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Había construido un cerebro que podía ver, oír, hablar y en un sentido limitado, sentir. Había construido un cerebro al lado del cual las jaulas electrónicas del mundo occidental parecerían simples juguetes. Había preparado a Peeping Tom para contestar preguntas que nadie sería lo bastante sabio para formular. Sin embargo, no podía enseñar a su propio hijo que dos y dos eran cuatro.

Una tarde, sentado en frente del cromado rostro de Peeping Tom, contemplando sus ojos de pantalla televisiva y el altavoz que tenía por boca, el doctor Merrinoe no experimentó el menor júbilo: sólo una leve amargura. Era lamentable, pensó, que uno pudiera imprimir las huellas de su trabajo en todas las cosas... excepto en los niños.

Poco tiempo atrás había adquirido la costumbre de hablar consigo mismo, por fortuna únicamente cuando estaba solo. Pero, aunque su presente abstracción no era más que un monólogo murmurado en voz baja, no tardaron en recordarle que no estaba completamente solo.

—Perdone, señor —dijo Peeping Tom—. ¿Tendría usted la bondad de facilitarme los datos exactos del problema?

El doctor Merrinoe enrojeció con una sensación de culpabilidad, pero no tardó en reaccionar, recordando que Peeping Tom era sólo una máquina, después de todo.

—¡Vete al infierno, glorificada pianola! No estaba hablando contigo.

—Lo siento, señor —replicó Peeping Tom humildemente—. Pero como no hay nadie más presente, y puesto que me preparó usted para contestar a todas las preguntas, creí...

—¡Cierra el pico! —le interrumpió el físico—. Vete a dormir.

Los ojos de Peeping Tom brillaron con desaprobación.

—Sí, señor.

—¡No, espera un momento! —gritó Merrinoe—. ¿Eres inteligente?

—No, señor. Simplemente listo.

—Correcto. Ahora, dime quién te ha construido, a quién perteneces y cuál es tu trabajo.

—Me proyectó usted, señor, y su equipo me construyó. Pertenezco a la Imperial Electric Inc., que pagó dos millones, doscientos cuarenta y cinco mil, trescientos sesenta y siete dólares y treinta y tres centavos por los materiales y la construcción.

—Exacto —asintió el doctor Merrinoe—. ¿Puedes ganarme al ajedrez?

—Sí, señor.

—¿Puedes calcular cuántos átomos hay en el cosmos?

—Sí, señor... aproximadamente.

—¿Puedes calcular cuánto arroz consumirá la probable población de China en 1975?

—Sí, señor.

—Entonces —dijo el doctor Merrinoe con ironía—, no cabe duda de que serás capaz de resolver un problema sencillo. ¿Por qué se chupa el dedo un niño?

Se retrepó en su asiento, con aire satisfecho, esperando que Peeping Tom admitiera su derrota.

—Un niño se chupa el dedo —replicó el cerebro inesperadamente— por los siguientes motivos: a) porque lo han destetado demasiado pronto, b) porque está echando los dientes, c) porque experimenta inseguridad, o d) porque tiene hambre. Si persiste en la costumbre de chuparse el dedo, se recomienda que...

—¡Diablos! —exclamó el doctor Merrinoe—. ¿Quién te metió todo eso en el buche?

Peeping Tom pareció gozar su momento de triunfo.

—Usted, señor —dijo—. Usted almacenó en mi memoria el contenido de un millar de escogidos manuales. Uno de ellos era Cómo cuidar a los niños, de Benjamin Spock, M. D.

El doctor Merrinoe estaba ligeramente furioso.

—Bien. En tal caso, quizá tú, íncubo chupador de amperios, podrás decirme por qué mi hijo Timothy combina las características físicas del homo sapiens con la capacidad mental de un simio antropoide.

—De acuerdo con la teoría de la evolución —empezó Peeping Tom sentenciosamente—, una forma de vida primitiva es capaz de...

—¡Déjate de monsergas! —le interrumpió el físico, dando rienda suelta a su indignación—. Lo que quiero que me digas es por qué está mi hijo retrasado intelectualmente, a pesar de sus antecedentes generales.

—¿Puedo pedir los datos más importantes?

—Desde luego —dijo el doctor Merrinoe regiamente—. Procuraré ser completamente objetivo.

