Y luego notó la corriente de ideas, la ola recíproca de imágenes pasando entre su propia mente y la de su hermano.
Max transmitió imágenes de la Base Tres; del Piloto 7 despegando de Copérnico; de la idea de Haggerty de un imperio solar; de las cifras surgiendo del transmisor; de sí mismo transportando el cilindro de monóxido de carbono al dormitorio; de su tarea de destrucción; y de la nave espacial viajando hacia la transición.
La respuesta de Otto significó comprensión y una extraña piedad. Luego formuló una nueva pregunta.
Max respondió con una imagen de Procyon.
Otto transmitió la aceptación. Luego trazó un cuadro del aula de conferencias de la Universidad, de sí mismo en la tribuna; de su repentino colapso. Max sintió ansiedad, una ansiedad culpable. Otto replicó con confianza y curiosidad. Caminó alrededor del cuarto de navegación, examinando la nave espacial mientras Max permanecía derrumbado en su asiento... aunque ya no estaba solo. Súbitamente, Otto se dejó caer en otro asiento y esperó con aire de expectación.
Con un esfuerzo, Max dirigió una mirada al cuadro de mandos. Todo seguía envuelto en una claridad borrosa, pero Max tuvo la impresión de que el indicador se movía hacia el punto de desaceleración. Y entonces, la claridad grisácea se hizo insoportable. Cerró los ojos, pero la claridad pareció penetrar en su cuerpo, pareció deslizarse agonísticamente hasta su cerebro.
La claridad se convirtió en un retumbar de trueno: trueno de luz estallando en la nave. Hasta que pareció que la masa de irradiante energía iba a romperlo todo.
Luego, súbitamente, no hubo más que oscuridad. El extraño mundo ondulante de la transición produjo una enorme agitación final. Luego estalló como un alambre tenso hasta el punto de romperse. Y sólo quedaron el negro infinito del espacio, el remoto tapiz de estrellas y una nave que parecía ser el centro inmóvil de un universo que giraba lentamente.
Pasó un largo rato antes de que Max Reigner abriera los ojos. Entonces se puso en pie pesadamente, miró con una expresión de incredulidad los contornos ahora sólidos del cuarto de navegación y se dirigió, tambaleándose, a la mirilla de observación más próxima.
Las constelaciones se habían desviado ligeramente, pero el paisaje espacial seguía siendo el mismo. Sin ninguna dificultad, Max reconoció a Betelgeuse, a Aldebarán, a Sirio...
Directamente en frente de él había un extraño sol, blanco y brillante. Calculó que estaba a unos veinticinco minutos-luz de distancia, y se sintió invadido por una sensación de victoria. Incluso a través del opaco cristal plastificado, su brillo era demasiado intenso para que la vista pudiera soportarlo. No cabía duda acerca de su identidad.
Procyon.
Se volvió para encontrar a Otto de pie a su lado. Y abrió la boca para hablar. Las palabras se convirtieron en sonidos llenando la nave espacial con su significado.
—Fantástico —dijo el Coordinador Jansen—, absolutamente fantástico. Lo malo del caso es que le creo a usted. En realidad, estoy obligado a creerle. De no ser así...
Se interrumpió, con aire de impotencia, y contempló a Otto Reigner, que seguía sorbiendo su interminable café, como si temiera verle desaparecer de un momento a otro.
Estaban en casa de Jansen, en Lunar City, y el profesor daba fin a su relato rodeado de cierta comodidad. Incluso durante el corto espacio de tiempo transcurrido desde su llegada a la luna, el profesor Reigner parecía haber añadido unos cuantos años más a su aspecto. El Coordinador empezó a preguntarse si se trataba de simple fatiga, o si el proceso seguía actuando. En este último caso, se preguntó cuánto duraría Reigner, cuanto tiempo transcurriría antes de que la senilidad se apoderase de él y su mente y su cuerpo empezaran a degenerar.
El profesor pareció adivinar sus pensamientos.
—No mucho tiempo —murmuró—. El esfuerzo ha sido demasiado intenso. Mi metabolismo ha empezado a descomponerse. Este fue el segundo de los motivos por los cuales deseaba llegar aquí lo más rápidamente posible.
