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Una idea repentina penetró en su cerebro. ¿Habría matado en vano? Supongamos que era imposible para los tejidos vivientes sobrevivir al gran salto... Supongamos que los astros no pudieran estar nunca amenazados por la invasión de educados gorilas...

Pero, en lo íntimo de su corazón, Reigner no creía en el fracaso, ni siquiera llegaba a aceptarlo como posible. No cabía duda de que el vuelo espacial resultaría traumático; pero el hombre había aprendido a enfrentarse con el trauma, había aprendido a sobrevivir a través del mayor de todos los traumas: el nacimiento. Y esto sería también una especie de nacimiento.

El tractor se detuvo. Reigner vio que su propia mano había detenido el motor. Comprobó, sorprendido, que había regresado al dormitorio. Descendió del tractor y se dirigió a la cámara reguladora de la presión. Después de cerrar la puerta, se quitó maquinalmente el capuchón.

Ahora no se percibía ningún sonido de respiración. Ni el mortal silbido del monóxido de carbono. Los cilindros estaban vacíos. Los cuerpos permanecían tendidos en sus camastros, completamente inmóviles. Reigner empezó a notar una alarmante pesadez y se apresuró a ponerse de nuevo el capuchón. A continuación trató de encender la luz principal, y sólo al ver que no funcionaba recordó que había destruido la central eléctrica. Cogió la linterna que colgaba de su cinturón y se acercó a los camastros para examinar a los muertos.

Ninguna señal de lucha. Los cadáveres mostraban una expresión de paz. Como si continuaran durmiendo. Reigner contempló el cadáver de Haggerty: los ojos cerrados, los labios cerrados... aunque en ellos seguía reflejándose aquella condenada sonrisa.

Reigner había decidido destruirlo todo, pero no pudo hacerse a la idea de destruir también los cadáveres. Mientras los sacaba fuera y los montaba en el tractor, uno a uno, se preguntó a qué era debida su repulsión.

Estaban muertos, y nada peor podía ocurrirles. Nada podía importarles que hicieran pedazos sus cuerpos o que los conservaran como momias en el vacío lunar. Trató de recordar si había creído en los fantasmas alguna vez. Al final, la obra de demolición quedó terminada. Con la destrucción del dormitorio y de la unidad-vivienda, la Base Tres quedó completamente eliminada. Todo lo que quedaba de una estación experimental basada en la proposición de que el género humano alcanzaría las estrellas, era un par de tractores, once cadáveres, una nave espacial y un hombre que había escogido el más rebuscado sistema de suicidarse que imaginarse pudiera.

Dentro de muy poco, sólo quedarían los tractores y los cadáveres, envueltos en un impenetrable capullo de silencio.

Max Reigner empezó a andar hacia la nave espacial. Había bastante distancia, y podía haberse llevado el tractor. Pero prefirió andar. Deseaba sentir el duro suelo bajo sus pies. Por encima de todo, hubiera dado algo —de haber podido dar algo— para quitarse el capuchón y respirar una vez más el vivificante aire de la Tierra. Mientras andaba, contempló los lechos de lava teñidos de verde, las verdes montañas de Copérnico; y trató de suavizar sus duros perfiles, en su imaginación, con césped y árboles, y con la casi olvidada belleza de los ríos.

Llegó a la nave demasiado pronto, sabiendo que de todos modos siempre hubiera sido demasiado pronto. Mientras subía a bordo, empezó a preguntarse cuánto tardarían las otras dos bases astrales de la luna en interesarse por el proyecto Azimov.

¿Veinte años? ¿Cincuenta? ¿Un centenar? Era difícil saberlo, ya que tenían distintas líneas de aproximación. Ellos trabajaban todavía con métodos atómicos. Nadie sino Max Reigner había tenido suficiente fe en la técnica de Azimov para perder el tiempo en los por qué y los motivos de una incomprensible transición. Los matemáticos se habían echado a reír y habían dicho que la cosa era teóricamente posible, pero... Los físicos convencionales se limitaron a encogerse de hombros.