A pesar de sus limitaciones mecánicas, Peeping Tom se las arregló para dar la impresión de que respiraba a fondo.

—Necesito conocer su edad, estado de salud, peso, tipo físico, forma del cráneo, vocabulario aproximado, habilidades manuales, características emotivas, intereses primarios, costumbres, aficiones y ambiciones. También necesito valorar sus relaciones con su madre, y sus relaciones con usted.

El doctor Merrinoe contempló el aplastado rostro de Peeping Tom, con aire aterrado.

—No son muchos datos, ¿verdad?

—No, señor —respondió suavemente Peeping Tom. Luego añadió—: Si puedo permitirme una sugerencia, señor, ¿por qué no me habla usted de Timothy a su manera? Yo iré recogiendo los hechos importantes a medida que vayan surgiendo.

El doctor Merrinoe estaba demasiado preocupado por todo aquel asunto para darse cuenta de que acababa de producirse un hecho crucial en la historia de los calculadores electrónicos. Era la primera vez que uno de ellos hacia una sugerencia por su propia iniciativa.

—Tal como yo lo veo —empezó el físico pensativamente— Timothy posee una cualidad primordial: la obstinación. Es tan obstinado como una mula, con un complejo de zanahoria. Al principio, me decía a mí mismo que esto era una especie de vigorosa independencia, pero...

Y el doctor Merrinoe siguió hablando, durante media tarde, confiando sus problemas a la máquina de su propia creación. Peeping Tom escuchaba tranquilamente, sin alterar para nada la soñolienta expresión de sus ojos cuadrados.

Finalmente, el doctor Merrinoe pareció haberse agotado a sí mismo. Se interrumpió en medio de una frase, parpadeó como si despertara de un sueño y llegó a la conclusión de que en los últimos tiempos había trabajado demasiado.

Peeping Tom aprovechó la oportunidad para emitir su veredicto.

—Es evidente, señor, que existe un desajuste. De todos modos...

—¡Desajuste! —exclamó el doctor Merrinoe—. Desde luego, el chico está desajustado. Por eso he estado perdiendo el tiempo hablando contigo.

Los ojos de Peeping Tom brillaron intensamente.

—No me refiero a un desajuste en Timothy, señor —anunció—. Lo que quiero decir es que usted es un padre desajustado.

El doctor Merrinoe trató de conservar su científica objetividad...

—Una interesante teoría —concedió, con cierta ironía—. Naturalmente, tendrás alguna solución que ofrecer...

—Naturalmente —asintió Peeping Tom—. Dado que no ha conseguido usted despertar la curiosidad intelectual del chiquillo, es evidente que tiene que aplicarse otra clase de estímulo.

—¿Cuál? —preguntó el doctor Merrinoe.

—Yo —respondió Peeping Tom.

El doctor Merrinoe cerró silenciosamente la puerta detrás de él y compuso una cansada sonrisa para su esposa.

—¿Has tenido un buen día, querido? —le preguntó Mary. El doctor Merrinoe notó con satisfacción que, a los treinta y siete años, su esposa seguía siendo sumamente atractiva. Era un gran consuelo.

—Terrible —contestó—. Hemos llegado al punto crítico de nuestro trabajo...

—La cena está a punto —dijo Mary.

El doctor Merrinoe se portó como un marido complaciente.

—¿Dónde está Timothy? —preguntó en tono casual.

—Viendo alguna película de capa y espada en la televisión.

El doctor Merrinoe hizo un ruido parecido al de un neumático que acaba de recibir un pinchazo.

—Creo que no sería mala idea coger un hacha y emprenderla a golpes con ese condenado aparato. Está destruyendo su iniciativa, para no hablar de sus facultades críticas. Cuando yo tenía su edad...

—Querido —le interrumpió mistress Merrinoe amablemente—, estás tomando demasiada adrenalina. Te agradecería que controlaras un poco más tu lenguaje... por lo menos en casa. Las paredes tienen oídos.

—¡Hum! ¿Ha cenado el Niño Maravilloso?

—Sí, no quería perderse la película.

—¡No quería perderse la película! —repitió el doctor Merrinoe en tono irritado, siguiendo a su esposa al comedor—. Bueno, supongo que tenemos que mostrarnos agradecidos por poder disfrutar de una cena tranquila juntos... A propósito, más tarde quiero charlar un rato con él... ¿No hueles a quemado?

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