos. El mar tenía un aspecto maravilloso a la luz del sol naciente, pero O’Brien no oyó los gritos de los muchachos retozando por la playa.
«Saben que me estoy muriendo», pensó.
Contempló los entristecidos rostros de los hombres que le rodeaban.
—Amigos... —dijo. Y luego, en un idioma desconocido para ellos, murmuró—: Ante Dios —ante mi Dios—, he hecho todo lo que he podido.
El fuego de la muerte ascendió muy alto en la playa aquella noche, y el opresivo silencio de la mañana envolvió a los poblados. Al día siguiente, los cien jóvenes regresaron a sus casas del bosque para hacerse cargo de la herencia que el Langri les había dejado.
II
El Rirga estaba realizando una rutinaria misión de patrulla, y el comandante Ernst Dillinger se entretenía en su camarote jugando al ajedrez con su robot. Había capturado limpiamente la dama del robot, y estaba preparando el jaque mate, cuando se vio interrumpido por su oficial de comunicaciones.
El oficial saludó y le entregó un mensaje.
—Es confidencial —dijo.
Por la expresión del rostro del oficial, Dillinger supo que la noticia no era agradable. Echó una ojeada al mensaje y su rostro se congestionó.
Palmeó el papel.
—Esto es una orden del gobernador del sector.
—Sí, señor.
El oficial de comunicaciones pronunció aquellas dos palabras como si la información fuese nueva para él.
—Las naves de la flota no aceptan órdenes de burócratas ni de politicastros. Informe amablemente a Su Excelencia que yo recibo órdenes del Cuartel General de la Flota, y que el hecho que esté pasando a través de un rincón de su territorio no le autoriza a controlar automáticamente mis movimientos.