—¿El segundo? Entonces, ¿cuál fue el primero? —se apresuró a preguntar Jansen.
—Deseaba presenciar el regreso. Hasta cierto punto, esto completaría la cosa.
El Coordinador permaneció unos momentos en silencio. Luego dijo bruscamente:
—¿Qué me dice de los planetas? ¿Había alguno... o no tuvo usted tiempo para dedicarlo a la observación?
—Dos —dijo el profesor—. Max hizo un cálculo provisional y dijo que tenían que haber por lo menos cuatro. Conseguimos localizar dos con el telescopio manual.
—¿Pudieron apreciar algún detalle?
—No. Uno de ellos tenía un vago parecido a Marte, pero con más oxígeno. Supongo que es inhabitable. O tiene alguna forma de vida compleja y específica.
Jansen no pudo disimular su exasperación.
—¿Por qué diablos ha tenido que tomar decisiones en nombre de todos nosotros?
—¿Se refiere usted a Max? Ya le he hablado de sus motivos.
—No son válidos. Son falsos.
Reigner sonrió débilmente.
—Eran válidos para él. Cuando los hombres puedan comprender los motivos de individualistas como Max, posiblemente estarán preparados para viajar a otros sistemas planetarios Antes, no.
—¿Está usted de acuerdo con él?
—Un poco. Sólo que yo me doy cuenta de la inutilidad de querer ponerle un freno a la historia.
Jansen empezó a pasear arriba y abajo.
—Supongo que es definitivo... me refiero a la pérdida de la nave espacial. ¡Si pudiéramos recoger la unidad Azimov!
El profesor Reigner se sirvió más café.
—Cuando estábamos trabajando en los cálculos para el viaje de regreso, Max se estaba muriendo. Lo sabía él, y lo sabía yo. El esfuerzo había sido demasiado intenso... no en lo que respecta a la transición en sí, sino en todo lo demás. El esfuerzo de obligarse a sí mismo a matar a once hombres, a destruir la base, y luego el esfuerzo final de psicoproyección. Pero, de todos modos, la transición es algo con lo cual no puede enfrentarse un hombre solo.
—¿No murió realmente mientras usted estaba allí? —insistió Jansen.
—No hubiera sido posible —dijo el profesor—. Max me estaba controlando a mí. ¿Cómo podía haber estado proyectado con un control muerto?
—De modo que no presenció usted su muerte...
—No. En el momento en que nos disponíamos a regresar de la transición, Max estaba demasiado débil para retenerme.
—Entonces, es teóricamente posible que su hermano modificara sus planes —observó el Coordinador en tono de esperanza.
—No durante la transición... y creo que ésta acabó con él.
—Pero, más tarde, si sobrevivió...
—Si hubiera sobrevivido —le interrumpió el profesor con aire fatigado—, sería posible. Pero, ¿a qué conduciría? ¿Por qué invalidar sus propios motivos?
Jansen se encogió de hombros.
—La lógica de todo este asunto está por encima de mi capacidad de comprensión. Sólo me queda la esperanza de que exista una posibilidad entre un millón.
Otto Reigner se puso en pie y se pasó una mano por los ojos. Durante unos momentos pareció incapaz de ver las cosas con claridad. Luego se recobró, con un evidente esfuerzo.
—Ya es hora de que regresemos a Copérnico —dijo—. Y espero que no sea demasiado tarde.
La oscuridad era todavía la oscuridad del espacio estelar, pero no tardaría en haber otra oscuridad, interminable, impenetrable...
A popa, el blanco globo de Procyon empezó a brillar con un rojo mate a medida que la nave espacial avanzaba hacia la transición. De repente, la rojez se intensificó, esparciéndose hacia las otras estrellas y a través de las constelaciones. Súbitamente, la nave pasó con suavidad a su velocidad de llegada.
Max Reigner permanecía hundido en su asiento, manteniendo los ojos abiertos gracias a un enorme esfuerzo físico. Se preguntó si podría resistir hasta la transición.