Conrad Azimov había sido un loco; lo mismo, al parecer, que Max Reigner. Si deseaba cazar una sombra, nadie trataría de impedírselo; pero tampoco le ayudarían. Lo cual era uno de los motivos de que en la Base Tres hubiera únicamente once ayudantes, mientras las otras bases contaban con un mínimo de cincuenta. La Administración podía permitirse el lujo de perder cierta cantidad de dinero... pero no demasiado.

Cerrando la puerta de entrada detrás de él, separándose finalmente del mundo que comprendía tan pocas cosas, Reigner llegó a la conclusión de que podían transcurrir perfectamente cien años antes de que los seres humanos intentaran con éxito lo que él se disponía a hacer.

¿Eran suficientes cien años para que los educados gorilas hubieran renunciado a su juego de egoísmos? Reigner no lo sabía. Lo único que podía hacer era confiar en que la respuesta fuera afirmativa.

Entró en el cuarto de navegación, cogió un mapa espacial, cerró los ojos y apoyó un dedo al azar sobre el mapa. Procyon. Una estrella cercana. Sintió una absurda alegría.

Se entregó a profundos cálculos, trabajando con el computador y el piloto automático. Al final notó una gran flojedad en las rodillas, y diagnosticó que estaba hambriento.

Se dirigió a la despensa y cogió algunos alimentos, que comió sentado delante de una mirilla de observación, contemplando fijamente las sombras verde-agrisadas de Copérnico. No parecía encontrarle el menor gusto a lo que estaba comiendo, pero de revente cesaron los aguijones del hambre. Y esto era suficiente.

Regresó al cuarto de navegación y se sentó ante el tablero de mandos. Contempló por espacio de unos segundos la profusión de iluminados instrumentos, y acabó escogiendo un pulsador rojo. Lo apretó con fuerza, y los motores de la nave empezaron a roncar.

Había creído que la transición sería una especie de burbuja helada de oscuridad, o un torbellino que le arrastraría más allá de toda sensación. Había creído que la existencia sub-espacial implicaría la negación de toda sensación, incluso de toda percepción. Estaba equivocado.

La transición era el paralelo cósmico del amanecer: una luz grisácea que iba en aumento, impregnando toda la nave, emanando de las moléculas que, al cruzar la barrera de la luz habían renunciado a su propia realidad y se habían convertido en simples sombras de un organizado patrón de energías.

La transición era una ondulación, un estremecimiento: como las ondas que recorren la superficie de agua de una charca cuando algo la agita. Era una rítmica inmovilidad, una danza de inmovilidad, las aguas en calma debajo de un agitado mar de años-luz.

La transición era una armonía de recuerdos y, por encima de todo, era la absoluta soledad. La prolongada visión de ensueños recordados.

La nave espacial, una cáscara sin sustancia, una ciudadela de inmovilidad en movimiento, había pasado limpiamente a través de la barrera del espacio-tiempo. Lo único continuo, ahora, era un brillante amanecer gris, una falta de movimiento en la suave caída a la existencia.

Reigner estaba ahogándose. El torrente gris giraba en remolinos a su alrededor, balanceando todos los fragmentos de su vida en el repentinamente agudo caleidoscopio del recuerdo.

Y, dominando la sucesión de cuadros —el espejeo de la infancia, las extrañamente vívidas ficciones de su vida en la Tierra—, estaba el rostro de un desconocido familiar.

¿Su propio reflejo? No. Había una sutil diferencia. Una vaga confusión. El misterio le atormentó hasta que, con una sensación de sorpresa, se dio cuenta de que era el rostro de su hermano.

Era la primera vez que había pensado en Otto desde que el Piloto 7 había despegado de Copérnico. En todos sus pensamientos. en todos sus cálculos, Otto había sido una mancha invisible.

Pero ahora el rostro se hacía más claro, más real. Incluso más real que el propio Max. Era como si él, Max, hubiera empezado a borrarse a medida que la realidad de Otto iba en aumento. Como si él, la nave espacial y la propia transición se hubieran convertido en un simple sueño, retrocediendo a través de la barrera de la luz a un mundo de espacio-tiempo, y a través de ella, a través de un ultra-dimensional reino de telequinesis, a la receptiva oscuridad de otra mente.

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